En el calendario personal de Matthew McConaughey
2014 está llamado a grabarse en su memoria para siempre. Así pues, la obtención
de un Globo de Oro al Mejor Actor Dramático por Dallas Buyers Club (2013) presagiaba la distinción de McConaughey
con un Oscar por su composición de un vaquero afectado del SIDA. Por aquellas
fechas —marzo de 2014— el actor texano ya había podido contemplar la emisión
en televisión de los ocho episodios de la primera temporada de la serie True Detective (2014). Él mismo ejercía
de coproductor ejecutivo y coprotagonista de una first season en que los directivos de la HBO procuraron mantener en
secreto todos los asuntos que conciernen a la trama de una propuesta ambientada
en el estado de Louisiana .
En su incursión en la pequeña pantalla le acompañó Woody Harrelson, asimismo
oriundo de Texas
y siete años mayor que McConaughey. Atendiendo al nivel de rigurosidad y
exigencia con la que McConaughey parecía dispuesto a encarar una nueva etapa
profesional, alejándose así de un periodo un tanto prosaico a merced de la explotación de su saludable apariencia física, el ofrecimiento
del papel de Rustin Spencer Cohle parecía encaminado en esta dirección.
Al concluir el visionado de los ocho
episodios que conforman la primera temporada de True Detective, a razón de una media de cincuenta minutos cada uno
de ellos, la interpreto conforme a una pieza cinematográfica de algo más de
cuatrocientos minutos de duración. Lo es desde la perspectiva de una progresión
dramática que encuentra su primer nudo narrativo de verdadero calado a la altura de su cuarto capítulo Who Goes
There? («¿Quién anda ahí?») mientras que en el arranque del
octavo, Form and Void («Forma y vacío»), asistimos
al segundo nudo narrativo, aquel presto a situarnos a las puertas del clímax. A este
enfoque contribuye sobremanera el hecho que cada uno de los episodios haya sido
dirigido por la misma persona, Cary Joji Fukunaga, a quien se le había otorgado
años antes la responsabilidad de dirigir un nuevo remake de Jane Eyre con
un equipo artístico en el que destaca con luz propia Michael Fassbender. Éste último
hubiera sido un firme candidato a enfrentarse al personaje de Cohle en True Crime, pero una vez asimilado a la piel de McConaughey se nos hace cuesta
arriba pensar en nadie más que el texano ejerciendo de un agente del FBI entregado
a su oficio casi las veinticuatro horas, en que campan a sus anchas visiones
que le conectan con un mundo en paralelo que adopta inequívocas formas del pasado en clave de tragedia. Rust Never Sleeps, «parafraseando» el título
del célebre concierto en directo de Neil Young,
es la impresión que nos llevamos de un agente del FBI misántropo, engullido en sus propios
pensamientos y refractario a cultivar la empatía necesaria para con el compañero que se
le asigna por parte del Departamento, Martin Eric Hart, quien adopta los rasgos
de Woody Harrelson. A través del guión construido por el escritor de novelas criminales Nic Pizzolatto, erigido
en show runner de la serie de la HBO , True Detective orilla cualquier tentativa de ejercicio sustentado
en los tópicos propios de las buddy
movies. Existe, pues, una hondura psicológica a la hora de trazar la
realidad de unos personajes que relatan ante una comisión del Departamento del
FBI una cadena de capítulos especialmente espinosos que habían
tenido lugar bastantes años atrás, en que las puertas de la Muerte parecían abrirse de
par en par. Merced a este doble plano
temporal podemos recrearnos en la vena camaleónica de Harrelson y sobre todo de McConaughey, con la voz ronca, profunda, cavernosa (su dependencia por el
tabaco y el alcohol contribuye a ello) que relata un «auténtico
descenso a los infiernos». Rust
parece entrar en trance cuando
detalla una serie de episodios ante un comité que se muestra en su conjunto hierático,
con una serie de cuestiones por dilucidar sin perder en ningún momento la compostura
propia de agentes que se saben funcionarios del cuerpo.
No es el caso de la forma de operar de Marty y Rust, quienes trenzan verdaderos lazos de amistad (sin
necesidad de subrayados) cuando confían el uno y otro en guardarse las espaldas
en una operación de alto riesgo. Allí donde cruzan el umbral de la realidad
para situarse en un terreno pantanoso, habilitado para que lo peor del ser humano se
manifieste a modo de ritual. El ritual de la muerte y de la destrucción, de lo
putrefacto y de lo abominable, inmerso en un paisaje que parece reproducir los
grabados e ilustraciones de Gustave Doré o los cuadros de El Bosco en una impresora en
tres dimensiones. Parajes naturales que sirven de refugio a una estirpe semihumana a la que Marty y Rust siguen
la pista hasta el final, no sin antes haberse situado el segundo de ellos en la boca del
lobo de una banda de moteros que adquieren rango de organización criminal
mientras el rubio agente del FBI parece sucumbir a una crisis de identidad
cuando su esposa Maggie (Michele Monaghan) le abandona, quedando ésta al cargo
de sus dos hijas en común. De este fragmento del relato se ocupa el episodio ¿Quién anda ahí?, merecidamente ganador
de un premio Emmy gracias a un operativo narrativo perfectamente ensamblado y
que deja para un servidor el recuerdo para los anales de la imagen de Rust/McConaughey abstraído
de la realidad, a bordo de una canoa que se adentra por los páramos de
Louisiana cubiertos por un manto de nocturnidad. Acaso un guiño velado a Apocalypse Now (1979) a través de la figura del capitán
Willard (Martin Sheen) a la búsqueda del general Kurtz (Marlon Brando), cuya equivalencia sería el «cocinero de la coca»,
elemento clave para despejar interrogantes que asaltan en el curso de la investigación a la que llevan tiempo consagrados
los agentes del FBI en aras a esclarecer quién hay detrás de una serie de
desapariciones.
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