El próximo 4 de septiembre se cumplirán veinte años de la muerte de Thomas Tryon (1926-1991), actor que resplandeció en la década de los cincuenta pero que pronto su estrella cinematográfica y televisiva declinaría. Nunca he sentido la convicción de que Tryon fuera algo más que un discreto actor, pero mi valoración cambia sustancialmente al medir su capacidad de narrador de relatos cortos y novelas, en un ejercicio al que se consagró toda vez que se retirara de los platós cinematográficos a finales de los años sesenta. Un tránsito, el de la interpretación a la escritura en prosa, que se eleva por derecho propio en una excepción entre los correligionarios que anduvieron por el Studio System. Leídos algunos de sus escritos, cabe interrogarse cuán lejos hubiera podido llegar Tryon si, en lugar de sobrevenirle el gusanillo por la interpretación hubiera escogido enfilar el sendero de los Norman Mailer, Kurt Vonnegut, Phillip Roth y tantos otros. Me atrevería a decir que hubiera formado parte de esa Corte de grandes literatos estadounidenses que habían tomado el testigo de los Erskine Cardwell, John Dos Pasos, Ernest Hemingway o F. Scott Fitzgerald, este último un referente a tomar en consideración al ir desgranando las esencias del mayúsculo prosista que, en cualquier caso, resultó ser Tyron.
Gracias a Tomás Fernández Valentí hace poco he podido leer Mitos de cristal (1976), en una edición ya añeja a cargo de Argos Vergara. Claro que el principal atractivo de este Crowned Heads repose en Fedora —uno de los cuatro relatos— en virtud de la adaptación al cine que llevara a cabo Billy Wilder en la que se corresponde con su última delicatessen. Pero con todo lo de interesante que subyace en el texto de Fedora —una mirada sobre el mito (bajo el patrón de la Greta Garbo ) que se camufla de la sociedad en una charada que soporta la parte de misterio del relato—, Lorna representa un magisterio de escritura cincelado por una parte final que no tiene desperdicio. Un prodigio de escritura detallista que describe a lo largo de unas ochenta páginas la vida de la actriz Lorna Doone —sin parentesco con el personaje del film homónimo de Phil Karlson—, cleptómana, promiscua, viva-la-virgen que entra en barrena desembocando en parajes exóticos de la costa española (allí vivió uno de sus últimos coletazos cinematográficos el bueno de Tryon) o de México cuando las luces se apagan en ese medio donde se había cruzado con Fedora y Willie Marsh en el plató, otro de los personajes que merecen un capítulo aparte, en forma de relato, en Mitos de cristal, para cuyo bosquejo Tryon se ampararía en la vida y muerte de Ramón Novarro, asesinado en extrañas circunstancias. El cuadro de los relatos de Crowned Heads se completa con Bobbitt, la propuesta menos sugerente en que la historia se alarga en exceso cuando todo parecía indicar que con una cuarentena de páginas bastaría para dar a conocer a esa ex estrella infantil que toma el perfil, pongamos por ejemplo, Roddy McDowall. Independientemente de que Bobbitt quede coja en relación a los otros tres relatos, la conecta con ese mundo infantil malsano, lleno de perfidia que destila su masterpiece El otro (1971), la cual leí hace años en edición de Opera Prima. Me reservo la dicha de volver en el futuro sobre la literatura de Tryon, ya bien sea revisando The Other —en contra de lo que se pueda presuponer, con notables diferencias respecto a la soberbia versión cinematográfica guiada por el sentido y la sensibilidad propia de Robert Mulligan— o accediendo a los textos de Lady (1974), Harvest Home (1973) —existe una adaptación televisiva en formato miniserie de ese relato de terror con trasfondo de mitos paganos a lo Wicker Man con Bette Davis, otra de las caras posible de Fedora— o Night Magic (1995), publicada a título póstumo. Toda una ironía razonando que se trata de un relato sobrenatural —en cierta manera, siguiendo ciertos enunciados de El otro— ordenado por la mente de este escritor que encierra en sí mismo una historia de novela y, a renglón seguido, de película con tintes folletinescos, a imagen y semejante de Mitos de cristal. A Otto Preminger se le deben muchas grandes películas (entre mis favoritas, El rapto de Bunny Lake), pero para la causa literaria, el haber «torturado» a Tryon en el plató de El cardenal (1963). El hastío para con el medio empezaría entonces a hacer mella en Tryon y con ello una retirada que supuso un renacer como escritor. Veinte años le pusieron a prueba. Tiempo suficiente para ir descubriendo un filón lleno de talento.
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