domingo, 18 de julio de 2010

ELMER BERNSTEIN (1922-2004): TAN CERCA... DEL CIELO MUSICAL

En el annus horribilis para el mundo de la música de cine, esto es, en 2004, la luctuosa noticia del fallecimiento de Jerry Goldsmith (1929-2004) y David Raksin (1912-2004) al poco vendría acompañada por la de Elmer Bernstein (1922-2004). Hasta la fecha no había dedicado un post en Haldane sobre un compositor hour de categorie (valga el símil ciclista) por el que sigo profesando una admiración absoluta. La buena nueva de la edición en CD, a cargo del sello Varèse Sarabande, de Secretos de un matrimonio / A Walk in the Spring Rain (1970) que he adquirido recientemente, amén de la coincidencia que hace sesenta años debutó como autor de bandas sonoras en el campo del largometraje, ha dado pie a rendir mi particular tributo a Elmer Bernstein desde este modesto blog. Sin parentesco alguno con otro «notable» de la música con mayúsculas, Leonard Bernstein, el artífice de partituras que forman parte del acervo cultural-cinematográfico como Los siete magníficos (1961), El hombre de Alcatraz (1962) Matar un ruiseñor (1962) o La gran evasión (1963) define como pocos la expresión de una regularidad sostenida en el curso de cinco decenios largos. Es de aquellos compositores que al escuchar una de sus partituras en disco compacto, vinilo o (re)visionando alguna de las películas en las que colaboró el vocablo decepción raramente suele sobrevenirme. Para estas bandas sonoras escritas en el pentagrama por Elmer Bernstein siempre hace acto de presencia una calidez intrínseca a sus notas que embellecen el panorama humano tratado en el celuloide. En la única oportunidad que puede tener cerca a Mr. Bernstein —poco antes de su deceso, en la previa de su memorable concierto en la Sala Gran del Auditori de Barcelona— traté de expresar, de forma telegráfica (contexto obligaba), lo que en síntesis considero que fue su trayectoria profesional: sus primeros años coincidieron con la paulatina extinción de un modelo de cine de grandes decorados, majestuoso en sus formas con el oropel del technicolor y del cinemascope; el verdadero realce de su obra vendría dada por su alineamiento con producciones de los años sesenta y setenta gobernado por un humanismo a flor de piel en el centro de sus respectivas narraciones; su tercera y última etapa (años ochenta y noventa) obedecería al dictado de la infantilización del cine, salpicada de varias colaboraciones en films que miraban a través del retrovisor y requerían de la participación del neoyorquino para extraer el máximo partido de unos sentimientos generalmente expresados de una forma soterrada. Al cabo de mi breve exposición él asintió con la mirada y las palabras. Quise leer en esa mirada un poso de nostalgia, de pesar por un cine que ya no regresaría y con ello el potencial creativo de Bernstein quedaría básicamente supeditado a subrayar auténticas naderías en las que la hondura psicológica de los personajes brillaba por su ausencia. Por ello, cuando Bernstein tuvo frente sí la oportunidad de colaborar con operaciones llámese retro o con aromas de clasicismo, no desaprovecharía la ocasión para sacar de sus entrañas el genio tocado por el pincel de la sensibilidad que llevaba dentro. La edad de la inocencia (1993), Al caer el sol (1997) y Lejos del cielo (2003) conforman ese trípode de «virtuosismo otoñal» que apuntar en el casillero profesional de Elmer Bernstein; ejercicios que hicieron mejores películas a los trabajos orquestados tras las cámaras por Martin Scorsese, Robert Benton y Todd Haynes, respectivamente. Éste último no pudo tener mejor olfato al recurrir a la figura de Bernstein para una historia ubicada en un entorno rural de los Estados Unidos en los años cincuenta. Ese periodo que serviría, entre infinidad de cuestiones, para entronizar el concepto del american way of life, pero que al rascar un poco sobre su superficie se nos presentaba una realidad paralela sustancialmente disímil. Una realidad que, en apariencia, para el aficionado los primeros compases profesionales de Elmer Bernstein podrían obedecer al retrato-robot de compositor en ciernes con talento que se fogeaba en producciones a la espera que la oportunidad de oro se presentara al cruzar el umbral de la treintena. Los diez mandamientos (1956) se aventuraba como esa oportunidad que nadie en sus cabales y con la templanza suficiente hubiera dejado escapar. Pero alguien creyó que las notas de Bernstein tenían el color rojo —como él mismo señaló en la que a mis oídos fue una auténtica master class— y anduvieron remisos en Hollywood en contratar a Bernstein, dejándolo a su suerte al verse involucrado en una serie de títulos de la sci-fi que oscilaban entre la B y la Z. La maquinaria del maccarthismo estaba aún a medio o pleno rendimiento, pero por fortuna su purgatorio en producciones de ínfima calidad —en consonancia con sus presupuestos— no hicieron mella en el ánimo del neoyorquino. A partir de ese encuentro que proveería la «divina providencia» que se dio entre Bernstein y Cecil B. De Mille la leyenda para el compositor de ascendencia judía se iniciaba con paso firme. Parafraseando el título del libro de memorias de otro de los que estuvo en el ojo del huracán del senador Joseph McCarthy y de sus acólitos, Ring Lardner, Jr. Me odiaría cada mañana... si no escuchara la música de ese gigante llamado Elmer Bernstein. Seguiré dejando que fluyan las lágrimas por mis mejillas mientras escucho esas piezas que interpelan al corazón como el célebre main title de To Kill a Mockingbird. Una auténtica bendición para esa parte intangible de nuestro ser... humano. 

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