«El tiempo actúa sobre
las relaciones efímeras
y un nuevo
aroma se añade al recuerdo»
Vladimir Nabokov (Cosas transparentes)
En el mundo del arte, el término «completista»
suele asociarse a aquellos aficionados al cine o a la música, celosos de conocer
hasta el último detalle la obra de un determinado director, cantante o grupo a
través del coleccionismo de cada una de las piezas que conforman la misma. Los
cada vez más contados aficionados a la literatura, en cambio, difícilmente nos
invade esa pulsión completista, salvo honrosas excepciones. Para un servidor,
Vladimir Nabokov (1899-1977) es de esos autores que invitan el sentir completista por la
sencilla razón que tiene pocos “competidores” cuando su prosa se envenena de un estilo que parece rimar a cada página. No extrañaría,
pues, que Vladimir Nabokov cultivara la poesía al tiempo que el ejercicio en
prosa le procuraba prestigio literario. No en vano, Pálido fuego (1962) se revela un arabesco de trescientas veinte páginas
sostenidas sobre un imaginario de novela pero pergeñada con la métrica propia de un poemario. Para
alguien que busque el puro placer de la escritura, Nabokov sin duda es una
apuesta segura.
Cierto que un
servidor comulga con el propósito de enmienda de ir cubriendo todos los flancos
de lectura que provee la suerte de la edición de un autor de la dimensión y de
la relevancia de Vladimir Nabokov, pero existe un límite, una frontera que cada
uno debe escoger dónde la sitúa. Más allá de esa frontera localizo El original de Laura (2010, Editorial
Anagrama), una obra inacabada que el propio Nabokov ordenaría su destrucción
una vez falleciera. Lo hizo en 1977, siendo su viuda Vera Nabokov la que velaría para
que se preservara la decisión de Vladimir Nabokov. A la muerte de ésta,
acaecida en 1991, Dimitri, el hijo de la pareja, después de dar vueltas sobre
el asunto infinidad de veces decidió «desenterrar» El original de Laura, un manuscrito que había descansado treinta
años en un depósito de un banco suizo, poniéndolo en conocimiento del editor
jefe de McGraw-Hill. Nada más caer en sus manos, se activaría la maquinaria
editorial, presentándolo a los ojos de los “nabokonianos” —si se me permite la expresión— la considerada última novela escrita por el autor
de origien ruso... pero a todas luces inconclusa. No es el primer ejemplo de
tamaño “atrevimiento” editorial, actuando a espaldas de la voluntad del propio
autor. Baste reparar en lo ocurrido con F. Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway y
sus respectivas obras El último magnate
y La isla del adiós. Por razones personales,
si se quiere tomado como una forma de expresar el respeto que siento por la
obra de Nabokov, decidí evitar la tentación de exumar ese “cadáver” literario de una pieza que remite de soslayo a
la masterpiece del autor, Lolita (1955), a través del personaje de
Flora. No ha sido el caso de su penúltima novela, Cosas transparentes, “cursada” a nivel editorial por primera vez
en 1972 y que en el otoño de 2012 Anagrama ha lanzado al mercado en lengua
castellana con traducción de Jordi Fibla. Este profesional se estrena dentro
del catálogo de novelas y relatos traducidos de Navokov para Anagrama, el sello
poseedor en exclusiva del fondo literario en lengua castellana del excelso
escritor y entomólogo.
Cosas transparentes comprende un total
de ciento cincuenta y cuatro páginas que rezuman el estilo característico de
Navokov, inmaculado en su propuesta arbolada de figuras literarias con los
adornos propios en francés y algún que otro timbre en italiano. El polo de
atracción de Cosas transparentes queda
cautivo de esa finura literaria que nos sorprende, nos descoloca porque, como
bien señala Peter Aykroyd en la contraportada «Ha dominado todos los trucos técnicos
de la novela y ha inventado unos cuantos más de cosecha propia». Nabokov fue un
gigante a la hora de moldear el lenguaje y transformarlo en un arte
imperecedero, derivándolo hacia lo lírico incluso cuando el personaje central
de la historia —Hugh Person— se enfrenta a los miedos más recónditos de su ser
al viajar hacia el pasado. Person
regresa a Suiza para dar cuenta de un tiempo pretérito que ve desaparecer a sus
pies, el espacio geográfico que serviría de refugio para el propio Nabokov, en
compañía de su esposa Vera, a la que dedicaría (no sería la primera vez) una nouvelle. Transparent Things no sería la más bella ni inspirada de su autor,
pero sí la última (en términos “absolutos”) elevada en forma de coda de una obra profunda y sensible,
evocadora y majestuosa como pocas que puedan encontrarse dentro de la
literatura universal.
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