Truman Streckfus Persons, artísticamente Truman Capote (1924-1984), no
llegó a cumplir los sesenta años por algo más de un mes. En
los aledaños de haber alcanzado una cifra redonda que lo situara próximo a la
edad de jubilación y con apenas tan solo cuatro novelas publicadas in strictu sensu podría colegirse que
Capote fue un escritor tardío y/o extraordinariamente perfeccionista para que
hubiera podido ser catalogado conforme a un escritor prolífico. Nada más lejos de la
realidad. A los ocho años, desde el rincón
de la marginalidad derivada de la falta de afecto maternal y de la ausencia del referente paternal, Truman
Streckfus decidió ser escritor. Una pulsión infantil que adoptaría carta de
naturaleza en una adolescencia en que el menudo Truman parecía plenamente
consciente de su talento innato para la escritura, una forma de mitigar las punzadas de dolor soportadas por su corazón doliente, al albur de las intermitentes ausencias de su figura
materna, dejándolo al cuidado de tres de sus tías, a las que homenajeó a su
manera en una de sus contadas novelas, El
arpa de hierba (1951).
La condición de
escritor precoz de Truman Capote, tocado por la “varita mágica” de un talento “sobrenatural”,
queda refrendada plenamente en Relatos
tempranos, que en marzo de 2016 sacaba a la venta el sello Anagrama dentro
de la colección consagrada al genio de Nueva Orléans. Hubiera podido
resultar un ejercicio un tanto prosaico o, cuanto menos ocioso, hacernos comulgar con la idea que textos literarios
escritos por adolescentes con apenas decenas lecturas de clásicos en su haber
(en el mejor de los casos) tuviera sentido su edición en forma de compendio de
una docena larga de relatos. Algo que en la inmensa mayoría de los casos podríamos
dar por bueno, pero cuando nos enfrentamos a un escritor llamado Truman Capote
estamos ante la excepción que confirma la regla. Inequívocamente, la lectura
atenta de Relatos tempranos levanta puentes con las obras “de madurez” de
Capote, estableciendo así una invisible secuencia cronológica en que pasamos
de esa fase primigenia en que ya advertimos su incipiente dominio de las
figuras poéticas y metafóricas (a modo
de ejemplo, «El sol declinaba ya en el cielo veteado de escarlata y el calor se
alzaba de la tierra seco y vibrante» y «se agarró a la oscuridad en busca de
asidero», sendas frases y/o expresiones que cabalgan
sobre el texto de “La señorita Belle Rankin”), y su decantación por lo lúgubre
y lo siniestro al reflejar una realidad cotidiana que tuvo como denominador común un núcleo rural en los catorce relatos publicados en el presente volumen. No
en vano, Truman pasó buena parte de su infancia y adolescencia en la localidad
de Monroeville, en el estado de Alabama, donde fue vecino e íntimo amigo de Harper «Nelle» Lee (la autora de la novela Matar un ruiseñor),
a quien parece invocar en la pieza “Si yo
te olvidara” a través del personaje de la sureña Grace Lee. En este mismo
relato, expresa a través de la voz de la protagonista de la función que «quizá vuelva a buscarme para llevarme a alguna urbe
grande como Nueva Orléans o Chicago, o incluso Nueva York». Ya por aquel entonces, Truman Streckfus parecía
presagiar cuál sería su destino, una ciudad invadida de rascacielos que lo
acogería en calidad de meritorio en la revista “New Yorker” para, una vez instalado en la veintena, dar rienda
suelta a una veta literaria tocada por un estilo propio, de escritura precisa y
elegante, en que su capacidad de adaptabilidad a cualquier tipo de personaje
(de razas, bagaje cultural, estratos sociales y edades disímiles) ya había
tenido el campo abonado durante su fase (pre)adolescente, a cuenta de Hilda,
Louise, y Lucy en los relatos epónimos, pero asimismo de personajes masculinos tales
como Em (“La polilla en la llama”), Jep y Lemmie (“Terror en el pantano”) o
Jamie (“Esto es para Jamie”), entre otros.
Para todos
aquellos amantes de la literatura de Truman Capote estos Relatos tempranos favorecen al pensamiento que se requiere (casi)
toda una vida para alcanzar el zénit creativo (él lo hizo con A sangre fría, asumiendo con ello un
coste demasiado alto en lo personal), marcando así sobre un imaginario tablero
la progresión que adopta una forma de curva ascendente sin apenas percibirse
dientes de sierra. Un regalo, por consiguiente, difícil de substraernos para
quienes consideramos a Truman Capote uno de los mayores talentos de su generación,
sometido, como acertadamente señala en el epílogo la editora Amuschkas Roshani,
al flagelo intermitente del recuerdo de una infancia marchita por la ausencia de afecto materno, un anhelo que clamaría "venganza" en algunos de sus textos más afilados, con la punta de mordacidad e
ironía perfectamente acondicionada para grabarse sobre el papel. Del olor del
mismo, Truman Capote no se desprendió jamás, aunque otro olor, el del alcohol, que funcionó como
“bálsamo” acabaría truncando su vida (mucho) antes de tiempo. Con todo,
medio siglo dedicado a la literatura le colocaron en el Panteón de los elegidos
de las Letras Americanas de todos los tiempos.
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