Mi afición por
la lectura en realidad se inició al concluir los estudios medios en el
instituto, antes de ingresar en la Universidad. Nunca
llegaron a interesarme demasiado esas lecturas obligatorias en el instituto,
teniendo el pálpito por aquel entonces de que quedaban obras veladas a nuestro
conocimiento que podrían multiplicar exponencialmente la atención por la letra
escrita en un texto, pongamos por ejemplo, de ciencia-ficción. Sin duda, ese
sería el género preferido en mi despertar
como lector, frecuentando a partir de mediados los años ochenta librerías de
Barcelona en que reservaban un amplio espacio al género en cuestión. Entre mis
primeras adquisiciones recuerdo que me hice con un ejemplar de Solaris de Stanislaw Lem (1921-2006),
presumiblemente después de asistir a una proyección en la Filmoteca de la Generalitat de
Catalunya de su versión cinematográfica homónima, filmada por Andréi Tarkowski
en 1971. Entre ciertos círculos de aficionados a la literatura de ciencia-ficción Lem ocupaba un lugar preponderante dentro de un imaginario «Panteón»
de escritores consagrados al género. Bien es cierto que tras la lectura de Solaris (1962) y algunos textos sueltos
en forma de ensayos de Lem, me decanté por proseguir la senda de otros autores
que quizás me resultaran más “accesibles”. En cualquier caso, la necesidad por
saber más sobre un escritor polaco que “competía” en cifras de ventas con sus
colegas de profesión del mundo anglosajón nunca ma ha abandonado. Así pues, al
leer la programación de la
Filmoteca de la Generalitat de Catalunya —la misma entidad publica (pero en una sede distinta) que me abrió las puertas al
conocimiento de la obra de Lem vía adaptación cinética— prevista para el mes de noviembre de 2016 reparé en
la proyección de Autor Solaris, fechado
ese mismo año y que, por tanto, parecía la oportunidad pintiparada para asistir
a uno de los escasos pases del documental en cuestión celebrados en una sala de
cine fuera de las fronteras polacas. A juzgar por las palabras de las personas
que se encontraban en la mesa para presentar el film (incluidos su director Borys
Lankosz, su guionista Wojciech Orlinski y el gran experto en su obra Stanislaw Beres, quien aparece en distintas fases del documental) y celebrar un coloquio a posteriori con
el público asistente, el día 4 de noviembre de 2016 representó una de las
primeras citas de Autor Solaris
frente a una sala cinematográfica que dejaba pocos asientos libres, algo que
evidentemente me complació.
Requerido de
tres países para la financiación —Francia
(a través del canal ARTE), Alemania y Polonia— de un presupuesto más bien modesto (cien mil euros) incluso tratándose
de un documental con una duración propia de un mediometraje, Autor Solaris traza una panorámica
personal de Stanislas Lew ligada a la propia historia de Polonia contemporánea con
dos fechas clave en la misma: 1956 y 1968. En este intervalo de tiempo es
precisamente donde se acomoda la producción literaria más fértil de Lem,
aquella capaz de proyectarle a un escenario de popularidad ni tan siquiera remotamente imaginado por él mismo. Una popularidad entendida por su condición de escritor
cuya obra se ha traducido hasta la fecha a cuarenta y un idiomas y la cifra de
ventas en total se eleva por encima de los treinta millones de
ejemplares. Estos datos se recalcan de manera particular en el arranque del
documental, una forma de marcar la pauta del interés que pueda generar un autor
que hizo de su vida privada un fortín inexpugnable a los medios de comunicación,
ociosos de entrar en el detalle de una existencia volcada en el continuo
aprendizaje de materias muy diversas del ámbito de la ciencias, con especial
propensión por las nuevas tecnologías. Ateísta por convicción, Stanislas Lem
practicó una clase de literatura que llamó a la indiferencia y/o a la
incomprensión de muchos en su país de origen del que siempre se mostró ligado. Solo
lo abandonó durante unos años para residir en Alemania y Austria, pero con la
convicción que regresaría algún día. De hecho, durante su destierro se iba
edificando una vivienda que había comprado con los beneficios generados por la
venda de derechos de sus libros y la traducción a un sinfín de idiomas —en este sentido, tuvo pocos competidores entre los
de cuerda literaria—, señal inequívoca que había vislumbrado la vuelta a su Polonia
natal, allí donde sería saludado conforme a una de sus más grandes pensadores una vez se produjo el deshielo en los estertores de la Guerra Fría. En
el documental de marras se habla de Lem en términos de «profeta».
Lo es óbviamente no el sentido religioso o místico, sino el inherente a un visionario de un
mundo que él había imaginado y plasmado en el papel y que, al cabo, se
tradujeron al plano de la realidad, caso de no pocos asuntos que comprometen al
espacio tecnológico donde hemos quedado atrapados en la era de internet. Es por
ello que en un breve espacio de tiempo retomaré la lectura de la obra de
Stanislaw Lem, una asignatura pendiente que llevo arrastrando desde hace
demasiados cursos. Una vez concluida la inmersión en la literatura de Lem
espero tener plaza en ese congreso de
futurología para poder confrontar con conocimiento de causa las claves de
la obra de un profeta de nuestros tiempos cuyo cuerpo expiró hace diez años
pero que su alma literaria (la que
infunde el valor de la (re)lectura de textos de carácter reflexivo y/o filosófico en que abundan las referencias a la ciencia) está lejos de
desaparecer para siempre.
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