viernes, 30 de julio de 2010

TOREANDO A LA VIDA: ABOLICIONISMO VS FIESTA NACIONAL

Escuchando Carrusel Deportivo, el programa futbolero por antonomasia de las tardes del domingo, un periodista abordó a «Mágico» González, y le preguntó sobre una corrida de toros, resabiado que al delantero del Cádiz CF se mostraría entusiasmado con la Fiesta Nacional que tendría en la Tacita de Plata uno de sus reductos con mayor solera en Andalucía. Pero la respuesta de aquel fino estilista salvadoreño del balompié fue de lo más imprevisible: «Soy más toro que torero». El periodista de marras salió con el rabo entre las piernas y devolvió raudo la conexión a los estudios centrales. Desde aquel momento no he podido encontrar una mejor definición o postura en relación a la práctica del toreo y, por consiguiente, la decisión de la abolición de la denominada Fiesta Nacional en Catalunya, aprobada en el Parlament el pasado 27 de julio, guarda un poso de satisfacción en lo personal por mi formación netamente humanista, que pasa por evitar, en la medida de lo posible, el sufrimiento injustificado a los animales. Pero todo ello no debe tapar o esconder que la decisión tomada en el Parlament forma parte de una estrategia política perfectamente diseñada y delimitada por las fuerzas nacionalistas catalanas en el afán de allanar un camino expedito hacia la independencia. Esa estrategia pasaba inexorablemente por llevar a cabo la derrota de un símbolo del españolismo por excelencia como la fiesta taurina. Una fiesta milenaria que en territorio catalán se tambaleaba hasta el punto de parecerse a una figura moribunda... En lugar de su muerte natural, empero, se ha optado por una estocada definitiva, que tiene ya fecha de caducidad: el 1 de enero de 2012.
A diferencia de los que pronostican una lenta pero firme segregación entre Catalunya y el resto del territorio español, sirviendo el asunto de la abolición de las corridas de toros como elemento catalizador, mi pensamiento va en otra dirección. Esa maniobra orquestada en la oscuridad por Convergència i Unió (CIU), Esquerra Republicana (ERC) e Iniciativa per Catalunya (IC/Verds), con la suma de algunos «disidentes» del Partit dels Socialistes (PSC), ha sido una suerte de pataleta en respuesta al dictámen del Tribunal Constitucional que ha «desnaturalizado» algunos artículos de l’Estatut por no ajustarse a derecho. En el horizonte del invierno de 2012, cuando se escenifique el fin de Fiesta, no serán pocas las fuerzas políticas, culturales —Ómnium a la cabeza— y/o impulsadas por la sociedad civil en general que traten de sacar rédito de la situación, buscando nuevos frentes paras evidenciar las diferencias existentes de base entre Catalunya y lo que entienden por España. Sinceramente, para alguien que ha vivido en esta parte del Mediterráneo desde que nació, al margen del parecer que pueda despertar el sentimiento en torno a las corridas de toros y la cuestión lingüística —por muchos factores correctores que haya a favor de la lengua que hablo habitualmente tan sólo cabe fijarse en una realidad apabullante: el español es la tercera lengua más hablada en todo el mundo— la razón de ser de una separación de territorios entre Catalunya y el resto del estado español no se sustenta más que en la mente de nacionalistas que se retroalimentan de este sentimiento como único motor que da sentido a sus vidas. Ese patriotismo españolista rancio que critican no deja de ser el espejo de un nacionalismo a ultranza en defensa de una identidad catalana que promulgan a los cuatro vientos sin querer darse cuenta que su «código genético» es prácticamente idéntico que el de los habitantes allende del río Ebro. Pueden variar el orden de la secuencia de la cadena de algunas «bases», pero en su conjunto las diferencias son imperceptibles: catalanes, vascos, gaditanos, onubenses, vallisoletanos, madrileños o albaceteños seguimos encarando nuestras existencias con el pálpito que algún día nos tocará la lotería; consideramos a la clase política como un mal necesario; nos seguimos encandilando frente al televisor cuando se celebra el enésimo Partido del Siglo del planeta futbolero y un largo etcétera de lugares comunes. Salvo que alguien me haga ver otra realidad, la población catalana no demuestra un inusitado entusiasmo por los programas culturales del 33 (algunos programas de gran calidad tienen audiencias paupérrimas) —el equivalente a la 2 en territorio hispano—, ni tiene una mayor receptividad por la lectura ni cuando acude a las discotecas se plantan para que toque la Filarmónica de Berlín en detrimento del dj de turno con su repertorio de sonidos etéreos y machacantes. Pero ya se sabe que los políticos se agarran a un clavo ardiendo y para justificar el color de sus partidos hacen bueno el aforismo que dijo alguien que buscó inspiración para uno de sus más célebres libros durante su estancia en Catalunya —en calidad de brigadista—: «todos somos iguales, pero unos más iguales que otros». George Orwell dixit. Una igualdad que se viste con el traje de luces de confusión con el propósito de cambiar nuestro orden natural. Como los escaladores que buscan cualquier resquicio de la pared, para aferrarse con los dedos en forma de tentáculos o ventosas, los nacionalistas escudriñan esas grietas en las que filtrar un discurso vehemente. Para un servidor, lo aprobado en el Parlament es un triunfo de los defensores de los animales que siempre han sido conscientes que su lucha ganaría un impulso descomunal si se daba vía libre a la abolición de las corridas de toros. Salvo honrosas excepciones, a la clase política catalana no les guiaba sus principios veganos en esa jornada sino más bien los principios dictados por Marshall McLuhan: «el fin justifica los medios». Esos medios se los puso en bandeja una propuesta abolicionista surgida de una iniciativa popular que pilló con la guardia baja a los amantes de la Fiesta Nacional. Como diría un cronista avezado en el arte de la tauromaquia, esos toreros que lucen su gallardía y valentía en el ruedo frente a murlacos que les alcanzan hasta la altura del cuello fuera del mismo se muestran mansos en la defensa de un oficio de inveterada tradición. A partir de ahora ni una doble verónica les salvará de asistir al sepelio al pasar la última página del calendario de 2011. Brindaremos por ello, aunque la celebración habrá quedado un tanto aguada por ese oportunismo en forma de vendetta a la que se han acogido buena parte de sus dirigentes políticos catalanes. No puedo dejar de confesar que me hubiera gustado otro final más limpio para la Fiesta en suelo catalán, en consonancia con la nobleza del toro bravo, el único animal que me despierta compasión sobre el ruedo. Los unos lo hacen de forma voluntaria; los otros obligados colgando la etiqueta de que su destino se traza sobre un círculo. El círculo de la muerte natural... como la vida misma.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

DE ACUERDO EN CASI TODO CRISTIAN ¿PERO QUE ME DICES DE LOS CORREBOUS ?
UN TORO DE LIDIA SUFRE 20 MINUTOS HASTA SU MUERTE .UN TORO DE LOS CORREBOUS DIS SI Y DIA TAMBIEN POR LO MENOS EN VERANO. SE LE INCENDIAN LOS CUERNOS Y SE LE SUELTA PARA QUE UN PUÑADO DE ENERGUMENOS LO PATEEN LO COJAN DEL RABO LO MALTRATEN ETC ETC

Christian Aguilera dijo...

Hola:

Me parece igualmente una salvajada. Claro está que la prohibición de los correbous tendrá que llegar un día u otro, pero de momento CIU y otros partidos tienen el voto cautivo en esas latitudes, en las zonas del Delta del Ebre. Una vez, de pequeño, al asistir a las fiestas de un pueblo de Teruel donde se celebraba el torombolao tuve suficiente para denigrar esa forma de diversiones de muy dudoso gusto.

Un saludo,

Christian Aguilera