En 1991 Editorial Versal
publicaba por primera vez en lengua castellana una novela escrita por William Gerhardie
(1895-1977). Empleando para la cubierta la imagen de un cuadro en que aparece un
joven sentado ataviado con un vestido anaranjado y sosteniendo entre sus manos
una fruta, Futilidad (1922) parecía
un título demasiado “sofisticado” para “trascender” en el mercado editorial.
Una quincena de años más tarde, Editorial Siruela —un sello más acorde con el tipo de
literatura que proponía Gerhardie ya desde su primera novela— recuperaba el texto en cuestión, pero facultando a una operación de “lavado
de cara” con la publicación de una edición con un nuevo título (Inutilidad) y una nueva portada —la que se corresponde con una hipotética imagen del personaje central, Nikolai
Vasilievich, en cierto sentido alter ego del propio escritor—, una traducción ex novo a cargo
de Menchu Gutiérrez y la inclusión de un prólogo, nada menos, que de Edith
Wharton. Entiendo que con todos estos cambios operados sobre la opera prima de
Gerhardie en relación a su primigenia edición no serían suficiente para que la
apuesta de Siruela cuajara, postergando sine die la publicación de alguna de
las otras novelas cinceladas por el talento del escritor de nacionalidad británica con fuertes
vínculos con el otrora Imperio Ruso. Una vez más, Impedimenta anduvo resuelta a la
hora de ampliar el abanico de publicaciones referidas a Gerhardie en la lengua
de Dámaso Alonso, apostando por la edición en 2013 de Los políglotas (1925), acaso la novela que parece llamar al
consenso sobre su extraordinaria calidad y que le granjearía un sólido
prestigio en determinados círculos literarios. Él mismo pareció ser consciente
de ello cuando se avino a publicar Memoirs
of a Polyglot: The Autobiography of William Gerhardie (1931). En la misma
se ocupa de levantar acta de las visicitudes experimentadas durante el tiempo
de escritura de Doom (1927), la otra
novela recuperada por Impedimenta bajo el título Hecatombe (2016) y con traducción a cargo de Martín Schifino. Tan solo asomándonos a su portada entendemos que el
título “contradice” a la imagen en que aparecen siete damas de distintas edades
luciendo vestidos de noche color champán con unos sombreros que cubren sus
respectivas cabelleras convenientemente recogidas. Al correr de las páginas,
entendemos que esa imagen de portada cuadra con el de esa alta sociedad rusa a
la que pertenece Eva Dickin, la joven por la que suspira Frank Dickin, un
escritor en ciernes. A propósito de este peculiar personaje, Gerhardie
construye un fresco de época decididamente sarcástico y mordaz en su conjunto, e irónico en
algunos de sus pasajes.
William Alexander Gerhardie
encaja dentro de la consideración de «escritor de escritores», poseedor de un
timbre estilístico propio en esa afinación por combinar un universo literario
persuadido por lo satírico y/o lo humorístico con una orientación visionaria
que le sitúa por derecho propio entre aquellos capaces de haber entendido porqué
derroteros se conducía en mundo en el periodo de entreguerras. De tal suerte,
el ayer (en relación al peso del pasado que arrastra consigo una saga familiar
rusa en franco declive), el hoy (cuyo diapasón
lo marca las acciones emprendidas por Frank Dikin, a quien acoge cuál protector
el adinerado Lord Ottercove) y el mañana (el que hace referencia al título, el
provocado por una bomba atómica que anticipa lo ocurrido en el plano de la
realidad a casi veinte años vista) “conviven” en un texto literario de
exquisita factura en su formulación narrativa, que incluye numerosas
referencias a prohombres de las letras (algunos de ellos compatriotas como Jane
Austen o H. G. Wells) y unas pocas al mundo de la ciencia. Éstas últimas se dan cita cuando el relato encara
su parte final, aquel capaz de dar un giro un tanto imprevisible para el
lector, procediendo a “domesticar” la ironía y el sarcasmo en beneficio de la
crudeza de los escenarios que sobrevuelan en nuestra imaginación al calor de la
representación de un mundo apocalíptico producto de la sinrazón del ser humano. Sin duda, H. G. Wells tuvo presente Doom a la hora de conformar el guión de Things to Come (La vida futura para su distribución en suelo español) por encargo de Alexander Korda. Aunque con ciertas reservas, acaso Stanley Kubrick conociera asimismo el contenido de la novela de Gerhardie para decantarse
definitivamente por modificar el rumbo de la historia de Dr. Strangelove (¿Teléfono
Rojo? Volamos hacia Moscú) que quería imprimir en la gran pantalla a partir
de la novela Red Alert (1958) de Peter
George, que adopta un semblante “serio” en su fondo y forma. Una hipótesis de trabajo bastante probable, pero que en todo
caso Hecatombe representa una
propuesta única que, amén de cautivar por su prosa precisa y elegante, sorprende
por las dotes de “adivino” de Gerhardie sobre el potencial de autodestrucción
del ser humano bien entrado el siglo XX y que nos sitúa de facto en una nueva
era. La fisión nuclear de los átomos procuraba la confección de un arma de
destrucción masiva hasta entonces ni tan siquiera imaginada. Por su parte, la “fusión
nuclear” de una familia rusa, en combinación con un escritor de talento dudoso en
el que, sin embargo, confía Lord Overcotte (no es difícil "visualizar" la figura de Sir Ralph Richardson , uno de los actores partícipes en Things to Come, en una hipotética representación de esta pieza literaria en
la escena teatral o cinematográfica que nunca se dio), ofrece buena parte de la cuota de hilaridad
e ironía de un relato que había adoptado distintos nombres —My
Sinful Earth, Eva’s Apples y Jazz and Jasper— antes de imponerse el de Hecatombe. En ese lado oscuro del planeta literario británico, transcurridos casi noventa años desde
su primera edición, aún podemos observar esa huella en forma de cráter que
lleva la rúbrica de William Gerhardi, en arte con el añadido final de la «e» al
final de su apellido. Una «e» que equivale a excelencia
literaria, a los ojos inclusive de coetáneos de mucho mayor reconocimiento artístico
y/o mediático como el caso de Graham Greene o Edith Wharton, quien sentencia en
el prólogo de Siruela para la edición de Inutilidad: «yo tengo talento, pero lo de él es genio».
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