Desde que José María García (Madrid, 1943) decidió poner fin a su
actividad profesional en calidad de locutor, con un programa radiofónico diario
en 2002 han pasado catorce años. En todo este periodo mi "desconexión" para con
la figura de José María García ha sido prácticamente absoluta, aunque me alegré
de la que sin duda ha sido su victoria más importante: la lucha contra el cáncer.
Entendía, pues, que García ya formaba parte de la memoria de un país, de una
sociedad que trataba de sacar el cuello tras cuarenta años de una Guerra Civil
y una dictadura que cercenó las libertades individuales y colectivas. Por
consiguiente, García fue uno de esos amores
intensos que duran un tiempo y luego se acaban alojando en el fondo de tu corazón,
conforme a un tesoro anclado en el fondo de un océano de sentimientos sacudido
por corrientes marinas de diversa intensidad. Un amor por la búsqueda de la verdad, de la independencia, de la
lealtad, del compromiso, del ser como uno desea ser, sin cortapisas de ningún
tipo. En ese rincón del inmueble, a la luz de la luna una generación de
españoles cruzamos el umbral de la medianoche cogidos de la mano de José María
García mientras que con la otra sosteníamos el transistor. Horas de sueño perdidas
para muchos, pero para aquellos ociosos de ir más allá de la noticia de
teletipo, de quedarse en los titulares tan caros al sensacionalismo en el
espacio deportivo, García no nos defraudaba. Él revolucionó la radio; la hizo
intensa, viva, amena e informativa a la vez. Si hoy alguien me preguntara cuál
ha sido una de las mayores influencias de mi adolescencia y de mi juventud sin
duda expresaría entre los primeros nombres el de José María García.
Leer Buenas noches y saludos cordiales: José María
García, historia de un periodista irrepetible (Ed. Córner, 2016), de
Vicente Ferrer Molina, ha supuesto un viaje por el túnel del tiempo. A cada página,
casi a cada renglón ha llevado consigo desviar un pensamiento en relación a
esas madrugadas de los años ochenta y noventa, a esas tardes programadas para
escuchar los carruseles deportivos capitaneados por la voz, a ratos atronadora,
a ratos reflexiva de José María García. A medida que he ido leyendo el libro de
Ferrer Molina ese tesoro que descansaba en el fondo del océano iba elevándose
hasta alcanzar la superficie. Mérito, pues, de su autor que ha sabido pulsar
las teclas adecuadas para evitar que un ejercicio netamente periodístico se
muestre insípido de cara al lector. Mas, Buenas
noches y saludos cordiales construye su relato a través de numerosos
testimonios que hablan de ese «Ciudadano
García» desde el momento que aterrizó en
el diario Pueblo, liderado por Emilio Romero, velando sus
primeras armas dentro del periodismo con el que estableció un lazo de por
vida. Ferrer Molina reduce a una veintena de páginas (en uno de los capítulos finales titulado El niño que quiso ser Matías Prats) el conocimiento de los primeros veinte años de
existencia de José María García, un madrileño que se sentía «asturiano por los cuatro costados». Ese Charles Foster Kane/José María García de la niñez,
la adolescencia y la primera juventud queda tan solo apuntado a los ojos del lector porque
presumiblemente Ferrer Molina se encontrara ante sí con un muro infranqueable
para que la prosa fluyera en un mar de “confesiones” de amigos, familiares y
allegados de aquel periodo en blanco y
negro, en esa España aún con las brasas
demasiado recientes producto del fuego
de una Guerra Civil que se llevó por delante tantas ilusiones y sembró un odio
que seguiría latiendo incluso después de finiquitado el franquismo con la muerte
del Caudillo Francisco Franco. Dando validez al refrán «no
hay mal que por bien no venga», Ferrer
Molina ha construido una obra que habla del García-periodista, alguien que se
(des)vivía por su trabajo al punto que su familia –su mujer Montserrat Fraile,
y sus hijos Pepe y Luis—quedaron en un segundo plano en tantas y tantas
ocasiones. Los testimonios de unos y otros nos ayudan a recomponer la figura de
un ser que trató de preservar su independencia pero sabiéndose que su cuerpo
liviano pendía de un hilo y podría convertirse en un bocado apetitoso para tiburones, algunos luciendo la aleta blanca con el anagrama
del Real Madrid CF, el equipo de sus entretelas aunque tratara de preservar su
independencia durante el tiempo que ejerció la profesión de periodista. Ese sería
precisamente –el de su filiación madridista— uno de los infinitos dardos que José
Ramón de la Morena ,
su némesis radiofónica, lanzaría a García para ver si picaba el anzuelo y dejara algunas perlas para su
audiencia en aras a que sirviera de munición para dotar de contenido el
programa El larguero de la
Ser. Al leer estos capítulos del libro, en
que la rivalidad entre García y De La
Morena llegaría hasta el paroxismo, tuve en mente la imagen
de Muertos de risa (1999), la pieza
cinematográfica finisecular dirigida por Álex de la Iglesia , en que la
zancadilla al compañero de profesión era (y en cierto sentido sigue siendo) el
deporte nacional de esa España en
transición. Pero, a diferencia de la producción hispana protagonizada por
el Gran Wyoming y Santiago Segura –tomando los moldes de Fernando Esteso y Andrés
Pajares–, una hipotética plasmación en pantalla de la vida de José María García
quedaría enriquecida por una serie de figuras absolutamente cinematográficas
desde una perspectiva dramática, léase por ejemplo el sentido de espejo que
representa para el menudo periodista la figura de Antonio Herrero, cuya súbita muerte acaecida
en 1998 sacude los cimientos más hondos de su corazón y delimita una línea de
animadversión para con tu tocayo Aznar al no acudir al entierro de éste, una circunstancia que
nunca ha querido perdonar. En esa eventual reconstrucción de la existencia de
García cabría, además, el diagnóstico del cáncer a sus sesenta y dos años, que
le lleva a someterse a duras sesiones de quimioterapia que están a punto de
hacerle arrojar la toalla. La superación del mismo sirve a ese relato vital
para que García organice el restos de los días (esperemos que muchos le queden
por delante) sin la visita del rencor, alimentando un sentido de la
reconciliación, por ejemplo, con José Ramón de la Morena , en un gesto que
habla de la grandeza de un ser que con sus luces y sus sombras (las hubo sobre
todo en virtud de la expresión «el fin
justifica los medios» para conseguir una determinada
primicia) supo conectar con el anhelo de una independencia a prueba de bomba.
Solo así García entendió el periodismo, aun a costa de sembrar una lista
innumerable de “enemigos”, muchos de los cuales no podrán resistirse a pasar
las páginas de esta maravillosa obra, bien trenzada por Ferrer Molina, con el pálpito
que García no erró tanto el tiro como pensaban. Como diría Butanito (sobre el original de tan afortunado apodo existen diversas versiones) «el tiempo
es ese juez insobornable que da y quita razones». Y el paso del tiempo, desde mi punto de vista,
dictará que Buenas noches y saludos
cordiales representa un testimonio de primer nivel sobre la realidad de un
periodista irrepetible con un nombre y un apellido tan común como el de José
María García, inversamente proporcional a su carácter singular e
intransferible.
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