lunes, 4 de noviembre de 2024

«CADA NOCHE, A LAS NUEVE» (1963) de JULIAN GLOAG: CHILD’S PLAY

 

Aunque compartíamos el amor por los libros, el cine y asimismo ciudad —un servidor de nacimiento y él de adopción— José María Latorre (1945-2014) y yo nos vimos poco y tan solo coincidimos en una ocasión con un grupo de amigos. Celoso a la hora de dejar prestados libros (figuraba escrito su nombre y la fecha de adquisición), recuerdo que de su inmensa colección tuve acceso gracias a él por primera vez a la lectura de A las nueve, cada noche (1963) del británico Julian Gloag (1930-2023), en una vieja edición del sello Destino con una portada de tonalidades azulverdosas. Entiendo que no resultó fácil para José María Latorre «desprenderse», ni que fuese durante unos días de esta pieza literaria que muchos de los que visitamos la cinta dirigida por Jack Clayton con una cierta inquietud literaria quisimos saber del contenido de la novela de partida adaptada por la que acabaría siendo la esposa del cineasta —Haya Harareet, de origen palestino—, y por su compatriota Jeremy Brooks. Desde entonces anidaba la esperanza que algún día podía poseer mi propia edición de la opera prima de Gloag. Todo indicaba que el sello Impedimenta, tarde o temprano, llevaría a cabo la publicación de Our Mother’s House, máxime después de los precedentes de haber editado Un lugar en la cumbre (1957) de John Braine, La solitaria pasión de Judith Hearne (1955) de Brian Moore y El devorador de calabazas (1962) de Penelope Mortimer, todas ellas con un hilo en común: sus adaptaciones al celuloide corrieron a cargo de Jack Clayton. Me consta que Our Mother’s House era un título que tenía en cartera Enrique Redel y su equipo, pero quizás el conocimiento de la noticia de la muerte de su autor en Francia —convertido con el devenir de los años en su país de adopción— precipitara la publicación de la novela, eso sí, con el título cambiado en relación a la edición de Destino, Cada noche, a las nueve. Sería, pues, la primera de las correcciones a las que se encomendaría Olalla García para la traducción de un texto en el que proliferan los diálogos. En todo caso, el orden de los factores (gramaticales) no altera el producto. Con la confianza que me sigue generando un libro de Impedimenta que cuente con una traducción a cargo de uno de los integrantes de la formidable «plantilla» de profesionales del sello madrileño, en mi segunda lectura de Cada noche, a las nueve he podido recrearme en algunas sutilezas empleadas por Gloag en el curso de la narración. A modo de ejemplo, Gloag, valiéndose de una voz omnisciente, describe las sensaciones que experimenta al descubrir el tipo de mujeres a las que invita Charlie Hoock (el padre ausente que regresa al hogar tras el fallecimiento de la madre a la que se refiere el título original): «Pero Hubert sabía que no se había equivocado. Ahora, cuando iba a abrir la puerta principal, ya no sentía ningún cosquilleo de emoción, ni de miedo. En un par de ocasiones habían venido mujeres… ¿O señoras? Cuando se marcharon, su aroma permanecía en la sala durante mucho tiempo». Al omitir el vocablo «prostituta» o «puta» indica que Julian Gloag pensaba también en el potencial público adolescente o juvenil que podría acercarse a una novela que, al ser «traducida» en imágenes quedó sustancialmente rebajado su contenido dramático, sobre todo en el episodio que compromete a la salud de Gerty, optando Harareet y Brooks por la recuperación «milagrosa» de la pequeña, en contraste con la fatalidad a la que aguarda al segundo más pequeño de los siete vástagos que tiene a su «cargo» Charlie Hook. A tenor de la descripción física que hace Gloag de este pendenciero y mujeriego personaje, cuadraría mejor con la fisonomía del Gérard Depardieu de los años noventa que Dick Bogarde. No obstante, la vileza que muestra bajo los efectos del alcohol Bogarde en su encarnación de Charles Roland Hoock cautivaron de tal manera a Luchino Visconti que lo eligió para el papel de Friedrick Bruckman en La caída de los dioses (1969) y para el rol de Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia (1971).  Sin lugar a dudas, Latorre aplaudiría la decisión de Visconti y, al mismo tiempo, debió conocer en algún momento de su vida la problemática generada entre Gloag e Ian McEwan, a quien acusó de «inspirarse» en Out Mother’s House el ensamblaje narrativo de Jardín de cemento (1978), editado en lengua española por Anagrama. A pesar de las evidentes similitudes relativas a su premisa argumental —fruto o no de la casualidad—, McEwan iría más allá de lo que plantea Gloag en su novela, deslizándose por esos oscuros rincones relativos al incesto y la identidad sexual. No obstante, Gloag se reservaría en la recámara una dulce venganza —tras haber perdido la fe en los tribunales de justicia; McEwan nunca fue condenado por plagio— con la publicación de Lost and Found (1981), en que de alguna manera adapta al terreno de la ficción novelada una historia que, al parecer, le marcó de por vida. Huelga decir que Ian McEwan es el escritor de éxito al que se refiere la novela de Gloag que podría ser traducida como «Objetos perdidos» y quien sabe si en un futuro puede quedar integrada al catálogo de Impedimenta.             


martes, 1 de octubre de 2024

«EL ARPA DE HIERBA» (1951): EL ÁRBOL DE LA VIDA

Cuando pensamos en un lugar idílico donde reclinarnos para leer un libro nos sobreviene la imagen de un árbol que luce esplendoroso en un entorno natural, ya sea por ejemplo en el claro de un bosque o en el lateral de un campo perfectamente perimetrado merced a la superficie cultivada. El árbol como símbolo estático integrado al conjunto de la naturaleza ha inspirado una notable lista de piezas literarias indistintamente en formato de novela o de relato corto. Además de ello, ha servido de improvisado habitáculo para personajes de ficción que hacen acto de presencia en obras literarias, particularmente en las novelas publicadas en los años cincuenta El arpa de hierba (1951) y El barón rampante (1957), segundo de los tres volúmenes que conforman la trilogía del «Nuestros antepasados» (1952-1959) de Italo Calvino. Buen conocedor de la literatura de Truman Capote, no debería extrañar que el escritor italiano tomara nota aunque fuese a nivel del subconscientedel contenido de la novela de Capote, en especial por lo que atañe a los pasajes en que el personaje de Collin Fenwick alter ego del precoz escritor sureño motu proprio decide instalarse en una cabaña situada en lo alto de un majestuoso árbol. Una muestra de rebeldía que funciona a modo de oposición a los convencionalismos, al orden establecido por los que se rige una localidad rural del estado de Alabama, persiguiendo un sentido metafórico que seis años más tarde plasmaría en una de sus novelas más celebradas el escritor oriundo de Cuba Italo Calvino. Pero, a diferencia de Cosimo di Rondò, Collin Fenwick forma parte de una pequeña «comunidad» integrada por su tía Dolly Talbo, la criada Catherine y su amigo Riley Henderson. Todos ellos acabarán enfrentados a las fuerzas vivas de una comunidad rural de la que la tía Verena antítesis de su hermana Molly atiende al perfil de señora rica, aposentada en su particular «Shanadú». Allí ocupará plaza temporalmente Colin, cuya descripción física, condición de huérfano y edad concuerda con el el propio escritor, salvo en su estatura. De algún modo, Capote quiso alterar la realidad concediendo a su imaginación la imagen de un adolescente de un metro y setenta centímetros, casi un palmo más de su estatura. Se trata de uno de los trazos físicos distintivos de Truman Capote, quien combatió toda suerte de complejos con una proverbial capacidad para la escritura fruto, entre otras consideraciones, de sus (afiladas) dotes de observador del entorno que le tocó vivir durante sus años de adolescencia. Para la segunda de las novelas que llegó a publicar Capote dejando al margen sus cuentos— ofrece un pormenorizado retrato de un microcosmos rural vitaminado a partir de su conocimiento de primera mano de aquellas existencias de personajes sojuzgados por la hipocresía inherente a esos «universos cerrados», en el que apenas trascienden noticias del exterior, más aún si cabe provenientes allén de las fronteras de los Estados Unidos. Conforme se ha ido reeditando por parte del sello Anagrama contabilizando un total de diez hasta la fecha, para la ocasión dentro de la colección CompactosEl arpa de hierba sigue acumulando méritos para que su entrañable historia, no exenta de episodios (tragi)cómicos, traspase los muros de los Estados Unidos y pase a ser lectura «obligada» a las escuelas de países como el nuestro, a la estela de novelas cargadas de humanismo como Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee (amiga de infancia del menudo escritor) o El barón rampante, de Calvino, quien había imaginado el sur de los Estados Unidos a través de las lecturas de textos, entre otros, de Truman Capote, antes de viajar a Norteamérica.              


miércoles, 24 de julio de 2024

«LA MEMORIA DE LOS ANIMALES» de CLAIRE FULLER: EXPERIMENTANDO CON EL PASADO

 

Ávida lectora, Isabel Coixet hace algo más de un lustro adaptó a la gran pantalla La librería, la novela corta de Penelope Fitzgerald (1916-2000) que alcanza, a día de hoy, su décimo quinta edición a cuenta del sello Impedimenta. Dentro del mismo catálogo de la editorial madrileña, no me cabe duda que Coixet ha reparado en otro nombre propio de escritora inglesa, el de Claire Fuller (n. 1967), cuyo repóker de novelas publicadas hasta la fecha dan la medida de una prosista de primera categoría, además de ser poseedora de propuestas que pivotan sobre personajes femeninos afectados, por lo general, de una dificultad de comprender el mundo que les rodea. A veces lo hacen, como el personaje de Jeanie en Tierra inestable (2021), desde una marginalidad que razona en tiempos de la realidad del siglo XXI, a modo de botón de muestra de la dificultad de sobrevivir en un mundo hostil al albur de la problemática ligada a la precariedad laboral, el cambio climático o de la carestía de la vida, Para su siguiente novela, La memoria de los animales (2023) opera desde planos temporales distintos, al igual que en Swimming Lessons (2017), pero con la particularidad que el pasado de la «heroína» de la función literaria —Nefty— es evocado desde un pasado representado a través del filtro de los recuerdos. Una vez más, en la obra de Fuller se dan cita relaciones paternofiliales trenzado de un sentimiento ambivalente, en ocasiones servidos en un tono de reproche y en otras con apremio a la disculpa o la indulgencia. Claire Fuller, atenta a la realidad de nuestro tiempo, ha creado con La memoria de los animales una de las primeras novelas de verdadero empaque recreadas en el marco de una pandemia, a imagen y semejanza a la vivida con la COVID-19, y que puso en jaque al mundo a lo largo de un trienio, el comprendido entre 2020 Y 2022. No obstante, Fuller desborda semejante espacio temporal en que la humanidad entra en una fase crítica dada las elevadísimas tasas de mortalidad ofreciendo una visión un tanto apocalíptica, y deja que buena parte del relato transite por los recuerdos de infancia y de adolescencia de la protagonista, en tierras helenas. Ello sirve en bandeja el ir hilvanando un relato en que vuelve a aflorar en la literatura las complejas relaciones entre padres e hijos, que ya habían tenido acomodo por primera vez en la opera prima de la escritora, Our Endless Numbered Days (2015), de la que IMpedimenta anuncia edición en español presumiblemente de cara al próximo año.

   Haciendo gala de un proverbial uso de un lenguaje abonado a una descripción minuciosa, acaso puntillistas de cada uno de los espacios por donde se conduce el personaje de Nefty, quien coincide con el Doc de Cannery Row (1945) de John Steinbeck en compartir la condición de biólogo marina. Una formación que representa una rara avis (más allá de los márgenes de la ciencia-ficción o de la fantaciencia) dentro de la literatura universal y que da pie a desplegar un particular animalario, en que gana prestancia un pulpo con resabios de «mascota» a los ojos de Nefty, una auténtica autoridad en el conocimiento de esta especie con capacidad de (auto)regenerar partes de su anatomía. Por su parte, los tentáculos de Fuller se posan para su quinta novela en un tipo de literatura con una formulación de distopía, aunque más alineada con un pronunciamiento metafórico, a juego con el título que luce en una de las portadas más bellas servidas por el sello Impedimenta, cortesía de Lisa Ericson.       


miércoles, 17 de julio de 2024

«ENTRE LOS MUERTOS: TIEMPO NO PERDIDO, 2» (1949) de STANISLAW LEM: LAS TRIBULACIONES DE UN ASPIRANTE A MÉDICO EN LA POLONIA OCUPADA

Cuando un escritor alcanza un prestigio a nivel internacional que le procura un «estatus» de clásico presto a ser admirado por varias generaciones, empiezan a aparecer en el mercado editorial las denominadas «obras de juventud». En la mayoría de ocasiones se trata de esbozos de futuros trabajos de enjundia, piezas que pueden anticipar un talento emboscado merced a algunos destellos de genialidad, pero sin mayor recorrido. Para tal menester, las editoriales de turno se esmeran en publicitar semejantes «obras de juventud» conforme a un descubrimiento digno de ser conocido por el lector atento al devenir profesional de un determinado autor o autora. Al cabo, el sentimiento de decepción suele predominar cuando nos enfrentamos a este tipo de obras propias de escritores en ciernes que andando los años lograron situarse en un lugar privilegiado de la Literatura Universal. Nada de ello ocurre, a mi juicio, cuando concluyo la lectura de Entre los muertos. Tiempo no perdido, 2 (1949), una suerte de continuación de El hospital de la transfiguración (1948), sendas piezas escritas por Stanislaw Lem en los años inmediatamente posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial. En virtud del hecho que El hospital de la transfiguración vaya, a día de hoy, por la novena edición, la lógica dictaba que el sello Impedimenta no dejara pasar la oportunidad de publicar Entre los muertos. Tiempo no perdido, 2, uno de los «eslabones perdidos» de la fecunda obra de Stanislaw Lem, Con prólogo de su biógrafo Wojciech Orliński —autor de Lem: una vida que no es de este mundo (2021, Impedimenta)—, la lectura de Entre los muertos. Tiempo no perdido, 2 deja al descubierto el talento natural del escritor de origen judío, quien igualmente hubiese sido un extraordinario narrador de relatos o novelas alejadas del espectro de la ciencia-ficción. No obstante, el texto impregnado de un crudo y, en ocasiones, desgarrador realismo del que hace gala la segunda de las novelas de Lem, queda convenientemente «desenfocado» al traspasar el ecuador de la obra en cuestión. En un destello de genialidad, Lem emplea la funda de la metáfora para dejar constancia que su alter ego literario Stefan Trzyniecki observa el mundo a través de los ojos propios de alguien que empieza a emplear los «prismáticos» de un científico y más concretamente de un astrónomo: «Entró en el patio. Por la puerta entreabierta de un amplio barracón destellaba un fuego azul. Se acercó hasta allí y desde el umbral observó con creciente curiosidad el oscuro interior. Le pareció que se abría ante él un modelo a escala del universo. En mitad de la oscuridad brillaba el sol: una llameante esfera encrespada. A su alrededor giraba un planeta rojo e incandescente, más allá se vislumbraban otros planetas y, a gran altura, amarilleaban algunas estrellas inmóviles. Cuando su vista se habituó, se dio cuenta de que el sol era la llama de un soplete de gas; el planeta, un aro de hierro transportado por un empleado; los otros cuerpos celestes, las cabezas agachadas de gente trabajando de rodillas, y las estrellas bombillas». Toda una declaración de intenciones para alguien que con el cambio de década presentaba sus credenciales para figurar entre los «elegidos» de la literatura adscrita a la ciencia-ficción. Al respecto, tal como detalla Orliński en su biografía, Jerzy Pański, director de la editorial Czytelnik, fue quien ofreció a Lem la posibilidad de publicar Astronautas (1950), considerado uno de los títulos pioneros de la ciencia-ficción polaca. A partir de entonces, se iría dibujando un panorama esperanzador para el escritor oriundo de Leópolis, cuyo via crucis en tiempos de guerra quedó convenientemente «enterrado» en el caso de Entre los muertos. Tiempo no perdido, 2. Una forma de mantener distancia para con una realidad lacerante, aquella capaz de ir forjando un carácter indomable, el propio de un escritor con las antenas orientadas hacia espacios del conocimiento como la biología, la geología, la física o la astronomía. Una curiosidad insaciable por el conocimiento científico en sus múltiples disciplinas que paradójicamente obtuvo su impulso a través de la escritura una vez «desertado» del ejército de médicos licenciados durante y en los años posteriores a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Al calor de la lectura de textos como el que nos ocupa, el diagnóstico parece claro: el genio de Lem ya tributaba en una «obra de juventud» que ha aguardado una eternidad hasta su publicación en lengua española con traducción a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Modoniewicz, enfrentados a un texto parcialmente escrito en alemán y con algunos adornos, en forma de expresiones, en ucraniano, la lengua propia en la actualidad de Leópolis, la ciudad natal de un ser que tuvo una vida que no es de este mundo. Wojciech Orliński dixit.          

 

domingo, 5 de mayo de 2024

«CUENTOS INCOMPLETOS» de T. C. BOYLE: LA GENIALIDAD DE UN MAESTRO DEL RELATO CORTO

 

Al fallecer hace unos pocos días Paul Auster (1947-2024) me preguntaba, entre otras cuestiones, el porqué ninguno de los principales integrantes de una excepcional generación de escritores estadounidenses ha obtenido el Nobel de Literatura hasta la fecha. En nuestro país podemos calibrar la importancia de la aportación a la Literatura de algunos de los integrantes de esta excelsa generación como John Irving (n. 1948), Stephen King (n. 1947), James Ellroy (n. 1948) o el propio Auster, dado que sus respectivas obras llevan tiempo circulando en el mercado nacional en lengua española. En cambio, Thomas Coraghessan Boyle (n. 1947) ─en arte, T. C. Boyle─ apenas había asomado, a nivel editorial, en el estado español en periodo finisecular con su voluminosa novela El balneario de Battle Creek (1993), a rebujo del estreno de la adaptación cinematográfica llevada a cabo por el inglés Alan Parker, cuyo relato pivota sobre el pintoresco doctor Kellogs. Pero a partir de la segunda década del siglo XXI el sello Impedimenta ha propiciado una «operación rescate» de uno de los más distinguidos escritores norteamericanos a través de la publicación de algunas de sus novelas y, desde la primavera del año en curso de su prolija actividad en calidad de cuentista. No en vano, presumo que un considerable porcentaje lectores estadounidenses han entrado en contacto con el universo literario de Boyle a través de su «especialidad» como cuentista. Al respecto, hay donde escoger porque, a día de hoy, son diez los volúmenes de cuentos o relatos cortos que Boyle ha visto publicados. Dos de ellos han servido de base para los Cuentos incompletos que acaba de ver la luz en librerías en el estado español con la rúbrica de un neoyorquino ─al igual que el finado Auster─ que lleva mucho tiempo instalado California, un «punto caliente» de la geografía estadounidense que sigue sufriendo toda suerte de calamidades climáticas, en particular una oleada de incendios de gran magnitud por su virulencia, uno de los cuales llegaría a devastar su domicilio cercano a Santa Bárbara. Con todo, T. C. Boyle no ha perdido su peculiar sentido del humor que queda reflejado en no pocos de los cuentos que jalonan el presente volumen conformado por un total de cuarenta y cuatro relatos extraídos de Stories (1998) e Stories II (2013). Los mismos basculan entre la decena y la treintena de páginas, en que Boyle deja al descubierto su proverbial dominio y riqueza del lenguaje al servicio de historias que, a buen seguro, podían tener un desarrollo más extenso. Pienso, por ejemplo, en «Después de la plaga» (1998), en que el lector penetra en un espacio de devastación, el provocado por una epidemia de naturaleza vírica, dando carta de naturaleza a una historia al más puro estilo Last Man on Earth. Botón de muestra del humor (corrosivo) que invade a la escritura de Boyle lo encontramos, por ejemplo, en un párrafo de este relato cuando razona (en tercera persona) que dos de los personajes supervivientes de la devastación «… bebían coñac de una bota y hacían el amor envueltos en propileno, Gore-Tex y nailon». Un modo de entender la práctica sexual que conecta con el principio vector que rige la relación entre los protagonistas de «Amor moderno», la primera de las piezas integradas en este volumen. Al término del relato se hace referencia a la enfermedad de Lyme. Ironías del destino, el propio T. C. Boyle sufrió dicha enfermedad muchos años después de escribir esta pieza incluida en Stories. Una enfermedad que afecta a la piel, endémica de zonas como el sureste de los Estados Unidos, allí donde sigue dando clases ─en la UCLA─, cuya trayectoria llama a las puertas de un Nobel de Literatura que se ha resistidos a una generación excepcional de escritores USA de registros disímiles. De todos ellos Boyle es quien ha seguido (obstinadamente) dedicado al relato corto, en paralelo a su quehacer como novelista desde su irrupción a mediados los años setenta hasta la fecha con su última obra, Blue Skies (2023), ya en fase de preparación por parte de Impedimenta para su puesta de largo en librerías de cara al próximo curso. Mientras tanto, podemos deleitarnos con estos Cuentos incompletos socorridos por una punción humorística que llama a la desmitificación en el caso de «En lo profundo» (1975), a propósito de la figura del oceanógrafo Jacques Yves Cousteau o de «Beat» (1997), colocando en el centro de su trama ─a medio camino entre el homenaje y la sátira─  a los (Allen) Ginsberg, (William) Burroughs, (Jack) Kerouac y (Neal) Cassidy. Asimismo, de sus páginas podemos extraer una expresión ─«hypster»─ que hizo fortuna en nuestro país en los años previos a la irrupción de la pandemia, justo el periodo en que Impedimenta fijó su atención en T. C. Boyle con el ánimo de dar a conocer su vitaminada obra incompleta… gracias a su desempeño diario de seguir escribiendo sin parar.  


viernes, 26 de abril de 2024

STAMPING GROUND. HOLLAND FESTIVAL OF MUSIC (1971): WOODSTOCK CON ACENTO HOLANDÉS

 

El seísmo provocado por la celebración del Festival de Woodstock en el verano de 1969 tuvo sus consecuencias en forma de «réplicas» registradas al otro lado del Atlántico, en especial una que llevaría por nombre Stamping Ground. Rotterdam vivió su particular Woodstock, pues, con la puesta de largo de un macrofestival que convocó a unas cien mil personas, la mayor parte proveniente de los Países Bajos y de distintos puntos del viejo continente. Recién inaugurada la estación estival, del 26 al 28 de junio una des ciudades porturarias más importantes de Europa acogió un festival de música que pasaría a los anales en nuestro continente a la hora de repartir en varias jornadas la actuación de numerosas bandas con un denominador común: favorecer a un ambiente de libertad y desinhibición en todos los sentidos. Algunas de estas bandas contratadas para la ocasión por promotores holandeses ya habían participado del evento de Woodstock, y otras como Pink Floyd ─ausentes de un macroconcierto que había convocado a cerca de un millón de personas─ serían headliners en un cartel ciertamente atractivo por su carácter ecléctico y la combinación de grupos o cantautores consagrados con la de bandas o figuras emergentes del panorama musical adscrito en mayor o menor medida al rock. Al igual que para la confección del documental ─con un valor de calado histórico nada desdeñable─ de Woodstock se dieron cita cineastas que años más tarde tributarían en el espacio de producciones made in Hollywood ─en singular Martin Scorsese. Ocupando plaza en funciones de montador─, Stamping Ground sirvió de ejercicio preparatorio para futuros cineastas de cierto peso en la industria cinematográfica de los Países Bajos, caso del codirector de la función George Sluizermetteur en scène de Desaparecida (1989) y su «réplica», léase remake USA fechado en 1993─, del montador Roger Spottiswoode ─por aquel entonces requerido por Sam Peckinpah para idéntico menester en la producción angloamericana Perros de paja (1971)─ y del director de fotografía Jan De Bont, piedra angular en el cine de Paul Verhoeven, quien revolucionó la escena cinematográfica en aquella misma década. Al margen de todo ello, el verdadero foco de interés del certamen musical Stamping Ground cabe ponerlo en la categoría que ya atesoraban algunas de las bandas que se subieron a un escenario rodeado por un público entregado a la «causa», en una estampa típicamente hippie, y por una corriente fluvial por la que transitaban patos ajenos al hecho de ser «testigos» de excepción un acontecimiento histórico-festivo.  Entre estas formaciones de primer nivel cabe destacar a Pink Floyd y The Byrds, que habían pasado en ambos casos por periodos de incertidumbre al tener que reemplazar a piezas que parecían insustituibles. En el caso de Pink Floyd Syd Barrett fue sustituido por David Gilmour, y otro tanto de lo mismo sucedería con la salida (en su caso, temporal) de David Crosby, cubriendo su puesto Clarence White. Curiosamente, Crosby ─una vez constituido como trío junto a Stephen Stills y Graham Nash, y ocasionalmente en cuarteto con la incorporación de Neil Young─ sirvió de «molde» para el look de Dennis Hopper en Buscando a mi destino / Easy Rider (1969).  Ejerciendo de codirector, guionista e intérprete del film de los «Moteros tranquilos» ─Peter Biskind dixit─, Buscando mi destino supuso un cambio de paradigma en el seno de la industria cinematográfica estadounidense, constituyendo su banda sonora una muestra significativa de la efervescencia musical de aquel periodo con nombres propios como los de The Byrds, liderada por Roger McGuinn, el letrista e intérprete de The Ballad of Easy Rider ─todo un himno para una generación─ que hizo acto de presencia en ese summer love en la ciudad de Rotterdam, a orillas del río Mosa. Allí donde se dieron cita un conglomerado de grupos que transitaban desde el rock psicodélico y/o progresivo de Pink Floyd, Jefferson Airplane o Soft Machine hasta el blues-rock practicado por la banda Santana ─todo un ejemplo de mestizaje─, asimismo presente en el mítico Woodstock. Los ecos de aquel concierto que desbordó todas las expectativas posibles no tardarían en dejarse sentir casi un año más tarde, reproduciendo ciertos comportamientos entre el público asistente ─aunque en mucha menor escala─ en el que, a los ojos de hoy en día, no quedaría exento el debate sobre las consecuencias medioambientales que tamaña concentración de personas en un espacio más bien limitado ─más aún si cabe en una zona limítrofe a un río, convertido en un auténtico vertedero─ generaría. Daños colaterales que para muchos de los participantes de aquel evento no parecía revestir demasiada importancia frente a una experiencia que, a buen seguro, ha perdurado en sus memorias para siempre.      

lunes, 15 de abril de 2024

«LAS HUELLAS DEL SOL» (1983) de WALTER TEVIS: UN «BUSCAVIDAS» ESPACIAL

 

Durante los tiempos de la pandemia de la COVID-19 en las plataformas digitales llegaron dos miniseries unidas por un mismo tronco en común: Walter Tevis (1928-1984). La primera en ser emitida, Gambito de dama (2020), no había sido adaptada previamente a la gran pantalla, a diferencia de El hombre que cayó a la tierra (2021-2022), cuyo precedente cinematográfico sigue formando parte del amplio repertorio de producciones guiadas tras las cámaras por Nicolas Roeg ociosas de ser catalogadas de cult movie o, en su defecto, de películas malditas. Tevis hizo su debut como novelista de ciencia-ficción precisamente con The Man who Fell to the Earth (1963), aún reciente en la memoria de los aficionados al cine la excelente adaptación al celuloide de El buscavidas (1958) a cargo de Robert Rossen.

   En la que, a la postre, sería la recta final de su trayectoria vital, Walter Tevis abordó la escritura de un par de novelas que le volverían a situar en la senda de la sci-fi. Presumiblemente, Enrique Redel y su cuerpo de colaboradores de Impedimenta, repararon en el nombre de Tevis a partir de conocer el contenido de los siete episodios que conforman la miniserie de Gambito de dama. Al escarbar en su obra dieron con dos gemas preciosas, Sinsonte (1980) y Las huellas del sol (1983), prestas a ser publicadas en lengua española y, de esta forma, abonar el espacio de la ciencia-ficción dentro del sello madrileño. Tras la lectura de sendos libros la apuesta de Impedimenta razona sobre la idea de integrar en la excelsa editorial varias de las piezas literarias fundamentales del género fantástico y de la ciencia-ficción (en su derivada distópica) surgidas más allá del nombre propio de Stanislaw Lem en la pasada centuria. Cuando el propio escritor polaco tan solo acertaba a nombras a Philip K. Dick conforme a un colega de profesión digno de ser destacado entre los del «bando» estadounidense, presumiblemente no hubiese sido captado por su radar Sinsonte y Las huellas del sol, debido a que Tevis estaba a años luz de ser considerado un autor reconocido dentro del género en el viejo continente. Al igual que Dick, Tevis nació en 1928, dejando patente una concepción pareja sobre la raza humana que camina hacia su extinción fruto de su propia vanidad y capacidad de autodestrucción en un planeta cada vez más capidisminuido en sus recursos naturales «clásicos» en el devenir del siglo XX, esto es, el carbón y el petróleo. El carácter visionario de Tevis (profesor de Literatura Inglesa y Escritura Creativa) queda patente en varios pasajes de Las huellas del sol cuando, por ejemplo, hace referencia a los coches electrónicos que se integran en el «paisaje» urbano de las grandes ciudades o deja que su fértil imaginación muestre una suerte de impresora 3-D («Introduces los pies en un precioso dispositivo llamado “lector de contorno” y el puñetero trasto te hace un par de Adidas ahí mismo»)en una inmensa galería. En contrapartida, el escritor californiano yerra al pronosticar, a más de treinta años vista, que «la última gasolinera de Estados Unidos cerró cuando yo tenía cuatro años», esto es, al cabo de cumplir cuatro años Benjamin Belson un apellido fonéticamente muy próximo al Eddie Felson de The Hustler, el (anti)héroe de una función literaria que se proyecta en el tiempo al año 2064, en que el futuro de la Tierra depende de su supervivencia de los recursos naturales provenientes de otros planetas. En una toma de decisión propia de un ególatra en grado superlativo, Ben Belson bautiza con su mismo apellido un planeta que ha descubierto junto con otros tripulantes de la nave Isabel. De allí extrae el que podría ser un sustituto para el petróleo y el carbón, un salvoconducto para ser venerado por su país de nacimiento, del que el multimillonario lanza uno de sus dardos envenenados al confesar durante su visita a la Ciudad Imperial de Pekín, al rescate de su esposa, que «la verdad es que nada de lo que se hace en Estados Unidos es de primera categoría salvo las teles y las patatas fritas. Me refiero a la televisión en sí, porque nuestros programas son para cretinos». Sin margen de error, Belson habla por boca de Tevis, quien a sus cincuenta y cinco años –una edad similar a la del millonario cosmopolita oriundo de Ohio— brindó la que, a mi juicio, se corresponde con una de las grandes novelas adscritas a la ciencia-ficción de perfil distópico del último tercio del siglo XX. Al año de su comparecencia en librerías de este hito de la sci-fi, Walter Trevis falleció dejando tras de sí una huella firme en el suelo de un género por cuyos derroteros no hubiesen apostado que se podría conducir el autor de El buscavidas a los ojos de infinidad de lectores de la época en que vio la luz.  


miércoles, 14 de febrero de 2024

«EL ACCIDENTE EN LA A35» de GRAEME MacRAE BURNETT: BAJO LA SOMBRA ALARGADA DE PATRICIA HIGHSMITH

 

Bajo el título «epílogo del traductor de la edición inglesa» de la edición de La desaparición de Adèle Bedeau (2021) su autor Graeme Macrae Burnett relata, a modo de apéndice, una pura invención que involucra al cineasta Claude Chabrol en la realización de una adaptación de la novela homónima fechada en 1989. Semejante producción hubiese podido encajar en la filmografía de Chabrol, quien solía escoger las localizaciones de sus películas cuenta la «leyenda»— en función de su devoción por la rica gastronomía del país vecino. A buen seguro, Chabrol no hubiese «renegado» de los placeres culinarios que pudieran ofrecer los restaurantes sitos en Saint Louis, la localidad que sirve de epicentro de la novela La desaparición de Adèle Brunet. Desde allí se puede desplazar en automóvil hasta la ciudad de Estrasburgo por una autopista que cubre una distancia de unos ciento treinta y dos kilómetros. En un día de tránsito normal, en hora y media nos podemos plantar en Estrasburgo si partimos desde Saint Louis. De madrugada, la distancia se puede recorrer en menos tiempo, pero siempre existen contratiempos sobre el asfalto más si el firme se encuentra mojado que pueden precipitar a la desgracia como lo acontecido con el empresario local Bertrand Barthelme en El accidente en la A55 (2023) cuyo subtítulo «Un caso para el inspector Gorski» lo conecta de facto, a nivel autoral, con La desaparición de Adèle Brunet. El inspector Gorski acude al lugar del accidente teniendo presente en su mente un consejo que le había dado fruto de su larvada experiencia en el Cuerpo de policía su predecesor en el cargo, Jules Ribéry: «Los casos se resuelven con esto, no con esto», aludiendo en primera instancia al estómago y, en segundo término, a la cabeza. Una sentencia expresada por el inspector Ribéry que hubiese podido hacer suya Chabrol, pero aplicada al medio cinematográfico.

    La premisa que plantea El accidente en la A35 podría tener igualmente asiento en el cine del ex crítico y escritor cinematográfico Chabrol entre otros libros, autor de una monografía sobre Alfred Hitchcock abordada en los años sesenta, pero su lectura ha coincidido en el tiempo con el visionado de La cosas de Richard (1980), en la que Frederic Raphael adapta su propia novela. Se trata de una producción británica pero «condimentada» con un «aliño» a la francaise, en que un accidente automovilístico en una carretera que cruza la ciudad de Ipswich desencadena una serie de situaciones que convocan a generar dudas sobre los actos previos de la víctima. En el caso de Richard’s Things el implicado en el siniestro requiere de hospitalización, pero no pierde la vida a las primeras de cambio. En El accidente en la A35 la muerte de Bertrand Barthelme se produce de manera fulminante, sin posibilidad de reanimación. Ya desde sus primeras páginas, la novela se sostiene a nivel narrativo con la mirada puesta en las enseñanzas de Patricia Highsmith, toda una especialista en la crónica negra, una de cuyas novelas El grito de la lechuza adaptó Claude Chabrol a finales de los años setenta. El recuerdo de Highsmith planea de contínuo en El accidente en la A35, al trenzar en la historia un juego puramente detectivesco en la que no falta una figura impositva del género, la de las pistas falsas con unas reflexiones de cariz moral, en que el lector acaba tomando consciencia que lo maniqueo no encuentra asidero en el desarrollo de la misma. No hay blanco y negro. Será en una zona habitada de tonalidades grises donde descubramos la verdad de los comportamientos de unos y otros, en que la precisa pluma de Graeme Macrae Burnet emerge como uno de los más dinos herederos de la legendaria escritora texana. Si Saint Louis es una ciudad situada en la divisoria entre Francia y Suiza, por lo que se desprende de sus cuatro novelas publicadas hasta la fecha de Graeme MacRae Burnet todas ellas publicada en lengua española por el sello Impedimenta, su fértil obra hace «frontera» con Highsmith, empadronada en el país helvético y, por consiguiente, bastante «próxima» a una ciudad en la que el inspector Gorski hace las veces de sheriff local enfrentado a los poderes «ocultos» de Saint Louis, de los que participaba activamente el finado Bertrand Barthelme, a la sazón padre de Raymond, un adolescente con veleidades de detective mientras lleva a cabo su particular despertar sexual.