La lógica dictaba que en el
marco de la 29 edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges la
tercera versión cinematográfica del clásico literario La isla del doctor Moreau (1896) se proyectara en su sesión inaugural,
dentro de la sección a competición o fuera de concurso. Semejante puesta de
largo hubiera podido ir acompañada de una exposición dedicada a H. G. Wells
(1866-1946), quien había fallecido medio siglo atrás dejando un legado
literario que inauguraba, en cierta manera, la denominada fantaciencia. Pero
durante aquel verano de 1996 las noticias provenientes de Norteamérica no
auguraban perspectivas halagüeñas para el desembarco comercial de La isla del doctor Moreau, una producción
que a punto estuvo de quedar suspendida pocas fechas después que el director
titular, Richard Stanley —uno de los múltiples “cineastas-prodigio”
descubiertos cara al aficionado a raíz del paso por Sitges, en su caso, de Hardware: programado para matar (1990)—, fuera
expulsado de su rodaje en un lugar remoto de Australia, concretamente en
Queen Island. Justo el mismo día que empezaba a andar la 29 edición del certámen
catalán —cuyo alumbramiento coincide con el año de nacimiento de un servidor—, la
distribuidora Líder Films estrenaba La
isla del doctor Moreau (1996), presumiendo que el atractivo de ver en la
gran pantalla a Marlon Brando y Val Kilmer —un
actor en alza en aquel periodo— sería suficiente argumento para
la asistencia masiva de espectadores. Pero nada de ello sucedió. Atendiendo a
mi interés para con el cine de John Frankenheimer —el
realizador que tomaría el relevo de Stanley—, asistí
a una de las primeras proyecciones del film en la Ciudad Condal , creo recordar
con alguna vaga idea de la “leyenda negra” que había acompañado a su fase de
(pre)producción. Al finalizar la proyección tuve la sensación que algo fallaba
si lo mejor se concentraba en sus primeros minutos, los correspondientes a los
títulos de crédito cortesía de Kyle Cooper. Un prodigio de originalidad que
ofrece un severo contraste con el resto de una cinta donde Brando y Kilmer
parecían campar a sus anchas, sin orden ni concierto. Por aquellas fechas debí
cavilar el porqué diantres Frankenheimer había aceptado un proyecto de esas
características, sin las garantías suficientes de que rigieran unos mínimos estándares
de calidad que se le conceden por derecho propio a un director de su talento.
Casi veinte años más tarde, en el que hubiera sido el marco natural para una
suerte de premiére europea de The Island
of Doctor Moreau, muchos de los interrogantes que se cernían sobre la
particular historia del antepenúltimo largometraje dirigido por Frankenheimer
quedarían despejados para un servidor al concluir la proyección del documental The Doomed Journey of Richard Stanley’s Island
of Doctor Moreau (2014).
De un tiempo a esta parte, mi presencia en
el Festival de Sitges se ha convertido en meramente testimonial entendiendo que
contemplar infinidad de películas en un corto espacio de tiempo no forma parte
del ideal de un servidor. Eso sí, cada año intento afinar en la elección de algún
título que me atraiga de manera especial o que tenga la certidumbre de que
nunca más podré tener oportunidad de verlo. Este último supuesto es el que me
hizo decidir por desplazarme hasta la Blanca
Subur el sábado 10 de octubre para ver el documental de
marras. Al entrar en la sala del Cine El Prado —conserva
su encanto retro con el patrio de butacas tallado en madera sin revestimiento
alguno en sus laterales— Richard Stanley hizo los honores de maestro
de ceremonias, presentando un documental del que deviene el máximo protagonista
en su primera parte. Recordaba haberlo visto en fotografías. Algo más entrado
en carnes, pero ataviado con un sombrero similar, tocado por una pluma, y
luciendo una melena negra, Stanley parecía agradecido de la asistencia de
bastante público tratándose de un documental que debía haberse colado en una
programación con una lista de títulos que parecía haberse multiplicado de
manera exponencial en relación a la edición de aquel lejano 1996 donde James
Woods había sido distinguido como mejor actor por su papel en Killer: A Journal of Murder (1996). Curiosamente,
Woods, siguiendo el dictado del contenido del documental dirigido por el prolífico
David Gregory, había sido uno de los intérpretes que figuraban en el proyecto en
curso antes que New Line se decidiera por la contratación de Val Kilmer para
dar cobertura al personaje de Montgomery. Excusa decirse que el testimonio de
Woods brilla por su ausencia en el documental pero sí, en cambio, aceptarían el
envite sus colegas Fairuza Balk —la
principal “aliada” de Stanley— y Marco Hofschneider, a quien cabe computar
uno de los momentos más hilarantes de The
Doomed Journey cuando relata que un día Brando se le acercó y se puso a
hablar con él en “alemán” o que recibió una patada en las partes nobles por
parte del «hombre más bajo del mundo» (el
dominicano Nelson de la Rosa
apenas alcanzaba los 70 cm
de altura; pieza más con la que vestir el freakismo
del que hace gala el film). El propio testmonio de Hofschneider se deja sentir
tanto en la primera como en la segunda parte de este documental ya que fue uno
de los pocos que estuvo de principio a fin del proyecto, atendiendo a las
indicaciones del “indio” Stanley y luego a las de Frankenheimer, quien acabaría
desquiciado con la actitud adoptada por el rubio actor de El santo (1997) al punto que manifestó alzando la voz ante una
parte del equipo de rodaje que «si dirigiera una película llamada La vida de
Val Kilmer ni siguiera contaría con él». Botón de muestra de lo que había derivado
aquel proyecto soñado por Richard Stanley, quien expresa a cámara el
descubrimiento de la novela de H. G. Wells a los cinco años, facilitada por su
progenitor para que su vástago reparara en las ilustraciones que contenía en su
interior una añeja edición de La isla del
doctor Moreau. Una “foto-fija” que Stanley no olvidaría y que le
predestinaría a uno de sus proyectos cinematográficos de su vida, cuidando hasta
el último detalle a través de bocetos e storyboards
que había ido preparando con diversos colaboradores. The Doomed Journey exhibe hasta qué punto la labor de tantos años
puede caer en saco roto, mostrando la crueldad de esa maquinaria que atiende a
impulsos no necesariamente creativos. Stanley conservaría su nombre en los créditos
en el apartado de guionista —en esos menesteres quedarían
convocados en distintas fases del proyecto Walon Green (Grupo Salvaje) y Michael Herr (autor de Despachos de guerra), entre otros—, pero
su visión del relato de Wells quedaría eliminada. En el epílogo de esta sesión
en El Prado, a preguntas de un servidor, Stanley revelaría que solo parte del
maquillaje había quedado reflejado en la película de lo imaginado o ideado por él.
Devastador balance para alguien que había sufrido en sus propias carnes los
desaires de un sistema implacable y que para tratar de vengarse de tamaña
humillación, Stanley, animado por un par de técnicos con una actitud
escasamente servil al stablishment, se
colocaría una máscara de perro y pulularía por el rodaje, llamando la atención
en particular el productor Edward R. Pressman por lo extraño de su comportamiento (no se quitaba la máscara para no revelar su identidad). De manera lacónica, Richard
Stanley sentencia en el tramo final del documental: «De
creador a perro». A pesar de ello, el realizador inglés
parece reservar aún una última bala por si los hados son propicios y
obsequiarnos algún día con una cuarta versión —descontadas
las “bastardas” fuera del alcance de los circuitos comerciales estándart— de La isla del doctor Moreau tal como la había
concebido. Solo así de esta forma parece dispuesto a abandonar temporalmente de
su refugio en los Alpes franceses, allí donde arranca un soberbio documental en su fondo y forma que difícilmente
olvidaré.
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