Cuando escuchas y/o ves desfilar por las emisoras radiofónicas o los programas televisivos a una retahíla de directores haciendo alarde de sus (supuestas) virtudes que luego brillan por su ausencia al acercarse a las salas cinematográficas, me suelo encomendar, por contraste, a la modestia que destilan personalidades que tan sólo por un par de sus producciones computaría para situarlos por derecho propio en la historia del Séptimo Arte contemporáneo. La muerte de Arthur Penn (1922-2010), acaecida un día después de haber cumplido su 88 aniversario —el 27 de septiembre—, me ha movido a rememorar aquella jornada en que conocí a este distinguido ciudadano nacido en Filadelfia. Fue un día intenso en que Arthur Penn y un servidor coincidimos en varias ocasiones, hablamos y sobre todo escuché al hombre, al ser humano que trasciende la figura de director, de metteur en scène. El homenaje que le tributaba la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya devino un acto de justicia para alguien que había contribuido a dinamitar las vetustas estructuras de un cine, el norteamericano, anclado en preceptos que empezaban a quedar obsoletos en el contexto de una sociedad en constante transformación.
Arthur Penn y un servidor, Christian Aguilera |
Siempre es plato de buen gusto escuchar en voz propia de sus directores anécdotas de rodajes de producciones que luego, por un efecto «mágico», se convierten en piezas del museo del celuloide, clásicos intemporales. Pero todas estas consideraciones quedarían eclipsadas en mi recuerdo frente a aquella mirada de dolor, compungida, de punción interior que se adivinaba en su rostro cuando le razoné sobre esa constante de su cine en que la figura paterna se revela en un substituto del progenitor biológico. Al hilo de esta argumentación, Arthur Penn trazó unas pinceladas sobre esa vida de escolar marcada por un padre al que evaluaba como un extraño cuando se reecontró con él después de una larga ausencia. Lejos de hacer de esas carencias afectivas una argumento de peso para ir moldeando una personalidad conflictiva en su modo de actuar, Arthur Penn creció con el convencimiento que el impregnarse del conocimiento de otras personas le ayudaría a desarrollarse como un ser cultivado, un hombre de mente abierta, en cierto sentido un librepensador, y un conspícuo luchador por los derechos civiles e individuales en una época en los Estados Unidos, que no hacía demasiado, como diría su compañero de la «Generación de la televisión», Sidney Lumet, la «caza de brujas» se había formulado como lo más parecido o cercano al fascismo. Un fascismo, circunscrito en el viejo continente, que generaría unas dinámicas prestas a dar cancha a un conflicto bélico extendiéndose cuál mancha de aceite y que desembocaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos que, como Penn o Lumet —judíos de condición— tuvieron conocimiento de la barbarie que se libraba en Europa durante esos años y que, en muchos aspectos, vieron extirpada gran parte de esa inocencia depositaria de la adolescencia y de la juventud de cada uno de nosotros, crecerían con el pálpito de una conciencia social que jamás les abandonaría. En el caso de Arthur Penn, esta conciencia vino reforzada merced a su paso por la Black Mountain —a la que me había referido en un anterior post—, espacio sito en las cercanías de Ashville, Carolina del Norte, donde se concitaban arquitectos, bailraines, pintores, cineastas, escritores... Merce Cunningham, Elaine y Willem de Kooning, Robert de Niro Sr. , James Leo Herlihy... y el propio Penn, entre otros, que luego descollaron, cada uno por separado, en distintas disciplinas artísticas y/o profesionales, habían pasado por ese Black Mountain que despertaría en mi fuero interno, al calor del relato en primera persona del director de El milagro de Ana Sullivan (1962), un pensamiento que ya nunca me ha abandonado. He soñado ese mundo en que la luz cegadora de un sol de poniente invita a buscar una sombra compartida con alguien que te habla sobre arquitectura y del porqué John Lloyd Wight ideó la forma de un determinado edificio; o aquella tarde en que al abrise un arco iris tras una mañana lluviosa un pintor se te acerca y te susurra casi al oido el ascendente que crearía Edward Hopper sobre una generación de cineastas norteamericanos... En esos sueños siempre reconozco a ese ser llamado Arthur Penn, que te lleva de la mano con su sapiencia por los senderos de un mundo que no parece haberse forjado al dictado del pensamiento único, aquel que da pábulo a la confección en cadena de mentes durmientes, incapaces de razonar por sí mismos. Profesor del Actors Studio, kennedista declarado (colaboró en diversas ocasiones con John Fitzgerald Kennedy), director de poco más de una docena de producciones cinematograficas —entre las que destacan, a mi juicio, Bonnie y Clyde (1967), La noche se mueve (1976) y Georgia (1981)—, prolífico realizador para la pequeña pantalla en sus años de formación... y por encima de todo, un ser humano que escaló la Black Mountain, se situaría en su cima y desde allí otearía el mundo con las hechuras propias de un espíritu jovial, adoctrinado en el arte de pensar por sí solo y desprendiéndose de cualquier ropaje en forma de altanería, soberbia y vanidad mórbida. Gracias, Arthur, por haber tenido noticias del hombre. No olvidaré jamás aquella master class sobre la vida de alguien que buscó cobijo en la formación humanista e intelectual como antídoto a esos vaivenes que acompañan nuestras existencias casi al poco de correr las cortinas que irradian de luz nuestras estancias personales y familiares. Descansa en paz, pequeño gran hombre.I'll Never forget you.
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