Por «imperativo» biológico, en el ecuador de nuestras
vidas empezamos a tomar plena conciencia, a palpar que nuestra presencia en el planeta tierra tiene fecha de
caducidad. Esos padres a los que adjudicamos la cualidad mitológica de la
eternidad, empezamos a dudar si nos acompañaran hasta el fin de nuestros ciclos
vitales. Nos llegan noticias de los fallecimientos de los progenitores de
amigos de esa infancia que nos enseñaba el camino hacia la adolescencia.
Sabemos, más que nunca, medir los tiempos en términos finitos y nos hace pensar
que, a la conclusión del ciclo vital de cada uno de nosotros, queramos o no, la
nostalgia nos embargará, llevándonos de la mano hacia la infancia que expide
billetes hacia el destino que nos tiene reservado un futuro tan incierto como
fascinante. Convertidos en hombres y mujeres de cuarenta y tantos años hacemos
un alto en el camino, aliviamos el dolor de espalda al aparcar ni que fuera
durante un suspiro la mochila que cada uno de nosotros llevamos y echamos la
mirada hacia atrás. Una mirada que se pierde en la inmensidad mientras resuenan
los ecos de nuestra querida infancia. Un haz luminoso invade la misma; sabemos
distinguir con claridad los rostros de nuestros compañeros con los que compartíamos
pupitre, juegos y deportes, excursiones y visitas culturales. Nos asalta, como
una ráfaga, una línea de diálogo, una expresión, una jugada maestra o una viñeta cómica en ese «teatro de los sueños» contenido en una escuela que el
recuerdo engrandece pero que la realidad la reduce al tamaño de una superficie
más bien modesta. Allí se forjarían esas amistades que el tiempo jamás podrá
borrar. Las conservamos en nuestra memoria como oro en paño, encofrada en lo más
profundo de nuestro ser, aquel capaz de razonar sobre nuestra verdadera
naturaleza. Quizás, solo quizás, en algún periodo de nuestras vidas negábamos o
no reparamos en su existencia, pero tarde o temprano sale a la superficie para
proyectarse en un primer plano cuando hacemos el ejercicio de reconocer que la
semilla de todo lo que somos o quisimos ser se encuentra en esa infancia
observada a través del filtro de la nostalgia y de la melancolía. Entonces, creamos esos
bocetos de vida que muchos años más
tarde adquiere las formas perfectamente definidas en esos lienzos recubiertos de colores intensos, pero asimismo de una
paleta de grises en un rincón del cuadro
que conforma cada una de nuestras existencias.
Me
alegré reconocer ese sábado del mes de octubre de 2012, en ese enclave
privilegiado de la Costa Mediterránea,
que Luis sigue siendo the entertainer;
Agustí el perfecto relaciones públicas dotado de una descomunal humanidad y una
sonrisa inquebrantable; Pedro destilando nobleza a raudales; Víctor haciendo de
la discreción un sello inconfundible, o Jaume mostrando una franqueza conforme
a un valor inviolable... Y Mª Àngels, Sergio (“uno de los nuestros”, aunque
fuera un curso por debajo)... y todos los de la Generación del 67 de
Lacinia que no estuvieron allí en el plano físico pero sí en nuestro recuerdo
al rememorar pasajes que conservamos con arreglo a perpetuarse. Para ellos y
los profesores (Alfonso, Eusebio, Josep, Andrés...) que velaron por la mejor
educación posible, solo tengo palabras de gratitud y espero que esa amistad
retomada no se pierda en una nube de disculpas en forma de «pasé página» y otras tantas frases hechas en el
devenir de una vida que algún día cesará. Entonces si que habremos pasado página...
definitivamente.
1 comentario:
Yo también me suelo acordar de vez en cuando. Cuantos y qué maravillosos recuerdos.
Aún hoy en día y a mis 50 años siento añoranza y de vez en cuando me arropo con tales recuerdos y vivencias.
Soy antonio olivares.
Saludos.
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