sábado, 6 de julio de 2013

«DOLOR Y DINERO»: FRANKENHEIMER-BAY, LA SOMBRA DE LA SOSPECHA

Fuera de los circuitos de la televisión, el prestigio crítico de John Frankenheimer quedaría consignado sobre todo a partir de haber encadenado el estreno de El hombre de Alcatraz (1962), El mensajero del miedo (1962) y Siete días de mayo (1964). Entonces, no había duda que Frankenheimer era uno de los enfants terribles de la industria del cine, mostrándose todo un maestro de las conspiraciones en clave de política-ficción. Lo que poco hubiera podido sospechar es que durante la etapa de rodaje de Seven Days in May, su one night stand (una cana al aire) en un hotel daría lugar a una historia propia de un thriller «conspirativo» que él mismo hubiera validado en la gran pantalla. Después de su frustrado matrimonio con Carolyn Miller, que duró ocho años, John Frankenheimer reconocería su desliz a la que por aquel entonces era su prometida, la actriz Evans Evans. Lo hizo a sabiendas que ella conocía el relato de una historia que derivaría en el pago de 7.500 dólares por parte de John Frankenheimer a una mujer embarazada que solicitaba una compensación monetaria para comprar su silencio. A instancias de su abogado Frank Wells, el cineasta neoyorquino cumplió el “trámite”, confiado que el asunto quedara olvidado.
   Sin embargo, dieciséis años más tarde Frankenheimer recibió una llamada mientras se encontraba en Londres que le llevaría de nuevo sobre el peliagudo asunto que, al parecer, ya había sido borrado de su memoria. La demanda de la mujer que se puso en contacto con el abogado de Frankenheimer no perseguía compensaciones pecuniarias sino ver cumplimentados los anhelos de un joven residente en la Wesleyan University. El chico en cuestión se llamaba Michael Benjamin Bay, dado en adopción al poco de nacer y criado durante todo este tiempo por unos padres no biológicos. A medida que pasaban los años, Michael indagaría sobre la verdad de sus orígenes, llegando al punto que su padre biológico podría ser John Frankenheimer. Sabedora de la creciente afición de Michael por el cine, la madre que se había encargado de su custodia y de su aprendizaje, apuntaría a la idea que Frankenheimer pudiera intermediar en favor de éste, abriéndose camino en ese “nido de víboras” consustancial al mundo de la gran pantalla en los Estados Unidos que tan bien conocía. Frankenheimer precisamente no atravesaba su mejor momento para prestarse a ese juego, más aun si cabe después de haber accedido a un chantaje años atrás.
    Al regresar sobre las páginas del libro John Frankenheimer: A Conversation (Ed. Riverwood Press, 1995), ahora logro encajar con mayor precisión el porqué de la etapa depresiva experimentada por Frankenheimer en su destierro en Inglaterra a caballo entre la década de los setenta y de los ochenta. Él asistía a las reuniones de un grupo de apoyo en Londres donde su mirada lánguida no pasaría desapercibida por algunos de sus compañeros. A preguntas del porqué se encontraba muy deprimido, el cineasta respondería a un compañero irlandés llamado Brian: «Bien, las cosas no están yendo por el camino que esperaba y me considero un perfeccionista. Si, eso es lo que soy, un perfeccionista». Pero en el fondo de esa respuesta, a buen seguro, yacía esa historia oscura que ocupaba parte sus pensamientos. Un velo de misterio cubriría la realidad sustanciada entre Frankenheimer y el correo proveniente de la Wesleyan University que parecía susurrarle al oído la necesidad de “apadrinar” a un supuesto hijo fruto de una relación de una noche, con apremio a que hiciera fortuna en la industria cinematográfica estadounidense. Ante semejante disyuntiva, Frankenheimer decidió someterse a una prueba de paternidad a través de tests de ADN. La fiabilidad de los mismos distaba de encontrarse a los niveles que hoy en día se estiman. Por ello, el resultado negativo de las pruebas no lo convertía en una certeza absoluta. Hubo un punto del relato que Frankenheimer y Bay se vieron las caras. Se dio en el marco de una velada convocada por el Directors Guild of America (DGA). La tensión debió proyectarse en los rostros de ambos. Cruzaron algunas preguntas sobre el tema, pero Frankenheimer se aferraría a una respuesta que negaba tal posibilidad, de que fueran padre e hijo. Mientras Frankenheimer hacía el camino de retorno al medio televisivo, Michael Bay empezaba a ser uno de los “niños mimados” de Hollywood, colocando a su disposición presupuestos muy por encima de lo imaginado. Paradojas del destino, cuando Bay elevaba el vuelo hacia cotas del éxito comercial dispensadas a Pearl Harbor (2001), poco antes y después del estreno comercial de esta cinta producida por Jerry Bruckheimer dos muertes le debieron llenar de pena y abatimiento. El padre que lo adoptó, un contable llamado Jim, fallecería al cumplir éste sesenta años. Meses más tarde, Bay conocería el deceso de John Frankenheimer en la mesa del quirófano como consecuencia de una complicación surgida en una operación de espalda.
    Al ir encajando las piezas de este relato, tengo la presunción que existen todos los pronunciamientos posibles para que se podría acomodar en forma de guión cinematográfico. La fase climática de este hipotético libreto podría desenvolverse en el entorno del rodaje de un remake de Plan diabólico (1966), dirigida por Michael Bay. Vidas suplantadas. Juegos de identidades. Ingredientes francos a una historia que bascula entre la ficción y la realidad, una nueva derivada de «cine dentro del cine», pero que en esta ocasión, con carácter inédito, directores que hubieran podido cursar en el territorio de la interpretación, cuanto menos, por su atractivo físico, se revelan posibles padre e hijo. Quizás entonces, solo entonces, el destello del talento propio de Frankenheimer se «transferiría» a Michael Bay en esa función cinematográfica que en su título seminal se despega de la realidad para adentrarse en la dimensión desconocida, allí donde tributaría uno de los grandes amigos de Frankenheimer, Rod Serling. Esa sería la “prueba de paternidad” más “fiable” con apremio a establecer lazos de cosanguineidad entre Frankenheimer y Bay más allá del indicio –nada baladí— que ambos compartan nombre de pila, que su estatura sea pareja (en torno al 1,90) y sus facciones encuentren cada vez mayores puntos de concordancia. Como reza la última producción de Michael Bay, cuyo estreno se hará efectivo en nuestro país a finales del mes de agosto, Pain and Gain («dolor y dinero») pivotan en este relato abonado al espacio de las conjeturas y de los posibilismos.


2 comentarios:

Antònia Pizà dijo...

No conocía esta historia.

¿Cómo pueden ser parientes dos personas que tienen conceptos tan diferentes de lo que es "cine"?

No hay prueba mejor, ni más fiable, para dilucidar sospechas, que comparar películas (y no ADN);)

Christian Aguilera dijo...

Hola Antonia:

La respuesta, de ser cierta la hipótesis que Frankenheimer y Bay tiene lazos de cosanguineidad, puede encontrarse en que el entorno condiciona mucho. Y el entorno en el que se movió Frankenheimer dista enormemente del que ha transitado Bay. Ahí puede estar parte de la respuesta que planteas.
Un saludo,
Christian