domingo, 14 de abril de 2019

UNA «MONTAÑA RUSA» MUSICAL EN L’H: A PROPÓSITO DE THE NEAL MORSE BAND Y SU THE GREAT ADVENTURE TOUR

13 de abril de 2019. En la tarde de un sábado de primavera el cielo se mantuvo sereno con una ligera brisa mientras recorría andando los quinientos metros que separaba la vivienda de mis padres de la sala de concierto Salamandra de L’Hospitalet de Llobregat. Acompasado a mi paso ligero (trato de corregirme en el ejercicio de la puntualidad), una furgoneta ralentizaba su velocidad habitual por vías urbanas debido a que iba colocando conos con la intención de perimetrar una zona en relación a algún acto popular a celebrar en las inminentes horas. Al fijar mi mirada sobre el suelo firme la mente de un servidor viajó a ese pasado lejano en que el firme lo ocupaba el carrilet, el tren a cuyo paso se levantaba un muro de ladrillo de más de dos metros y medio de altura. Una altura insalvable para aquellos niños camino de la adolescencia que íbamos a la escuela durante los denominados «años del plomo». Ha transcurrido una eternidad desde entonces y en la primavera del año que el siglo XXI ha superado por unos meses la mayoría de edad, observo cómo se baja una formación llamada The Neal Morse Band a la altura del edificio en que luce el rótulo «Sala Salamandra» de ese carrilet trazado a lápiz en mi imaginación. En los prolegómenos del concierto que iba a tener lugar en la emblemática sala de L’H me perdía en aquellos gratos momentos en que la sala Razmatazz había acogido en 2013 el concierto de Transatlantic, una de las diversas «identidades» musicales en las que ha tenido como denominador común al californiano Neal Morse, cuya carrera profesional arranca precisamente cuando el contador de los ochenta se colocaba a cero para dar inicio a una década repleta de acontecimientos de cariz social, político, económico y cultural, culminando la misma con la caída de otro muro, este de proporciones bíblicas, como el de Berlín. En ese periodo de tiempo Neal Morse cultivó el gusto por el neo rock progresivo, dejando patente, al cabo, que su formación de multiinstrumental dotado de una portentosa voz, le serviría para construir un proyecto musical, el de Spock’s Beard, que dejaría una serie de gemas en forma de discos de estudio, en coalición con uno de sus hermanos, Alan Morse. Pero su galopante inquietud creativa le ha llevado por distintos derroteros, y con la necesidad vital que, cumplidos los cincuenta y tres años, una banda llevara acoplado su nombre, el de todo un referente del neo prog. Tres discos de estudio han bastado para consolidar un proyecto musical, el de Neal Morse Band, que deja al descubierto en sus directos la voluntad que el espectador se suba a una suerte de montaña rusa musical, en que el epic rock de temas como Welcome to the World un himno de rutilante rocosidad instrumental que, a buen seguro acompañará a cada uno de los conciertos de NMB en los años venideros— actúan de high points en una secuencia formada por una treintena de canciones, la mayor parte pertenecientes al doble disco conceptual que da nombre a la gira. Una gran aventura musical en que Morse se transmuta de bufón del reino al estilo Peter Gabriel en la Edad Dorada de Genesis en el tema “Vanity Fair”, ataviado de un sombrero de copa alta y el traje propio de un arlequín. Teniéndolo a escasos metros de mi privilegiada visión en las primeras filas, guardando la espalda de mi querida Esther Solías, reparé en el detalle de las rodilleras que, a buen seguro, llevaba por debajo de un pantalón de mil jirones supercasual, merced a su tendencia al ejercicio de la genuflexión. Sin llegar a las cotas de emotividad que había alcanzado en su actuación en la sala Razzmatazz al frente de una superbanda, bañado en lágrimas al elevar su súplica en forma de canción, Neal Morse volvió a hacer acopio de una entrega absoluta sobre los escenarios, sin menoscabo a algún interludio humorístico cuando uno de los técnicos de la casa se convirtió durante unos minutos en el quinto miembro de Neal Morse Band. En un parón obligado por las circunstancias –a cuenta del defectuoso funcionamiento del teclado que manejaba Morse— a esas notas de humor se sumó el guitarra Eric Gillette, el más joven del grupo dotado de un proverbial virtuosismo y una voz que se complementa a la perfección con la del ex líder de Spoke’s Beard. Asimismo hizo lo propio el bajista Randy George una de las piezas recurrentes en el tablejo musical de la singladura profesional de Morse, cuya apariencia podría cuadrar con la imagen estereotipada de un villano de Piratas del Mar Caribe, pero en las distancias cortas exhibe el afecto propio de quién se sabe un privilegiado de formar parte de la Historia de una banda que dirigirá el rumbo a cotas si cabe aún más ambiciosas, preñadas de aciertos en una arquitectura musical de polivalencia estilística, ora afincada en el metal rock, ora deudora de la herencia del rock sinfónico, ora deslizándose por la pendiente del blues… Composiciones, en todo caso, vitaminadas con la participación en esa segunda línea por el teclista Bill Hubauer con esa gorra calada que juega al despiste; sin la misma lo podríamos reconocer conforme a un miembro de una filarmónica— y por uno de los íntimos amigos de Neal Morse, el star drummer Mike Portnoy, quien me sigue deleitando con el manejo de las baquetas, al tiempo que participa en esa ecuación vocal a cuatro, algo muy caro de escuchar y sentir en una formación de rock. Un placer celestial para los oídos ubicado en el tramo final de un concierto que sobrepasó las dos horas y medias de concierto. Mientras las aproximadamente seiscientas personas que acudimos a la primera cita de NMB en el estado español con su gira de The Great Adventure íbamos desfilando a cuenta gotas hacia la puerta de salida a algunos de nosotros aún nos aguardaba una espera de más de una hora. Sobrepasada la medianoche, reparé en el rostro de Neal Morse, quien parecía adoptar el traje de un profesor universitario que camina con cierto desasosiego por los pasillos que dan acceso al aula donde da clase. Más allá de esta ironía, Neal Morse, arropado de una formación extraordinariamente bien engrasada, volvió a impartir su particular magisterio, armado de su fender stratocaster, de su guitarra de doce cuerdas, de su teclado (para la ocasión observándolo con un indisimulado recelo en algunos instantes) y de una voz que nos eleva a los altares de un rock trenzado de sentimientos que ganan a la espiritualidad y a un humanismo larvado en el fuero interno de este gentil hombre que se acerca a la sesentena con una animosidad y un dominio de la escena que para sí quisieran muchos de sus colegas de generación y de su precedente elevados a la categoría de celebrities.

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