2016 lleva camino de ser uno de los annus horribilis para los amantes de la música de (pop)rock en sus
múltiples variantes por cuanto no cesan las noticias sobre defunciones (David
Bowie, Don Henley de Eagles, Paul Kanter y Signe Toly Anderson de Jefferson Airplane, Lemmy Kilmister de Motörhead, Black, etc.) de artistas que se
labraron un prestigio dentro de esta disciplina artística. Ante semejante
perspectiva, la aparente buena salud de la que gozan músicos por los que
profeso una pública y notoria admiración no es motivo suficiente para dejar
pasar la oportunidad para verlos y escucharlos sobre un escenario. En el caso
de Neil Young promedia esa edad —setenta
años— en que músicos entregados a la causa de una vida que cualquier
facultativo desaconsejaría sus cuerpos empiezan a pasarles factura, situándolos
en el pórtico de una eventual enfermedad que, a la postre, podría resultar
letal. Por ello, no podía dejar pasar la oportunidad de ver nuevamente en
concierto a Neil Young, en Madrid con motivo del recién creado Mad Cool
Festival. La suerte no me dio la espalda el primer día del mes de febrero del
año en curso cuando adquirí dos abonos del festival madrileño poco antes de que
la promoción expirara con todas las entradas vendidas. Esa suerte que me sería
esquiva en 1997 cuando Neil Young canceló una gira europea con parada en
Barcelona. Por aquel entonces, corrió el bulo que Young se había rebanado un
dedo mientras se aplicaba a la ebanistería. A efectos del relato personal, ese
año se situaba entre el fin de la etapa consagrada a la edición y dirección de
la revista Seqüències de cinema, y el
inicio de un nuevo proyecto que embarrancó por motivos ajenos a mi voluntad. De
aquel naufragio pude rescatar el
material que luego serviría para construir los pilares de la base de datos
de cine mundial www.cinearchivo.com
(hoy reformulada en www.cinearchivo.net).
Pero eso ocurrió con la llegada del nuevo milenio. En 1998 viví mi particular annus horribilis, tratando de recomponer
la figura y alzar la vista para enfrentarme a nuevos proyectos. En realidad,
aquella experiencia me fortaleció, pero al mismo tiempo explica el porqué de
querer controlar a partir de entonces aquellos proyectos donde me haya tenido
que implicar a fondo. En ese periodo de impasse,
el cine seguía siendo un «valor-refugio», mostrando un singular interés por la novedad que
representaba IMAX —una tecnología muy costosa que
acabaría claudicando frente al chip prodigioso—, al punto que llegué a escribir un guión para este
formato basado en el relato La doble
hélice escrito por mi scientific
hero James D. Watson. De las contadas personas que llegaron a leer el
guión se encontraba una chica llamada Anna que conocí durante la organización
de una muestra de documentales en la zona del Port Vell de Barcelona, muy cerca
de donde sigue ubicada la sala IMAX, ahora convertida en un “fantasma del
pasado” que vivió sus días de gloria en los estertores del siglo XX. Como reza
una estrofa de “Wish You Were Here” (una de las canciones-himno de Pink Floyd),
en aquel periodo Anna y yo We're just two lost souls
swimming in a fish bowl («tan solo éramos dos almas perdidas
nadando una pecera»). En una ocasión fuimos al cine a
ver Los amantes del Círculo Polar (1998).
Para ella, el film dirigido por Julio Medem representó una revelación toda
vez que se sintió identificada con el personaje de Ana que compone Najwa Nimri en
la pantalla. Al cabo de poco tiempo ella conoció a una persona de nacionalidad
argentina llamado Otto, al igual que el personaje que interpreta Fele Martínez.
Los palíndromos en la vida real iniciaron un idilio. Nunca más
supe de aquella chica rubia. Sencillamente, la perdí la pista. La sigo deseando
lo mejor para alguien que compartió conmigo momentos difíciles.
Transcurridos
varios lustros, Los amantes del Círculo
Polar asimismo han cobrado un significado particular para mí. Lo haría a raíz de
que Neil Young dio un concierto en 2009 en el marco del Primavera Sound. En
aquel periodo me encontraba enfrascado en la escritura de una monografía sobre
el genio canadiense y la ocasión —tras
la tentativa frustrada una docena de años atrás— resultaba propicia. Éramos miles de personas concentradas
en torno al escenario donde Neil Young ofreció un recital que demostraría su extraordinaria calidad
artística. En aquel recinto, entre el público asistente muy cerca de mí había
una persona muy especial. Quizás nos llegáramos a cruzar o tomáramos contacto a
nivel visual sin saber nada el uno del otro. Tres años más tarde, ella estuvo
en Torredembarra, en el III Rust Festival, evento consagrado a mayor gloria de
Neil Young. Ella se llama Esther Solías y ha pasado a ser mi mujer, mi compañera
y mi amiga. El destino nos ha unido. Prácticamente cuatro años después de aquel
primer encuentro, volveremos a gozar de un espectáculo presidido por Neil Young situado encima de los escenarios. Pero en esta ocasión lo haremos juntos, sin perder detalle
de lo que ocurra sobre los escenarios. It’s
a dream, only a dream. Un sueño del que no pienso despertar el resto de mi vida, sabedor que el amor llegó hace cuatro años para quedarse. Espero algún día
que nos sigamos procesando ese amor contemplando auroras boreales mientras desvío
un pensamiento hacia el film de Medem. Uno de esos films que, lejos de
desvanecerse, ha quedado sedimentada en el fondo de mis recuerdos
preferentemente por un doble motivo: al quedar asociado a la imagen de esa amistad
surgida en tiempos de confusión y desconcierto, y al calor del relato de esas almas sabedoras que sus destinos están
escritos para quedar conectadas para siempre.
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