Desconozco con exactitud a partir de que momento la música de Patrick John Scott (1930, Bristol) caló en mi ánimo, pero presumiblemente fue a raíz de escuchar la banda sonora de The Shooting Party / la cacería (1984). Al contrastarla con los imágenes y los diálogos del film dirigido por Alan Bridges me di cuenta hasta qué extremo el virtuosismo de Scott hacía posible que una producción tendente a lo mediocre se elevara merced a una partitura soberbia, descriptiva, emotiva, evocadora...
A partir de entonces, leer en los créditos su nombre y apellido en producciones que, a priori, no invitaban precisamente al entusiasmo se convirtió para un servidor en un saludable ejercicio de cómo la música debe servir/integrarse a las imágenes siempre bajo el prisma de un sinfonismo que abunda en mi particular teoría de lo lesivo que suelen ser la aplicación de los sintetizadores como fondo sonoro de producciones con enmienda a franquear las barreras del paso del tiempo y, por consiguiente ser susceptibles de valorarse como clásicos. Tomemos, por ejemplo, la década de los ochenta, evaluando aquellos films que han caído en la picota, entre otras cuestiones, por creaciones al sintetizador que debían suponer un importante ahorro en el capítulo presupuestario pero que, a la postre, creaban un efecto de distorsión para con las imágenes que hoy en día nos hacen recelar sobre los logros, en un cómputo global, de los films en cuestión. Hace poco tuve ocasión de ver por primera vez la magnífica F/X Efectos mortales (1986) y su continuación, F/X 2 Ilusiones mortales (1991). Amén de la calidad de uno u otro guión, si se prefiere de una forma subliminal la partitura sinfónica de Bill Conti se revelaría todo un acierto al servicio de un thriller que combina elementos de comedia y de terror con propensión al grand guignol. Por su parte, F/X 2, además de un guión despojado de la imaginería del primero, adolece de una composición consistente, en la medida que los teclados invaden casi por completo cada uno de los rincones de la partitura escrita por Lalo Schifrin, ofreciendo un tono monocorde, exento de matices en su conjunto. A diferencia de Schifrin, pero también de Jerry Goldsmith (piensen en la peor cosecha del maestro californiano y acertarán en dar con el denominador común en forma de sintetizadores: Hoosiers, más que ídolos, Traición sin límites, Exploradores, etc.), John Williams o Maurice Jarre, entre otros muchos, John Scott se ha mantenido fiel a un sinfonismo que ha repercutido en la práctica totalidad de sus scores.
Desde hace tiempo una de las justificaciones del porqué Jerry Goldsmith tan sólo se le retribuiría con un Oscar —por La profecía (1976)— cuando poseía una de las filmografías más extensas, creativas y variadas de todos los tiempos, se debía a que las grabaciones de sus discos los hacía fuera del territorio estadounidense, valiéndose sobre todo de orquestas europeas. Ya se sabe que el corporativismo cuenta a la hora de pronunciarse a favor de una u otra candidatura. Siempre he puesto un tanto en entredicho esta valoración, si bien no niego que algo de verdad anide en este razonamiento. Pero lo que no me cabe duda es que John Scott, quien cumple el 1 de noviembre de 2010 su ochenta aniversario, no ha sido considerado en su justa medida porque sencillamente el que hubiera podido ser su tránsito hacia un prestigio que le hiciera más visible cara a los aficionados al cine en general, tomó la determinación de consagrarse al sinfonismo, orillando (salvo puntuales incursiones) cualquier tentativa de plegarse a las modas imperantes en los últimos decenios del siglo XX.
En feliz iniciativa del emergente sello La-La Land Records la reciente publicación —por primera vez en CD— de Greystoke, la leyenda de Tarzán, rey de los monos (1984) ha supuesto reencontrarme con el gran John Scott, en su aplicación de una banda sonora que nos muestra la inifinidad de matices dispuesta por una orquesta frente al tono plano, por citar otro film dirigido por Hugh Hudson, exhibido por Carros de fuego (1981), en cuya revisión pesa como una losa su apartado musical por muy impactante —cortesía de Vangelis— que había sido en la época de su estreno. Otra muesca más, la de Greystoke, que añadir a ese telar recubierto de piedras preciosas que conforman la obra de John Scott, generalmente díficiles de encontrar por cuánto su sello JOS Records —en el que asimismo se halla su serie de grabaciones para la espléndida serie documental de Jacques Costeau— aún no se ha dedicado en cuerpo y alma a remasterizar y reponer los stocks de su larga serie de piezas de enjundia. Si alguien que lea estas líneas con una voluntad de abrir nuevos frentes de conocimiento —el principal propósito de Haldane, dicho sea de paso; los juegos de vanidad, autocomplacencia y reafirmación personal se practican en otros foros— excuso decir que John Scott es una apuesta segura, máxime cuando puedo afirmar sin rubor que no conozco una sola mala banda sonora del compositor inglés, quien velaría sus primeras armas profesionales como frontman de un quinteto de jazz, y tocaría el saxo para el score de Goldfinger (1962) para su coetáneo y tocayo Barry. Pero, puestos a escoger, me quedaria con Marco Antonio y Cleopatra / Antony and Cleopatra (1972) —una obra maestra de ominosa y calculada intensidad concebida en tiempo récord (una suite de la misma se puede escuchar en el ipod situado al margen izquierdo del blog)—, Yor, el cazador que vino del espacio (1982) —una muestra de antropología musical con las hechuras propias de Leonard Rosenmann—, la televisiva Mountbatten. The Last Viceroy (1985), Bala blindada (1987), William the Conqueror (1991), la serie Costeau y, por descontado, La cacería, una película que debería ser de obligado cumplimiento proyectar en las escuelas destinadas a formar compositores en disposición de trabajar para el medio. La música de John Scott siempre me ha mantenido firme en la creencia que el sinfonismo es el camino más corto para que un buen film lleve implícito un pasaporte intemporal. Lástima que sean una pequeña proporción en una filmografía trufada de naderías, productos de derribo para la pequeña pantalla o el celuloide, cuyo único reclamo a día de hoy sigue siendo para mí la presencia en los créditos de este maestro de la composición, que de haber afinado más en sus elecciones, estaría por derecho propio entre mi top ten de compositores para cine predilectos. Feliz 80 aniversario, Mr. Scott.
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