Supongo que para algunos cibernautas del espectro mundial seguir determinados blogs se ha convertido más que en un puro entretenimiento o en pozo de conocimiento sobre determinada(s) materia(s) en un ejercicio que precisa una cierta (re)programación de horarios. Lo digo por la frecuencia y la extensión de los posts con los que obsequian algunos blogeros a sus fieles. No sería de extrañar que tal caudal de textos escritos se debiera, en algunos casos, a esa enfermedad que aún no tiene entrada en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española , la hipergrafía, que se podría definir como una necesidad compulsiva por escribir. Esta enfermedad sigue siendo muy poco conocida ya que, a menudo ha pasado desapercibida, por ejemplo, entre la clase periodística o en determinados ambientes intelectuales en razón de la imperiosa necesidad de algunos profesionales por alcanzar unos umbrales de trabajo —esto es, textos escritos— con el propósito de cubrir unas determinadas necesidades económicas. No parece haber un origen común que ligue los casos de hipergrafía, pero a mediados los años setenta, los estudios llevados a cabo por Waxman y Geschwind arrojaron cierta luz que explicara, desde razonamientos científicos, el porqué un porcentaje (irrelevante) de la población mostraba una tendencia voraz por escribir a toda hora y en cualquier lugar. Curiosamente, ese porcentaje de afectados de hipergrafía aumentaba de forma significativa entre los que sufrían epilepsia de lóbulo temporal. Por aquel entonces, el caso de Ellen G. White (1827-1915) era el que concitaba un mayor interés dado lo prolífico de su obra escrita a mano. Para hacernos una idea de todo ello, White llegaría a escribir una obra que consta de más de cien mil páginas, el equivalente a haber escrito la friolera de quinientos libros de doscientas páginas de media. O dicho de otro modo, escribir tres páginas y media cada día desde el mismo día que nació (1827) hasta el que murió (1915). Cualquiera que se haya enfrentado al noble arte de escribir prosa o poesía tres páginas y media equivale a tener un día inspirado. La inspiración, empero, no guió la vida de Mrs. White sino más bien una enfermedad de diagnóstico desconocido en aquella época y, por descontado, su devoción religiosa que se tradujo en dar cabida a la creación de la Iglesia Adventista del Séptimo Día
Llegados a este punto, se podría favorecer la idea de que Ellen G. White ha debido conservar este record guinness de escritura non stop, pero tuvo en Arthur Crew Inman (1895-1963) un rival de altura. Natural de Atlanta, Inman confeccionaría un diario personal en que computaría un total de… 17 millones de palabras. Si atendemos, por ejemplo, que mi novela El enigma Haldane consta de unas 72.000 palabras (traducible a unas 288 páginas en formato de libro estándart), Inman hubiera podido convertir su diario en 236 libros. Cuarenta y cuatro años volcado en la labor de escribir sin desmayo sobre sus propias experiencias arrojaron en la persona de Inman un cuadro psicológico con tendencia al suicidio. Al cabo del tiempo trascendería que este estadounidense con veleidades de poeta se le trató de epilepsia de lóbulo frontal. Un brote de dicha enfermedad pudo haber sido el detonante de su suicidio registrado la mañana del 12 de diciembre de 1963 en la localidad Brookline, en el estado de Massachussets. Su vida, a la que se le colocaría el cierre a los sesenta y ocho años de edad, tan sólo se entendería al dictado de una tendencia mórbida a la escritura de su propio dietario, pero asimismo habilitando un espacio para dar salida a su vena estrictamente poética o novelística. A la vista de que la inmensa mayoría de sus textos no fueron publicados, Inman sintió el peso del fracaso, aunque no le impidió proseguir su deriva compulsiva por la escritura hasta el fin de sus días. Al rescate de una pequeña proporción de este elefantino dietario acudiría el profesor de Literatura Inglesa y Norteamericana de Harvard Daniel Aaron, quien contribuiría decisivamente a la publicación de dos volúmenes (el uno fechado en 1985, el otro en 1996), a mayor honra de Arthur Crew Inman. Del primero de estos volúmenes tomaría conocimiento Lorenzo DeEstefano, evaluándose como la semilla de la obra teatral Camera obscura, que debutaría en la escena merced a un montaje cortesía del Seattle Repertory Theatre. La obsesión de este dramaturgo con reminiscencias —en su apellido— a un astro del balompié de grato recuerdo para el aficionado madridista y españolista por Inman no acabaría allí. Desde hace tiempo trabaja en el guión de Hipergrafia —previsto su rodaje para 2012—, en que John Hurt se prepara para su particular one man show. Al genial intérprete británico no le tocará lidiar con maratonianas sesiones de maquillaje como las que tuvo que enfrentarse a propósito del rodaje de El hombre elefante (1980). En breve, una vez DeEstefano haya logrado atar los temas de financiación —cosa nada fácil dado lo singular del proyecto—, John Hurt se aplicará a manejar su diestra con soltura. Un papel, sin duda, no apto para afectados de artritis. Presumiblemente, como en el caso de otras enfermedades —la narcolepsia (Mi Idaho privado), la ADL ó Adenoleucodistrofia (El aceite de la vida) o la propia neurofibromatosis quística (El hombre elefante), etc.— que habían permanecido opacas al conocimiento de la sociedad, la hipergrafía salga de su anonimato con el estreno del film de DeEstefano. Al menos un servidor estará presente en las fechas de la puesta de largo de la opera prima de DeEstafano por un triple motivo: conocer más aspectos sobre la poliédrica personalidad de Arthur Crew Inman; la propia particularidad que representa la hipergrafía corporizada en uno de sus casos extremos... y John Hurt. No por casualidad, la única persona que tuve claramente en mente a la hora de escribir El enigma Haldane —los otros son puras abstracciones o sumas de diversas personas, fruto de lecturas o conocimientos reales— fue John Hurt para la construcción literaria del genetista, líder de la secta EFESOS, Ephraim Samsteen. Quién sabe si el ya septuagenario actor inglés algún día lo llegará a representar en la gran pantalla. Por empeño no quedará. Entretanto, Hurt se consagrará en breve a uno de esos retos que miden la grandeza de un actor: recrear el último tramo de la vida del sinpar Arthur Crew Inman. Entiendo que después de haberse librado una obra teatral, operística (The Inman Diaries) y sobre todo una cinematográfica, el interés por este curioso personaje crecerá exponencialmente. Su bendición literaria llegaría si E. L. Doctorow se encomendara a crear otra de sus fábulas con trasfondo histórico (estilo la magistral Homer y Langley) resiguiendo el hilo de la vida y milagros de Arthur Crew Inman. Sería, sin duda, toda una enhorabuena para la literatura universal para este primer tramo del tercer milenio.
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