Rebasando con amplitud el centenar de libros
publicados hasta la fecha, en el sello Impedimenta ingresa en su esplendoroso
catálogo una obra que responde a una curiosa categoría, el de una biografía
novelada en que el propio autor ejerce de «segunda» voz en el
relato. Así pues, David Lodge (n. 1935) dio carta de naturaleza a principios de
esta década que toca a su fin a una obra que, al correr de las primeras páginas,
nos resulta harto difícil entender que el propósito del autor, al parecer, no
había encontrado obstáculo alguno para merecer alguna acción judicial, o cuanto
menos, el reproche de los herederos de H. G. Wells (1866-1946), «desnudando» al que
presumible había sido uno de los novelistas y ensayistas más preminentes de su
época. Bien es cierto que David Lodge, en aras a cubrirse las espaldas a
efectos legales, omite el nombre del afamado literato en el título original —A Man of Parts—, traducido para la
ocasión para su edición en castellano como Un
hombre con atributos, «en oposición» a una de las obras referenciales de la literatura germana del siglo XX, Un hombre sin atributos de Robert Musil. Con todo, la perplejidad
ha sido un aliado indisociable a mi
pensamiento a medida que he ido robando horas al sueño para cumplimentar la
lectura al completo de Un hombre con
atributos, un título huelga decir cargado de ironía si atendemos a la
agitada vida sexual de H. G. Wells —prácticamente nadie lo llamaba por sus
nombres de pila, Herbert y George— con invitación expresa al adulterio, una
cuestión no menor a juzgar del progresivo alejamiento de la Sociedad Fabiana,
una influencia en la sombra del socialismo en las Islas Británicas. De los entresijos
de la misma se ocupa de manera especial esta voluminosa obra que arranca con
una vida, la del septuagenario Wells que está a punto de irse por el desagüe, a causa de la enfermedad que se
le ha diagnosticado. Al calor de la lectura del primer bloque de páginas de Un hombre con atributos me sobrevino una
de las imágenes icónicas de Ciudadano
Kane (1941), aquella en que Charles Foster Kane (Orson Welles) en su lecho
de muerte acierta a susurrar ya moribundo una palabra —«Rosebud»— que le
conectaba con un episodio clave de su infancia. Sabiéndose en el frontispicio
de la muerte, para quien había llegado a convertirse en un autor de una inmensa
popularidad y que se ganó con creces la etiqueta de visionario fundamentalmente
por sus novelas finiseculares acomodadas a un conocimiento sobre diversas
materias científicas (se licenció en zoología con excelente calificaciones) —La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897), y La guerra de los mundos (1898), de la
que el propio Orson Welles hizo una adaptación radiofónica de un fuerte impacto
a nivel social—, cabía, pues, colocar el retrovisor del pasado, llevando a cabo
su sombra Lodge un retrato evaluado en
partes —a juego con el enunciado del
título original—. En el refugio de sus pensamientos nocturnos Wells encuentra
un interlocutor ficticio que le interroga sobre un sinfín de cuestiones,
colocando un especial énfasis a una actividad sexual que precisó de distintas
amantes al margen de sus matrimonios con Isabel Mary —en esos años de penurias
económicas y de una salud maltrecha que le llevó a una hiperactividad literaria
sabiéndose que su final se aventuraba próximo— y Amy Catherine, el más longevo
de ambos, pero sembrado de disputas en el ámbito conyugal en razón de una de
las características más volubles de su personalidad, aquellos que le
incapacitaban para reprimir sus impulsos sexuales sobre todo ante jóvenes a las
que le podía doblar la edad.
Días después de concluir la lectura de Un hombre con atributos sigue
persistiendo en mi fuero interno el sentimiento de perplejidad sin menoscabo a
reconocer que Lodge se revela un escritor first
class, en que su afinidad por Wells presumiblemente venga derivada —al margen
de compartir profesión— por unos principios erradicados en el socialismo del
que el autor de Kipps fue un defensor
a ultranza, y el saberse un firme combatiente de una élite académica —perfectamente
reconocible en alguno de los notables de la Sociedad Fabiana— que mostró cierto
desdén en relación a obras que abrigaban una necesidad de salirse de un cierto
encasillamiento conforme a artífice de novelas de fantaciencia o
ciencia-ficción, un género que, en cierta medida, había contribuido a crear.
Cabe asomarse al contenido de la «Trilogía del campus» —conformada
por Intercambios (1974), El mundo es un pañuelo (1984) y Buen trabajo (1988)— para darse cuenta
que Lodge camina en una similar dirección a la trazada por H. G. Wells en su
particular mirada sobre esas élites académicas a las lanza no pocos dardos, por
ejemplo, cuando el entrevistador imaginario interpela al taimado literato, a
propósito del futuro de Amber Reeves tras su cumplimentar su ciclo académico,
quebrándose las expectativas que se habían depositado en ella, entre otras
consideraciones, por su relación extramatrimonial. Wells le rebate arguyendo: Sé que
eso es lo que decían en Cambridge, y probablemente seguirían diciéndolo, pero
en Cambridge siempre piensan que son el centro del mundo intelectual. Y no es
así». En ese dardo lanzado a toda una institución académica de las
Islas Británicas se reconoce el talante combativo de H. G. Wells, al que este
volumen primorosamente escrito muestra la otra cara de su luna literaria,
aquella dispuesta a filtrar o sugerir la idea que sus obras mayores se
localizan fuera del foco de la popularidad, como se deduce de las intermitentes
referencias a Tono-Bungay (1909) –una
de sus piezas maestras, llamadas a la reivindicación—, Kipps (1905) —que lo acercaron al universo literario de
Charles Dickens— o retratos de lo femenino como Mr. Polly (1910) o Ana
Verónica (1909), sendas piezas literarias que prefiguraban una noción de
liberación sexual en los albores del siglo XX.
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