Existen muchas
formas de supervivencia. Una de ellas pasa por negar la propia existencia,
simulando un suicidio al lanzarse al mar o al río y dejando una nota de
despedida al lado de la “última” ropa utilizada o en alguno de los rincones del hogar. Jirí Weil (1900-1959) no
jugaba a ser Reginald Perrin —el singular personaje creado por la pluma de David Nobbs— cuando simuló haberse suicidado para procurarse una “segunda vida”,
alejándose así de un entorno familiar y laboral que le iba consumiendo en el
pozo del hastío y del tedio. Mas, Weil perseguía la pura supervivencia,
escapando de ser deportado al campo de concentración de Terezín cuando el
nazismo había penetrado en los intersticios de la ciudad de Praga a la caza y
captura de la población judía, por aquel entonces un porcentaje muy significativo de habitantes de la
capital checa. Las expropiaciones del patrimonio cultural y de los inmuebles
propiedad de familias judías estaba a la orden del día en tiempos en que el
nazismo sembró el terror en aras a expandirse a lo largo y ancho del
continente europeo. Al concluir la Segunda
Guerra Mundial y con ello la Ocupación a la que se
vieron sometidos los habitantes de la ciudad de Praga, siendo el principal
blanco de los objetivos de los nazis el exterminio de la población de raíz judía,
Weil regresó “a la vida” pero con un aspecto que le asemejaba al de un preso que
había sufrido el rigor extremo de campos de concentración como Treblinka,
Auschwitz o el propio Terezín. La existencia en la clandestinidad le pasó
factura, reduciendo su anatomía a prácticamente un saco de huesos, pero por
fortuna con la mente lúcida para saber que ya había tocado fondo y que en
adelante lo que debería hacer era levantar acta de las atrocidades sufridas por
su pueblo a través de la escritura de una obra que pasaría a denominarse Vida con estrella (1949). En paralelo al
redactado de la novela de marras, Weil iría esbozando un amago de obra más
ambiciosa desde el plano literario, aunque no llegó a tiempo para verla
publicada. Aquellas condiciones de vida infrahumanas en tiempos de guerra
acabarían haciendo mella en el organismo de Weil, quien falleció a los
cincuenta y nueve años víctima de una leucemia. Al año siguiente, apareció en
Checoeslovaquia una primera edición de Mendelssohn
en el tejado (1960), la obra póstuma de Weil que mereció su publicación en
lengua inglesa en 1991 con prólogo de Philip Roth. De esta forma, Roth “apadrinaba”
una obra de un colega de profesión que compartía idénticas raíces judías, pero
que pertenece a una generación y a una realidad geográfica muy distinta.
Presumiblemente, Mendelssohn en el
tejado hubiera cuadrado a la perfección dentro del catálogo del sello barcelonés
Acantilado, al lado de textos que exploran en esas «raíces del miedo»
a través del testimonio literario de otro Roth (de nombre de pila Joseph) o de
Stefan Zweig. No obstante, en otro gesto más por parte de la editorial
Impedimenta que su mirada no se concentra en exclusiva en el parque de
escritores británicos ociosos de ser (re)descubiertos –incluido el propio
David Nobbs a través de su serie de obras consagradas al personaje de Reginald
Perrin bajo un enfoque netamente tragicómico–, ha abierto el campo de visión a
países como la extinta Checoeslovaquia donde nació Jirí Weil a caballo entre el
siglo XIX y el XX. A buen seguro, de la calidad que se deriva de la lectura de Moscú frontera (1935), primera de las
incursiones literarias de Weil que mereció la publicación de Ediciones del
Oriente y del Mediterráneo en 2015, y de la defensa a ultranza que Philip Roth
hizo de su autor, Enrique Redel se reafirmaría en la idea de publicar Mendelssohn en el tejado, presumiendo así
que el sello Impedimenta actúa bajo pabellón de la excelencia literaria, sin
hacer distinciones entre naciones y autores. Trescientas páginas traducidas al castellano por Dianna Bass (amén del prólogo escrito por Philip Roth) que pueden
incomodar al lector por la dureza de algunas de sus páginas que podemos “visualizar”
de inmediato, sobre todo localizadas en ese último tramo en que ese nazismo
moribundo aún acumulaba el veneno suficiente en sus entrañas para causar dolor,
incluso entre niñas que permanecían en silencio y tan solo accionaban las
cuerdas vocales para cantar canciones populares. Su delito: ser judías. Su
castigo: el maltrato físico y psicológico. Si en sus capítulos iniciales cierto
grado de causticidad y humor recorren sus páginas —en una secuencia
que hubiera sido del gusto de Milos Forman y de Jirí Menzel para ser
reproducida en el celuloide en los años sesenta, en plena eclosión de la
denominada «Nueva Ola Checa»— a propósito de la confusión generada con la
eliminación de una estatua que no era la del compositor judío Félix Mendelssohn
en el tejado del Rudolfinum por parte del empleado Julius Schlesinger —de allí el título del libro— al encarar la segunda parte del libro el cielo literario de Weil se nubla con estampas de puro delirio
devastador. Dinámicas inherentes a un nazismo que tuvo en Praga uno de los
lugares escogidos para erradicar el mal del judaísmo, ese enemigo a batir en
aras a hacer prevalecer la noción de raza aria en el continente europeo. La
ejecución (en este caso, de nueve soldados, algunos de ellos menores de edad) serviría de paradigma para describir ese sentido aleccionador mostrado
por el nazismo y que Jirí Weil pone en conocimiento —desde su propia experiencia y la de familiares,
amigos y vecinos— del lector a través de una novela
que va creciendo en intensidad a cada página, despojándose de esta manera de un
enfoque alegórico (al estilo de Matadero Cinco de Kurt Vonnegut o Trampa 22 de Joseph Heller) contenido en el arranque, que sirve de señuelo para atraer la atención de una realidad que, lejos de
permanecer cubierta bajo la lona de la
vergüenza, debería quedar viva la llama del recuerdo de una barbarie para que
no se repita jamás.
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