Cuando un escritor alcanza un prestigio a nivel internacional que le
procura un «estatus» de clásico presto a ser admirado por varias generaciones,
empiezan a aparecer en el mercado editorial las denominadas «obras de juventud».
En la mayoría de ocasiones se trata de esbozos de futuros trabajos de
enjundia, piezas que pueden anticipar un talento emboscado merced a algunos destellos
de genialidad, pero sin mayor recorrido. Para tal menester, las editoriales de
turno se esmeran en publicitar semejantes «obras de juventud» conforme a un
descubrimiento digno de ser conocido por el lector atento al devenir
profesional de un determinado autor o autora. Al cabo, el sentimiento de
decepción suele predominar cuando nos enfrentamos a este tipo de obras propias
de escritores en ciernes que andando los años lograron situarse en un lugar privilegiado
de la Literatura Universal. Nada de ello ocurre, a mi juicio, cuando concluyo
la lectura de Entre los muertos. Tiempo no perdido, 2 (1949), una suerte
de continuación de El hospital de la transfiguración (1948), sendas
piezas escritas por Stanislaw Lem en los años inmediatamente posteriores a la finalización
de la Segunda Guerra Mundial. En virtud del hecho que El hospital de la
transfiguración vaya, a día de hoy, por la novena edición, la lógica
dictaba que el sello Impedimenta no dejara pasar la oportunidad de publicar Entre
los muertos. Tiempo no perdido, 2, uno de los «eslabones perdidos» de la
fecunda obra de Stanislaw Lem, Con prólogo de su biógrafo Wojciech Orliński —autor
de Lem: una vida que no es de este mundo (2021, Impedimenta)—, la lectura de Entre
los muertos. Tiempo no perdido, 2 deja al descubierto el talento natural
del escritor de origen judío, quien igualmente hubiese sido un extraordinario
narrador de relatos o novelas alejadas del espectro de la ciencia-ficción. No
obstante, el texto impregnado de un crudo y, en ocasiones, desgarrador realismo
del que hace gala la segunda de las novelas de Lem, queda convenientemente «desenfocado»
al traspasar el ecuador de la obra en cuestión. En un destello de
genialidad, Lem emplea la funda de la metáfora para dejar constancia que
su alter ego literario Stefan Trzyniecki observa el mundo a través de los ojos
propios de alguien que empieza a emplear los «prismáticos» de un científico y
más concretamente de un astrónomo: «Entró en el patio. Por la puerta entreabierta
de un amplio barracón destellaba un fuego azul. Se acercó hasta allí y desde el
umbral observó con creciente curiosidad el oscuro interior. Le pareció que se
abría ante él un modelo a escala del universo. En mitad de la oscuridad
brillaba el sol: una llameante esfera encrespada. A su alrededor giraba un
planeta rojo e incandescente, más allá se vislumbraban otros planetas y, a gran
altura, amarilleaban algunas estrellas inmóviles. Cuando su vista se habituó,
se dio cuenta de que el sol era la llama de un soplete de gas; el planeta, un
aro de hierro transportado por un empleado; los otros cuerpos celestes, las
cabezas agachadas de gente trabajando de rodillas, y las estrellas bombillas».
Toda una declaración de intenciones para alguien que con el cambio de década
presentaba sus credenciales para figurar entre los «elegidos» de la literatura
adscrita a la ciencia-ficción. Al respecto, tal como detalla Orliński en su
biografía, Jerzy Pański, director de la editorial Czytelnik, fue quien ofreció
a Lem la posibilidad de publicar Astronautas (1950), considerado uno de
los títulos pioneros de la ciencia-ficción polaca. A partir de entonces, se
iría dibujando un panorama esperanzador para el escritor oriundo de Leópolis,
cuyo via crucis en tiempos de guerra quedó convenientemente «enterrado» en
el caso de Entre los muertos. Tiempo no perdido, 2. Una forma de mantener
distancia para con una realidad lacerante, aquella capaz de ir forjando un
carácter indomable, el propio de un escritor con las antenas orientadas
hacia espacios del conocimiento como la biología, la geología, la física o la
astronomía. Una curiosidad insaciable por el conocimiento científico en sus
múltiples disciplinas que paradójicamente obtuvo su impulso a través de la
escritura una vez «desertado» del ejército de médicos licenciados
durante y en los años posteriores a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial.
Al calor de la lectura de textos como el que nos ocupa, el diagnóstico
parece claro: el genio de Lem ya tributaba en una «obra de juventud» que ha
aguardado una eternidad hasta su publicación en lengua española con
traducción a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Modoniewicz, enfrentados a un
texto parcialmente escrito en alemán y con algunos adornos, en forma de expresiones,
en ucraniano, la lengua propia en la actualidad de Leópolis, la ciudad natal de
un ser que tuvo una vida que no es de este mundo. Wojciech Orliński dixit.
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