La
proverbial capacidad de los hermanos Joel y Ethan Coen por dar acomodo a un
número ciertamente considerable de historias para el medio cinematográfico
tiene entre sus fundamentos la habilidad de procesar textos de autores
preferentemente estadounidenses y hacerlos pasar por el sedal de sus propias aspiraciones autorales. Situados en la
divisoria entre el espacio cinematográfico y el televisivo verbigracia de su
condición de producto made in Netfilix, el estreno en las plataformas digitales
—y de manera puntual su comparecencia en salas comerciales— de La balada de Buster Scruggs (2018) ha
servido, entre otras cuestiones, para fijar la atención en Jack London
(1876-1916), el novelista, cuentista, aventurero y ensayista que creó la serie
de historias que concurren en la producción dirigida y guionizada por los
hermanos Coen. Sin duda, cumplido con creces el centenario de su nacimiento,
John Griffith Chaney —operando bajo el álias de Jack London en virtud de sus
atribuciones de escritor salvada una etapa prosaica y una vida sojuzgada por un
sentido itinerante— sigue siendo un pozo sin fondo a la hora de amueblar
relatos fílmicos que, por lo general, incursionan en el género de aventuras. No
en vano, algunas de sus más célebres narraciones —La llamada de lo salvaje (1903), El lobo de mar (1904), Colmillo
blanco (1906), etc— han cobrado relevancia en la historia de un género
literario con una amplia tradición entre sus compatriotas estadounidenses, pero
asimismo en países del viejo continente y de Asia. Empero, El vagabundo de las estrellas (1915) —al que Fernando Savater se
refiere en su prólogo para Nørdica Editorial con el título El peregrino de la estrella, el empleado por una añeja edición de un sello valenciano—, a día de hoy, sigue quedando al margen de cualquier
tentativa de ser trasladada a la gran pantalla dada la extrema dificultad a la
hora de acomodar al terreno de los imágenes una novela de carácter
eminentemente introspectivo, narrado (en primera persona) por un convicto
llamado Darrell Standing. De manera puntual, Standing interpela al lector en la
necesidad de establecer un cordón
umbilical desde el plano emocional con aquellos prestos a dejarse seducir
por la fragancia de la obra de un
escritor que por aquel entonces acumulaba infinitas horas de vuelo. Pero sin este ardid la novela hubiese podido
funcionar de igual modo; se trata de un relato en blanco y negro (el color que mejor le sentaría para una
eventual traslación al cinematógrafo) que nos sumerge en una realidad que
coloca de manera perenne a nuestro héroe en el frontispicio de la muerte. Lejos de claudicar frente a las acciones
de sus torturadores —los guardias y el alcaide de la prisión de San Quintín—,
Standing extrae de sus pensamientos la materia prima para crear una realidad
paralela, aquella capaz de explorar en mundos que pertenecen a periodos de la
Historia muy diversos (incluido el de la crucifixión de Jesucristo) donde solo
se ha podido viajar a través de la
lectura de libros en que computa en primera instancia el género de aventuras.
En este sentido, El vagabundo de las
estrellas —en una proverbial traducción al castellano de Héctor Arnau— puede
entenderse conforme a una carta abierta de amor a la literatura, en forma de
corolario, cuya publicación se sitúa en los estertores de una vida que se apagó a las puertas de cumplir su
cuarenta y un aniversario. La mitad de su corta existencia la dedicó en cuerpo y alma a la escritura de decenas
de miles de páginas, un porcentaje residual de las cuales quedó al arbitrio de
quienes lo juzgaban —entre ellos colegas de profesión— con el calificativo de «plagiador». No fueron pocas las evidencias
de semejante práctica por parte de London, quien además del dolor moral que le comportó sentirse atacado
con vileza por periodistas, editores y escritores a los que en verdad
apreciaba, sufrió el físico a propósito de sus problemas hepáticos, agudizados
por sus tendencias dipsómanas. En buena lid, el padecimiento físico de Darrell
Standing —doblemente prisionero, el de una celda espartana y de reducido tamaño,
y el que le procura quedar atrapado en una camisa de fuerza (de ahí el título
original de la novela de marras: The
Jacket) durante varios días— va de la mano del propio Jack London en la
recta final de una existencia en la que logró, eso sí, rubricar una auténtica
obra maestra. En no pocos pasajes de El
vagabundo de las estrellas, anexionados con la desbordante imaginación de Standing
los lectores que hayan podido disfrutar de sus relatos de aventuras reconocerán
su huella indeleble. Pero en esta ocasión la fórmula utilizada por London
trasciende el marco propio del género, elevándolo a los altares de una obra
que, como pocas, deviene una oda al poder de ensoñación que procura la literatura,
a modo de punto de fuga de cada una de nuestras realidades cotidianas. A modo
de botón de muestra de las enseñanzas
que deja una lectura calibrada desde lo emocional sobre la capacidad de
resistencia del ser humano, subrayo en rojo (virtualmente) una párrafo que
define al personaje creado por el autor californiano: «Como digno heredero de las leyes
de Mendel, debo reconocer que no soy otra cosa que mi pasado. Todos mis seres
anteriores, con sus voces, sus ecos y sus impulsos residen dentro de mí. En mi
modo de actuar, en el fuego de mis pasiones, en las intermitencias de cada uno
de mis pensamientos intervienen todas y cada una de mis existencias anteriores:
todos los seres que me precedieron y que formaron parte en el proceso de mi
creación». Amén.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
martes, 21 de mayo de 2019
«EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS» (1915) de Jack London: PRISIONERO DE LA IMAGINACIÓN
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