Normalmente, un silencio prolongado sobre un determinado mandatario del espectro mundial, cuyo pasado no se haya ligado a la empresa privada, puede llevarnos a dos conclusiones bastante factibles: un retiro que les aleje del mundanal ruido, plegados a ejercicios de lectura, de meditación o de vuelta a algunos de los placeres mundanos que no habían podido saborear en virtud de un compromiso profesional full time; o bien una enfermedad que restringe su acceso exclusivamente a su entorno más íntimo. Pero para unos pocos el diagnóstico de una enfermedad comporta la oportunidad de conectar su causa, su razón de ser con su actividad política-propagandística, con la lucha que deben emprender para combatir el Mal que se ha ido incubando en su organismo. Noticias confusas sobre el estado de salud llegaban, como si se tratara de fuego cruzado, de La Habana , apostando los unos (aquellos que opositan desde el destierro en Miami) por dar crédito a las fuentes del FBI sobre la grave enfermedad que padecía Hugo Chávez Frías mientras que los afines al régimen instaurado por el presidente venezolano contraatacaban con un diagnóstico más benigno una vez sometido a una primera operación quirúrgica en la tierra del dictador Fidel Castro, quien goza de una amistad casi de naturaleza paternofilial con el líder sudamericano La prueba del ocho, según los acólitos de la república bolivariana, el regreso de Hugo Chávez al país que le vio nacer coincidiendo con el cumplimiento del bicentenario de la creación del estado de Venezuela. Conforme a si se tratara de un mandatario que había vivido en el exilio, Hugo Chávez fue recibido en olor de multitud entre sus partidarios al tiempo que una parte de la población venezolana con derecho a voto se rasgaban las vestiduras al no poderse cumplir esa máxima que reza «muerto el dictador, muerta la dictadura».
De Hugo Chávez cabía esperar casi todo, encofrado en esa imagen de «salvador», de «mesías» de la patria, reencarnación de su guía espiritual Simón de Bolívar. Pero difícilmente podíamos asistir a esa «ceremonia de la locura» que se nos muestra a Chávez narrando el día a día de su lánguida decadencia física para luego resurgir, según sus expectativas, cuál Ave Fénix, en el escenario de una Venezuela que le recibiría con honores de patriota tocado por lo «divino». Ese guión, sin embargo, podría tener un final alternativo máxime cuando el cáncer que va minando el sistema inmunológico en razón de la aplicación de sesiones de quimioterapia o radioterapia, no (re)conoce de pedígrís para los que lo padecen. La curación depende de multitud de factores y no siempre un diagnóstico más favorable va alineado con el poder económico que ofrezca la llave capaz de abrir las puertas a los mejores especialistas en oncología. Parece bastante claro que Hugo Chávez desconocía el alcance real de la enfermedad que sufría y su vuelta a Cuba responde a la idea de que queda aún mucho tramo para cantar victoria. Una supuesta victoria enfundada de alto voltaje alegórico. ¿Y si sucede lo contrario? Hugo Chávez podría ser el primer mandatario de un país para el que se retransmitiera su muerte. De no haberse destapado el escándalo de las escuchas telefónicas en el Reino Unido en fechas recientes, me hubiera imaginado al imperio de Rupert Murdoch haciéndose con la exclusiva de los derechos de emisión de ese programa in mortis en que la verborrea de Hugo Chávez no pararía hasta el último aliento. Estamos a unos pocos pasos que las televisiones privadas consigan captar la atención de la audiencia con la filmación de un reality show protagonizado por un enfermo terminal. La idea no es nueva. David Guy Compton perfiló su novela The Continous Katherine Mortenhone (1974) —seis años más tarde llevada al celuloide por Bertrand Tavernier con bastante poca fortuna— sobre la base de un reportero de televisión del programa Death Watch a quien se le ha instalado una cámara en el ojo —Dziga Vertov revisited— para filmar el devenir diario de personas moribundas que cierran el capítulo final de sus vidas con una confesión prácticamente a cámara del sentido último de las mismas. Semejantes víctimas, a diferencia de Chávez, desconocen que están siendo filmadas, violando de esta forma un principio de privacidad que cada dos por tres está siendo dinamitado en la parrilla de espacios infames de la «televisión-vertedero» (por el acumulo de basura que se va sedimentando en las redacciones y en los platós de plataformas privadas con capital italiano pero también proveniente de otras latitudes). Me imagino, al final de la última entrega del espacio emitido en prime time, a mayor gloria de Chávez, la celebración de un funeral atestado de autoridades Sudamericanas y centroamericanas, con una considerable representación de mandatarios europeos y presidiendo la velada un gigantesco cuadro de Simón de Bolívar. Un barrido de la televisión venezolana, no obstante, nos dejaría entrever un trasunto de Hugo Chávez entre la multitud, embutido en una gabardina, y esbozando una picarona sonrisa, al más puro estilo del irreverente cómico Andy Kaufman (Jim Carrey) afectado de cáncer terminal, en el epílogo de The Man on the Moon (1999). Como en el film previo protagonizado por el canadiense Carrey, Chávez había interpretado su particular vida en directo… la del Show de Hugo Chávez Frías, que dejaría en mantillas los shares de audiencia de los populares culebrones venezolanos en horarios de sobremesa.
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