Sidney Lumet secundado por Àlex Carrilero (izda.) y Christian Aguilera (dcha.) |
Corría septiembre de 1993. Sidney Lumet (Filadelfia 1924- Nueva York 2011) visitaba la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya con motivo de un ciclo que se le ofrecía en torno a su vasta obra que no colocaría el cierre sino más bien tomaba renovados impulsos hasta el punto que llegaría a filmar un par de trabajos que se sitúan entre lo más granado de su director: La noche cae sobre Manhattan (1996) y Antes que el diablo sepa que has muerto (2007). Por aquel entonces empezaba a dar forma a mi primera monografía, La generació de la televisió: la consciencia liberal del cinema americà, que tendría dos «vidas» editoriales, la primera en catalán (1994) y una posterior —revisada y corregida, en castellano (2000)— y la presencia de Lumet en la Ciudad Condal era agua de mayo para alguien persuadido de que la aportación de los directores objeto de estudio representaría un factor que ayudaría a dar cuerpo a la propuesta. Previa cita convenida, me acerqué con mi amigo Àlex Carrilero al hall del Hotel Calderón —lugar de pernoctación otrora obligatorio para futbolistas de la Primera División en vísperas de un partido de liga o de Copa del Rey— y allí estaba Lumet, quien después de una breve conversación con los responsables de la Filmoteca, dio el visto bueno para que aprovecháramos un recorrido en limousine por Barcelona con el fin de efectuar la entrevista pensada... y soñada. Recuerdo el detalle de que Lumet cogió el mamotreto ciclostilado que hacía las veces de galeradas del libro en ciernes y señaló que una de las fotos de la improvisada portada a color presidida por los seis principales miembros de la Generación de la televisión, la de Robert Mulligan estaba extraída de una imagen captada de la pequeña pantalla. Así fue. Para él no había secretos sobre las técnicas fotográficas aplicadas al cine. Àlex y yo vivimos una de esas horas que guardaremos para siempre en nuestros particulares baúles de los recuerdos. Una vez la limousine se situó frente a los estudios de Catalunya Ràdio, Lumet aguardó un instante para que nos fotografiáramos con él. Aquel «joven» que vestía camiseta y pantalones tejanos, próximo a la sesentena, nos acompañó en la propuesta de sonreír a cámara y con ello rubricar un día inolvidable.
La intuición es uno de los elementos que siempre me han guiado a la hora de interesarme por la carrera de uno u otro director, de un escritor, de un músico, etc. No me van las actitudes gregarias al albur de las modas o de las tendencias, y a los veintitantos supe cuán injusto resultaba ser catalogar sin más a Lumet de mero artesano, un yes man al estilo americano. El tiempo acaba colocando a cada uno en su sitio y me complace pensar que esa defensa acérrima (pero matizada) sobre el cine de Lumet y de otros directores de su generación hoy en día tiene una aceptación más que razonable y extendida. Para aquellos persuadidos en un enrrocamiento atroz, negando el pan y la sal al cine de Lumet —cada vez menos, cabe decirlo— suelen quedar en evidencia cuando sustentan su discurso crítico sobre la base del conocimiento de una docena —a lo sumo— de una filmografía compuesta por cuarenta y pocos largometrajes. Quedan, por tanto, fuera de visión ese iceberg situado bajo la superficie donde sitúo buena parte de los logros de la obra de Lumet, desde el riesgo que comportaría la modélica adaptación de la novela homónima de E. L. Doctorow —Daniel (1983): ¿para cuándo una edición en DVD que saque a relucir las virtudes de esa compleja historia trufada de flashbbacks y flashforwards, en sintonía con el planteamiento narrativo de su última película?— hasta esa inspirada pieza de cámara llamada Un lugar en ninguna parte (1988) que define las emociones con la precisión de un cirujano —no puede dejar de conmoverme cuando suena el Fire and Rain de James Taylor en una celebración de cumpleaños donde los regalos tienen un único sentido simbólico—, pasando por La ofensa (1973), El príncipe de la ciudad (1981), la magistral Distrito 34: corrupción total (1990)... Pero entre la abundancia de aciertos sé reconocer esas naderías que Lumet se apresuró a rodar, a veces con un sentido prosaico, otras con la necesidad de ganar confianza en algunos de los aspectos que competen a la dirección —es el caso de Llamada para el muerto (1967), después de haber perfilado una primera etapa en blanco y negro en la trascripción de una realidad que tendría en el operador Boris Kaufman su socio más perspicaz—. Puntos débiles de una filmografía que supo, en cualquier caso, radiografiar infinidad de microcosmos, por lo general, ubicados en la cosmópolis de Nueva York. Espero perderme algún día por las calles de Nueva York y dibujar una sonrisa plena de satisfacción cuando una de ellas lleve el nombre de Sidney Lumet. Paseando por sus aceras, a buen seguro, me asaltarán las melodías helénicas que Mikis Theodorakis escribió para Sérpico (1974), contemplaré a Al Pacino apelando voz en grito a Ática ante su improvisada audiencia que circunda una entidad bancaria, o convocando a Peter Finch frente a otras audiencias, las catódicas, en uno de esos títulos proféticos que encierra la filmografía de Lumet, Network, un mundo implacable (1976). Y al final de la calle, me sentaré en un banco para recrearme en fragmentos de esa tragedia griega que obedece al nombre de Antes que el diablo sepa que has muerto. Padres e hijos, culpas y perdones. Esa es, en esencia el cine de Lumet, el que apela al individuo en primera instancia. Esperemos que las nuevas generaciones de aficionados, antes que el diablo de la tecnología digital que todo-lo-puede, sepa que haya muerto un cineasta de la categoría de Lumet y se atrevan a ir buceando en una filmografía donde se encuentran todos los colores primarios... del ser humano. Si se hace con el acompañamiento de su espléndido manual Making Movies (1995), el broche de oro está servido. Gracias, Sidney, por tu cine con sus defectos y enormes virtudes, tu constancia y persuasión, tu talento y dedicación. Y, en definitiva, por ennoblecer ese arte que tanto y tantos amamos. Descanse en paz.
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