Para una
eventual antología que haga un recorrido por la historia de lo que podríamos
colegir la «Segunda
Edad de Oro de la televisión», presumiblemente Carnivàle
(2003-2005) podría figurar conforme a una nota de pie de página o, en el mejor
de los casos, glosando su argumento en unos pocos párrafos en alguno de los
apartados en que se agrupen series que hayan abordado la temática de los
fenómenos sobrenaturales. Sin embargo, para un servidor su importancia en el
contexto del florecimiento de las series de televisión de ámbito anglosajón en
el arranque del siglo XXI es bastante mayor del que se podrá adjudicar a Carnivàle. Se podrá esgrimir en su
contra que la serie de marras, en virtud de su alto coste de producción por
episodio y su paulatino descenso de audiencia llevó a la HBO a cancelar una
tercera temporada que había quedado sobre la mesa. Con ello, cabía otorgar de facto el calificativo de serie
inacabada y relegada al olvido al poco de haber sido emitida su segunda
temporada.
Debo confesar que sentí curiosidad cuando
leí el plot de Carnivàle recién concluida la lectura del ensayo de Juan Andrés
Pedrero Santos Filmando la crisis: una
mirada desde el Séptimo Arte (2019, Calamar Ediciones), en que dedica un
notable espacio a analizar la incidencia que tuvo el crack bursátil del 29 en el seno de la sociedad estadounidense y
que se vio reflejado en el celuloide con un abanico de propuestas formuladas en
distintos géneros prestas a mostrar, quizás como ninguna otra cinematografía,
una realidad en que cursaba billete la noción de supervivencia en un amplio
sector de la población. Lo paradójico del caso es que los feriantes que
recorrían distintos puntos del país, en cierta medida, se beneficiaron de
aquella quiebra económica que estaba sufriendo el gruso de la población de los
Estados Unidos. En cada una de estos espectáculos ambulantes no faltaba la
figura del vidente que se valía de la desesperación de sus clientes para
engrosar sus arcas y con ello la de la empresa que sostenía su, por regla
general, fraudulento negocio. Asimismo, proliferaron los «mensajeros de Dios» que trataban de recabar la atención de
sus feligreses con espectáculos presentados en centros de culto donde se
obraban «milagros». Semejantes componentes no faltan en
el relato creado por el showrunner de
Carnivàle Daniel Knauf, quien
presentó a los directivos de la HBO un proyecto que cubría un total de seis
temporadas. Bien es cierto que el nivel de desarrollo de los episodios
resultaba muy desigual a medida que nos alejamos de la primera y segunda
temporada, estas sí, bien delimitadas sobre el papel por Knauf y el pool de guionistas —incluido el mismo—
que participaron en su arquitectura narrativa. Sin duda, para reforzar las
expectativas de éxito de la serie en ciernes HBO contrató al colombiano
–nacionalizado estadounidense— Rodrigo García, quien había merecido la atención
de la crítica cinematográfica con la cinta coral Cosas que diría con solo mirarla (2001). Él se responsabilizó de un
primer episodio —"Milfay"— (de los cinco que llegó a filmar) en que se da
cita entre su nutrido reparto un actor de lá órbita lynchiana, Michael J. Anderson, de apenas un metro de estatura y, a
la sazón, experto en computadoras a sueldo de la NASA y cantante itinerante con
una banda llamada, no sin cierta sorna, Wayward Gene and the Natural Selection (sic).
En un caso ciertamente singular, el de otorgar a un actor enano el rango de
protagonista en una serie, Michael J. Anderson representa uno de los grandes
aciertos de Carnivàle en el papel de
Samson, el patrón del circo ambulante. A pesar de su corta estatura, Samson se
gana el respeto de una troupe que hubiese podido dar juego en forma de versión
actualizada al siglo XXI de La parada de
los monstruos / Freaks (1932), de Tod Browning, precisamente rodada en los estudios de la Metro en el epicentro de la Gran Depresión. No obstante, Knauf optó por
favorecer la explotación de lo sobrenatural, en una apuesta por una visión
maniqueísta que requiere de una amplia paleta de matices. Una visión que se
acentúa en el devenir de una segunda temporada en que, de una forma
sistemática, en el montaje se entrelazan secuencias en que por regla general
toma el mando de la acción el personaje del miracle
man Ben Hawkins (Nick Stahl) con aquellas donde entramos en los dominios del reverendo
Justin Crowe (Clancy Brown). A propósito de la historia procura la convergencia de
sendas líneas argumentales, el director Todd Field vuelve a demostrar la
importancia que adquiere una trama con un fundamento dramático/trágico a través
del uso de los escenas nocturnos —véase sus largometrajes En la habitación (2001) y Juegos
secretos (2006)— en el antepenúltimo episodio —"Cheyenne, WY"— de una antología que da la impresión
cierra el círculo. Eso sí, deja alguna ventana
abierta para una tercera temporada, que pese a la presión ejercida por los
incondicionales de Carnivàle, no
logró que HBO diera su brazo a torcer en una decisión que parecía haber
adoptada en el inicio de la second season.
Curiosamente, se trata a mi juicio de la mejor de las dos temporadas en virtud,
entre otras cuestiones, de la portentosa encarnación del Mal de la que hace
acopio un imperial Clancy Brown, encarnando al amo y señor de
una comunidad religiosa (de la que forma parte su hermana Iris/Amy Madigan y la sirvienta Sofie/Clea DuVall, dos de las actrices especialmente entonadas) que pretende difundir su evangelio del Mal desde un enclave rural de California con voluntad de propagarse por el resto del país.
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