Excelente «barómetro» de que Woody Allen (1935, Brooklyn, Nueva York) ha tratado de «desterrar» de su recuerdo el documental Wild Man Blues (1997) es que, al reparar en el índice onomástico y por películas de Conversaciones con Woody Allen (Ed. Lumen, 2008) de Eric Lax, brilla por su ausencia el nombre de su realizadora, Barbara Kopple, y del título en cuestión. Motivos para ello no parecían faltar a Allen atendiendo a la visión premeditadamente deformada que se extraía del polifacético artista, haciendo hincapié en su carácter hipocondríaco y, en general, extremadamente maniático que parecía perseguirlo, cuál sombra de algunos de los personajes que cobran vida en la gran pantalla, invirtiendo el efecto reproducido en La rosa púrpura de El Cairo (1984). Quedaba, por consiguiente, la necesidad de Woody Allen por desquitarse de aquella mala experiencia verbigracia de un documental que ofreciera la medida de una personalidad más acorde a la realidad o, cuanto menos, a la que tiene de él mismo.
En una nueva muestra más que la cinefilia ha desertado en tropel de las salas cinematográficas buscando refugio en las pantallas caseras cada vez mejor equipadas, asistí días atrás a la proyección de Woody Allen: el documental (2012) en las salas Méliès, fiel a un repertorio de qualité heredado de su fundador, el también cineasta Carles Balagué. Al concluir la sesión tuve el pálpito que Allen ha podido resarcirse de ese “error” del pasado a través de un documental modélico en su estructura, en su composición visual y en su sentido último, el de dejar para los anales testimonio de la trayectoria vital y profesional de un genio en el sentido más estricto del término. Un genio precoz capaz de proveer de decenas de chistes diarios al rotativo neoyorquino que empezaba a escribir la historia de Allen Koninsberg, la de un chico judío aficionado al béisbol y al cine, su «segunda casa» en esa década de los cincuenta donde iría alimentando un ingenio irreverente y ácido. Muchos conocemos al Allen que podemos observar en la gran pantalla, pero poco ha trascendido, a nivel de imágenes y documentales, de esa versión de principios de los sesenta en que su popularidad creacía exponencialmente a través de sus apariciones en la gran pantalla. Esa primera parte del documental dirigido y escrito por Robert B. Weide me interesó especialmente, reparando en la idea de que Allen acudía al programa de Dick Cavett en similar disposición de cómo lo han hecho en los últimos años Jordi Évole o Berto Romero en relación al late show (bajo distintas denominaciones) orquestado por Andreu Buenafuente. Como éste último, Woody Allen construyó su personalidad artística-humorística a partir de su condición de stand up («monologuista»), que llamaría poderosamente la atención de Charles H. Joffe y Robert Greenhut, dos de los nombres más “familiares” en los créditos de la plana mayor de los films dirigidos por el autor de Manhattan. Joffe & Greenhut supieron medir la proyección profesional de Allen merced a una calculada operación que pasaba inexorablemente porque la «caja de resonancia» de la pequeña pantalla contribuyera sobremanera a dimensionar las prestaciones artísticas del joven natural de Brooklyn. El siguiente escalón fue su aparición en la obra teatral Don’t Drink the Water, que él mismo había escrito en paralelo a su actividad como guionista. Allí conocería a Tony Roberts, a quien reclutaría años más tarde para Annie Hall (1977), un cambio de rumbo en la andadura profesional de Allen que llevaría implícita una legión de admiradores un tanto contrariados, al cabo, al tratar de descifrar las segundas lecturas de Recuerdos (1980). Primera de sus «cartas de amor» al cine de Federico Fellini, empero, mueve a cierta perplejidad que Allen prácticamente no hable con los operadores del calado de Gordon Willis («el príncipe de las tinieblas»), responsable de la iluminación de Stardust Memories, de las influencias que le han dejado cineastas en su inmensa mayoría con pasaporte europeo. Una de tantas cuestiones que navegan en contra de lo que podríamos presuponer, perfectamente mostrados en este soberbio documental. A partir de ahora reservo un espacio en la DVDteca a este Woody Allen: A Documentary pergeñado por Wiede con trazo firme, inmaculado en torno a un genio que sigue procesando su cerebro… a veinticuatro imágenes por segundo, eso sí, a ritmo de dixieland y el jazz que sale de las entrañas de Nueva Orleáns. Gracias, Woody, por hacernos más agradable nuestras vidas.
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