Después de haber pasado por una
etapa en que los estrenos de sus películas se contabilizaban por fracasos,
Robert Altman experimentó un repunte en su carrera cinematográfica merced a El juego de Hollywood (1992) y Vidas cruzadas (1993). Con el paso de
los años esta última, una adaptación sui generis de una serie de relatos breves
escritos por Raymond Carver, se ha convertido en una producción enormemente
influyente por lo que concierne a su estructura narrativa, sobre la base de
diversas historias urbanas que van entrelazándose, configurando una especie de guía emocional de individuos, en una
elevada proporción, que van a la deriva, sin rumbo fijo. A punto de atravesar
el umbral del nuevo milenio, Paul Thomas Anderson recogió, en parte, la
herencia de su admirado Altman, para dar carta de naturaleza a otro shortcuts, la superlativa Magnolia (1999). Steven Soderbergh (Traffic), Alejandro González Iñárritu (28 gramos ),
Paul Haggis (Crash) y otros directores
siguieron los postulados de ese tratamiento coral que hizo fortuna en 1993 en
las carteleras de medio mundo.
Bien entrado el siglo XXI, una vez
consolidada la apreciación, cuando no certidumbre, que asistimos a una nueva «Edad de Oro de la Televisión » por lo que atañe a las series emitidas
por la pequeña pantalla, la segunda temporada de True Detective (2015) sigue las coordenadas del planteamiento narrativo
que hizo fortuna en Vidas cruzadas,
aunque con anterioridad Altman ya había dado muestras de sentirse especialmente
cómodo en este tipo de historias corales, eso sí, más focalizadas en un ámbito
familiar y/o en grupos cerrados. Bajo estas señas, Nick Pizziolato, el show runner de True Detective, se desmarcó de la fórmula empleada para la primera
temporada, la del relato en flashback
de dos policías (encarnados por Matthew McDonaughey y Woody Harrelson) sobre la
investigación llevada a cabo de una serie de crímenes que habían quedado sin
revolver. Esa fórmula utilizada por Pizziolato permitía ahondar en la psique de
unos personajes desnortados en sus respectivas existencias que tienen en su
trabajo una tabla de salvación con la que capear el temporal emocional derivado
de problemas que comprometen a sus entornos familiares, ya sea en tiempo pretérito
o presente. En cambio, para la second season,
Pizziolato empieza a construir un relato que se va ramificando en progresión
aritmética hasta mostrar un árbol cuyas
raíces se van pudriendo en un subsuelo donde anida la corrupción en torno a Vinci,
una ciudad imaginaria, pero que parece hermana gemela de una real, Vernon,
situada en idéntico estado, el de California. Los intereses espúreos de políticos,
empresarios y policías locales en relación a la construcción de un tren de alta
velocidad que conecte el sur con el norte de un estado con dimensiones propias
de un país resulta el motor que dinamiza
el relato, arrojando un balance de numerosos muertos y/o desaparecidos, además
de una cuoto de extorsiones y otros actos punitivos que traen en jaque a las
autoridades locales. Cierto que esa música
ya nos suena, nos resulta próxima al calor de haber asistido al visionado, por
ejemplo, de Chinatown (1974) y su
continuación, Two Jackes
(1990), o L. A. Confidential (1997). Pero,
merced a esta nueva realidad
televisiva que asistimos de un tiempo a esta parte, para la segunda temporada
de True Detective nos enfrentamos a
un relato de unas ocho horas de duración, presumiblemente demasiado enrevesado debido
a la multitud de subtramas que acaban concurriendo en esta propuesta de la
cadena HBO. Al llegar a la altura del quinto episodio Other Lives («Otras vidas»), empezamos a despejar algunas incógnitas
que se revelan claves para entender el fundamento de determinadas acciones o
inacciones. Un episodio situado en el ecuador de la segunda temporada que
demuestra el buen pulso narrativo de su director John Crowley, en estado de
gracia ese 2015 al haber filmado el estupendo largometraje Brooklyn, que presentó sus credenciales de cara a las nominaciones
al Oscar en diversos apartados. Presumiblemente, la presencia de Crowley podría
haber sido una sugerencia del propio Colin Farrell, quien ya había trabajado
con su compatriota irlandés en InterMission (2003).
Sin duda, para un servidor de esta segunda temporada de True Detective conservaré las imágenes impactantes de las escenas
en que representantes de la alta sociedad californiana se encomiendan a esas
otras vidas, llenas de lujuria, de private pleasures, a costa de chicas
convenientemente dopadas para mostrarse sumisas y receptivas a todo tipo de
excesos sexuales. La agente Ani Bezzerides (soberbia Rachel McAdams) “interactúa”
en ese escenario que parece cruzar la mirada con Eyes wide shut (1999) y adquirir un sesgo polanskiano cuando Crowley emplea la cámara subjetiva para ser los “ojos”
de la policía infiltrada, expuesta a un peligro real. Guardándole las espaldas
se encuentra el detective Ray Velcoro (Farrell) y el oficial Paul Woodrugh (Taylor
Kitsch), quienes penetran en la boca del lobo, esto es, una mansión convertido
en una auténtica bacanal para uso y disfrute de una clase bienestantes que se
sabe intocable frente a cualquier tipo de investigación de carácter fiscal,
administrativo y judicial. En el trasfondo de este relato turbio de corrupción
política, administrativa, pero también moral, opera, cuál doctor Mabuse, Frank
Semyon (Vince Vaughn), un siniestro personaje que busca su retiro dorado una
vez completada su particular misión. La misma está a punto de concretarse en el
episodio final, Omega Station (Estación Omega), título que hace
referencia a una joya arquitectónica que hubiera hecho las delicias de Brian De
Palma como escenario para alguna de sus películas. No por casualidad, el
postrer episodio de la segunda temporada de True
Detective cuenta con la dirección de Crowley, demostrando una capacidad
narrativa de la que adolecen, a mi juicio, los seis episodios restantes.
Incluso Crowley se permite un cierto toque “autoral” en sendos episodios con la
inserción de escenas en las que aparece cantando una joven en un local nocturno
con una voz y una cadencia musical que recuerda a Aimée Mann, y que asimismo
nos retrotrae a la imagen de Annie Ross en un night club en esa pieza
referencial llamada Vidas cruzadas que
ha traspasado las barreras del ámbito cinematográfico para situarse en las entrañas de historias diseñadas para el
formato televisivo.
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