Una misma producción, El silencio de un hombre (1966, Le samurái), incluye en su ficha técnica dos de las personalidades que, al ir conociendo detalles sobre sus respectivos quehaceres profesionales y resiguiendo una serie de datos biográficos, me llamaron o me han llamado poderosamente la atención: el director, productor y guionista Jean-Pierre Melville (1917-1973), y el compositor François de Roubaix (1939-1975). Del primero me ocuparé en un futuro post, posiblemente aprovechando la circunstancia del estreno del remake de El círculo rojo (1970) que prepara Jaume Collet-Serra. Pero de François de Roubaix, cuyo conocimiento de su obra ha sido mucho más cercano en el tiempo, quisiera ocuparme al calor de la edición de un disco compacto que aglutina sus trabajos para films dirigidos por Jean-Claude Roy a cargo del sello Music Box Records (Ver enlace). Amén de dar salida a ese legado musical de Georges Delerue que quedaba agazapado al conocimiento incluso de sus fieles seguidores –entre los que me cuento–, Music Box Records ha tenido la loable iniciativa de (rei)vindicar, en un acto de soberana justicia, a través de la edición de este el tercer CD de la compañía, la figura de François de Roubaix.
Pariente lejano del compositor César Franck, el belga Paul de Roubaix traslaría su campo de acción a esa Francia ocupada durante el nazismo. Su particular resistencia tuvo mucho que ver con la convicción de dar salida a cintas documentales que luego se verían realzadas a modo de testimonios sociológicos de una época de destinos inciertos y penurias por doquier. François de Roubaix fue uno de esos «hijos de la guerra» que crearían su propio imaginario alimentado por el amor al cine que le había inculcado su progenitor Paul. Cortometrajista amateur, volcado en su afición por el Séptimo Arte, todo apuntaba a que François de Roubaix ingresaría en la IDHEC (el Instituto de Cinematografía de París), pero Paul, ya asentado en labores de productor, corregiría su pronóstico inicial, dando carta de naturaleza a su primogénito para que creara la banda sonora de L’or de durance (1960), el cortometraje que estaba filmando Robert Enrico. A diferencia de Georges Delerue, Maurice Jarre y tantos otros de sus compatriotas, François de Roubaix no había pasado por el Conservatorio y, por consiguiente, las dudas se generaban por sí solas sobre su verdadera capacidad de, a partir únicamente de una disciplina de trabajo propia, superar ese reto guiado bajo los estímulos paternos que debían invocar al espíritu de César Franck. Huelga decir que veinticinco bandas sonoras escritas para largometrajes, seis cortometrajes y una docena de trabajos para televisión confeccionados en el espacio de quince años dan la medida de que la intuición de Paul de Roubaix funcionó a pleno rendimiento. Como Krzystof Komeda (1931-1969), otro compositor muerto prematuramente con un ascendente jazzístico a sus espaldas, François de Roubaix hubiera sido, no me cabe duda, una de las figuras de la banda sonora del viejo continente hoy en día más estudiadas del último tercio del siglo XX. De Roubaix estaba creciendo, pero no llegó a explosionar su talento. Razones poderosas para pensarlo nos la ofrece ese legado musical de insondable indefinición en sus formas, que iba emancipándose de un sonido arquetípico de la música francesa para dejarse llevar por un caudal experimental que lo arrojaba a trabajar con multitud de instrumentos, algunos de los cuales privados de participar en el muestrario de las filarmónicas europeas, incluso aquellas más vanguardistas.
Multiinstrumentista, dibujante, cortometrajista, compositor, arreglista, submarinista... François de Roubaix pasó por esta vida como una exhalación para aquellos que apreciaban y estimaban a este autodidacta tot court. Muchas veces tenemos la inclinación a pensar que los verdaderos talentos de la música de cine solo pudieron desarrollarse con plenitud al otro lado del Atlántico o en las Islas Británicas. Quizás François de Roubaix hubiera acabado engullido por la Meca del cine, pero su esencia compositiva responde fundamentalmente a un espacio geográfico pero también emocional. François de Roubaix sigue siendo un auténtico desconocido en el país que delimita al norte con Francia. En cualquier caso, su patria fue la música a la que se dedicó en cuerpo y alma. Bueno es, por tanto, volver sobre este patrimonio de la creatividad que cambió su aspecto del jeunne Yves Montand por el de beatnik abonado a las playas de las islas de Gran Canaria, allá donde se perdería definitivamente su rastro cuando practicaba su deporte favorito, el submarinismo un fatídico 22 de noviembre de 1975. La melodía a dos pianos de El viejo fusil (1975) –su última composición que le valió la distinción del mejor score por parte de sus colegas de la Academia francesa– teñiría de luto la ceremonia de los César celebrada en la primavera del año siguiente. Otra primavera, la de 1939, había alumbrado en Neuilly-sur-Seine, a un enfant terrible llamado François de Roubaix, un autodidacta que se sitúa en ese olimpo donde moran esos genios que murieron prematuramente.
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