Por muy variadas razones algunos realizadores arrastran consigo la misma muletilla que adopta categoría de nombre o apellido compuesto cuando se refieren a ellos. Uno de los recursos más trillados es el de «adaptador de novelas». Bien lo supo John Huston, quien además de «cineasta de los perdedores» se le echaba en cara poco más o menos que adaptara el Moby Dick de Herman Melville, Bajo el volcán de Malcolm Lowry e incluso... La Biblia, en un proyecto que quedaría abortado casi desde el principio de lo que debía ser «la historia más grande jamás contada» con el concurso de cineastas del calibre de Federico Fellini. Por el contrario, otros como Nicolas Roeg (1928, Londres) apenas se le percibe en calidad de adaptador de novelas o relatos cuando, en realidad, mantiene una proporción pareja a la de Huston. Una explicación plausible del porqué Roeg ha escapado a esta etiqueta se deba a que la mayoría de los textos que llevaría a la gran pantalla han tenido una difusión limitada, al menos por estos pagos, e incluso gozando algunos de sus autores de cierta reputación relatos del estilo de Don’t Look Now han quedado ajenos al mundo editorial en lengua castellana. Sin duda, la mayor motivación que me ha conducido a escribir un artículo sobre Nicolas Roeg ligado al fantástico se deba a la modélica adaptación de Don’t Look Now, breve relato escrito por Daphne du Maurier, otra de esas voces literarias femeninas que siguieron la estela de las hermanas Brontë, Mary W. Shelley, Jane Austen y compañía. Venecia ha sido fuente de inspiración de un rosario de escritores, pero no siempre su plasmación en imágenes ha tenido la virtud de elevarse a los altares de la inmortalidad cinematográfica —Las alas de la paloma (1997), a partir del relato de Henry James, o por mucho que se admire a Luchino Visconti su Muerte en Venecia (1970) ha visto como el paso del tiempo ha erosionado este tratado sobre la decadencia humana merced a un ritmo en exceso parsimonioso, y en el uso y abuso del teleobjetivo, entre otras consideraciones— y en otras han quedado en stand by proyectos que, a buen seguro, hubieran merecido verse en pantalla —pienso en Al otro lado del río y entre los árboles de Ernest Hemingway, que estuvieron tentados de rodar, entre otros, Robert Altman y John Frankenheimer—. Casi cuarenta años después de su realización, Amenaza en la sombra —el título de estreno en nuestro país del original Don’t Look Now— sigue pareciéndome la mejor de las traslaciones al celuloide de cuantas obras literarias se ubican en la Ciudad de las Góndolas, dando la vuelta a esa imagen de postal veneciana para conferir un relato subyugante, hipnótico que se ajustaba plenamente a las motivaciones artísticas de Nicolas Roeg, un cineasta que siempre ha tratado de orillar los convencionalismos. En este todo armónico que aún hoy en día sigue pareciéndome Amenaza en la sombra evidentementemente juega un papel preponderante mi admiración por Julie Christie —cuando la capacidad selectiva se viste de actriz: el repaso a su filmografía, en líneas generales, es un canto al buen gusto y a un refinado olfato— y esa envolvente partitura a cargo de Pino Donaggio, que marcaría la pauta para venideras colaboraciones con Brian De Palma, cineasta que se estudiaría al milímetro el armazón dramático, visual y auditivo del que está constituido el tercer largometraje de su colega británico. Ese óptimo entente entre compositor-director exhibido a propósito de Don’t Look Now no debería sorprender si atendemos a ese modélico score confeccionado por John Barry —entre mis favoritos— para Walkabout / Más allá de... (1971), la aventura de Nicolas Roeg por los confines de Australia, territorio donde la carrera del londinense intuyo se hubiera desarrollado sin dificultades: son amigos de la heterodoxia, y las rarezas son platos que se cocinan con asiduidad en las antípodas. Tangencialmente vinculada al fantástico, Más allá de... queda fuera de cobertura su análisis en este estudio, cediendo el protagonismo, al margen de Amenaza en la sombra, a The Man Who Fell to Earth (1976) —ejercicio iconoclasta que toma nuevamente un texto literario de partida, el creado por Walter Tevis, personaje de lo más curioso que hizo de la sordidez de las salas de billar categoría en El buscavidas y su continuación, El color del dinero— ; La maldición de la brujas (1990) —las caracterizaciones cortesía de Henson Producciones para esta adaptación del relato corto de Roald Dahl salvaría los muebles de una empresa que hubiera podido llevar la rúbrica de Chris Columbus sin que nadie lo notara— y Puffball (2007), producto directed to DVD que encuentra entre sus argumentos que justifiquen su visionado completo (algo que no puedo decir lo mismo de Contratiempo, Track 29 o Eureka, con el denominador común ante las cámaras de Theresa Russell, a la sazón esposa del director) la presencia de Rita Tushingham, icono del free cinema merced a su papel en Un sabor a miel (1961). Un tiempo, el del florecimiento de los angry young men («los jóvenes airados»), que tuvo al responsable tras las cámaras de Performance (1970) ocupado en tareas de operador, no para vanalidades si no para fogearse antes de dar el salto a la condición de operador jefe al servicio de auténticos tesoros que desfilan ante nuestros ojos con la viveza de los colores que supo imprimir, por ejemplo, en La máscara de la muerte roja (1964), Fahrenheit 451 (1966) o Lejos del mundanal ruido (1967). Más tarde, Roeg transferiría semejantes enseñanzas al director de fotografía Anthony Richmond para abordar los aspectos plásticos de la que valoro como su masterpiece, en forma de amenaza en las sombra que acontece por las sinuosas calles de Venecia, a falta de lo que nos pueda deparar el viaje en ese Tren nocturno —inspirado en el original literario de Martin Amis— con parada, esperemos, en las carteleras en 2011.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
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