Mi interés por el cine de
Steven Soderbergh no nace con la proyección de su opera prima Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989)
sino que llega bastantes años más tarde, a caballo entre el siglo XX y el XXI.
A partir de entonces, de una manera más o menos regular traté de seguir su
trayectoria fílmica, amén de recuperar títulos pertenecientes a la centuria
como Schizopolis (1996) —un auténtico one
man show con Soderbergh ejerciendo de actor (sic) en una especie de home movie con aspiraciones de estreno
comercial—, que pude ver dentro de la sección
Seven Chances en el marco del Festival Internacional de Cine Fantástico de
Sitges. Una vez acumulada una veintena de largometrajes tras las cámaras, su
actividad cinematográfica se detuvo en seco, asqueado del trato que le
dispensaba una Industria formada por ejecutivos que manejan un negocio
prescindiendo de la consideración que se encuentran, además, frente a un fenómeno
artístico. Al mismo tiempo que anunciaba una salida del medio cinematográfico
sin concretar la posibilidad de un regreso al medio o largo plazo, Soderbegh
dejaba caer la posibilidad que siguiera ligado a la realización pero en el ámbito
de la televisión, a donde habían ido a parar colegas “rebotados” con los
estudios que seguían poniendo en práctica esa vieja expresión que razona «vales lo que vale tu última película». La tvmovie
Behind the Candelabra (2013) —a mayor gloria de Liberace, famoso
cantante homosexual que adopta las facciones de
Michael Douglas, recién salido de un complicado trance en lo personal— sirvió de
antesala de la nueva etapa emprendida por Soderbergh, en razón de su
participación en el proyecto The Knick que
trató de mantenerse en secreto. Así pues, Soderbergh pareció decidido a no
dejar ningún cabo suelto, asegurándose que la serie en cuestión le situaba en
la dirección correcta después de un viraje profesional al cumplir el medio
siglo de existencia que llamó a la incredulidad dentro del negocio cinematográfico
pero asimismo de aquellos dispuestos a admitir, como un servidor, que hasta
entonces su verdadero talento tan solo se había mostrado a cuentagotas. Cuál
sombra, la capacidad de experimentación había perseguido a Soderbergh, incluso
dentro de aquellas producciones con arrestos de mainstream, esto es, Contagio
(2009) o «trilogía Ocean» que había conformado junto a su socio por aquel
entonces, George Clooney. Esa misma necesidad de experimentación guía el
destino de John Wilkison Thackery, el médico al que da vida Clive Owen en la
serie The Knick. Presumiblemente, al
sopesar qué actor sería el más idóneo para encarnar a Thack en la pequeña
pantalla, la triple alianza formada por Michael Begler, Jack Amiel (haciendo las veces de showrunners) y Soderbergh repararon
en Clive Owen por su antecedente de médico en Closer (2004), cuyo verdadero relato vital no se corresponde con lo
imaginable en una persona de su condición social y/o de su profesión.
Cineasta especialmente
dotado para pasar de un proyecto a otro con una facilidad pasmosa, Soderbergh
dedicó tiempo y esfuerzo en 2013 pasa sentar las bases de un proyecto que
razona sobre las interioridades de un hospital de principios de siglo XX en Nueva
York, el Knicklebooker, más conocido por su diminutivo, The Knick. En el seno
de este centro médico Thack desarrolla su actividad profesional, como si de un
laboratorio se tratara y los pacientes fueran sus “cobayas”. En su primera
temporada, The Knick nos muestra líneas
de continuidad con la forma de operar en el cinematógrafo por parte de
Soderbergh, dejando las riendas de la composición musical a su recurrente
colaborador Cliff Martínez (para mi gusto, uno de los principales déficits de
los primeros diez capítulos en su conjunto, con una orientación de calado
psicológico que choca en muchas ocasiones con la plástica de las imágenes y el
marco en el que se sitúa el relato) y abogando por una planificación visual en
que abundan los ángulos bajos, (casi) a ras de suelo, marca de fábrica de un
heterodoxo por excelencia como sigue siendo el realizador oriundo de Atlanta. Una
vez constatado el magnetismo que emana el personaje de Thackery —siempre inquieto, pendiente de un nuevo desafío en
la sala de operaciones y en la trastienda
del hospital—, la serie va progresando merced
al crecimiento experimentado por
determinados personajes, en particular el doctor Algernon Edwards,
confeccionado por André Holland con extrema pulcritud y savoir faire. Su nombre de pila hace referencia explícita a la
novela clásica, de corte alegórico de Daniel Keyes, Flores para Algernon (1966), uno de los diversos guiños que procura
mantenerse atento al contenido y al continente de esta first season que concluye —tradición
obliga— con un giro narrativo dispuesto
para mantener la llama del interés por la continuidad de la serie. A mi juicio,
el andamiaje narrativo de The Knick se asienta con más firmeza si
cabe en una segunda temporada no apta para personas sensibles a lo que un quirófano
es capaz de dejar al descubierto.... Todo
ello bajo la batuta de Steven Soderbergh, que cambió de medio hace unos años
pero ha seguido procesando una similar actitud de rodar sin desmayo, asumiendo
que lo suyo es un perenne aprendizaje. Solo así se entiende que se haya hecho
cargo de cada uno de los veinte episodios que comprometen a las dos temporadas
emitidas hasta la fecha, muestra inequívoca de otro rasgo más de la
singularidad de The Knick, producida por Cinemax, una de las múltiples
ramificaciones de la «todopoderosa» HBO en materia de (mini)series televisivas.
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