A día de hoy, Eraserhead / Cabeza borradora (1976-1977) sigue situándose en la
parte alta de piezas más extrañas que he podido contemplar en la gran pantalla
a lo largo de mi vida. A partir de su descubrimiento en un lejano pase en la Filmoteca de la Generalitat de
Catalunya seguí la pista de su «hombre orquesta» David Lynch, capaz de «septuplicarse» en director, guionista, productor, compositor,
diseñador de producción, montador... y técnico de sonido. Una tarea, esta última
que, lejos de relevarse subsidiaria, alcanza en el pensamiento de Lynch una
importancia suprema, siendo su primer largometraje el punto de colaboración
definitivo para saber que el cineasta de Montana había encontrado en Alan Splet
(1939-1994) su «alma gemela» en cuanto a comprensión de un lenguaje necesariamente acoplado a
lo que dicta la imagen. Así, el estudio pormenorizado del cine de Lynch pasa
inexorablemente por la evaluación de un sonido diseñado por la «factoría» Alan Splet, cuyo
arsenal de grabaciones de sonidos de una exquisita calidad, ya
sea captado de la naturaleza o por instrumentos de muy distinta condición no
encuentra parangón entre los de su profesión. Lynch señalaría que la
peculiaridad de la forma de obrar de Splet se debió a su formación de
violoncelista, de amante de la música clásica que le llevaría a afinar su oído
hasta ir dando cabida a la capacidad de discernir entre una infinidad de
sonidos orgánicos y no orgánicos. El paso siguiente para Splet se establecería
en razón de su carácter obsesivo y metódico, proponiendo toda clase de
registros sonoros bajo el patrón de una «hipercalidad» —en expresión del propio Lynch—, creando una base de
datos sin precedentes fruto de una labor estajanovista. Aquel pelirrojo próximo
al 1,90 m ,
y delgado como un alambre, ya había dado prueba de su devoción en un desempeño
profesional nada esquivo a las horas extras (aunque fueran sin remunerar) al
cubrir ocho semanas de su existencia, diez horas al día, en razón de la
búsqueda del «santo grial» sonoro para la confección de Eraserhead.
Lynch estuvo en la “retaguardia” de esa prospección de sonidos arbitrada por
Splet que parecía palpitar en las
entrañas de una vieja fábrica de Filadelfia, el set escogido para acomodar
una producción refractaria al box-office
y con el “certificado” de cult movie
en su hoja de embarque rumbo a salas
alternativas del circuito comercial.
Al revisar
por primera vez El club de los poetas
muertos (1989) —una vez más, uno de los títulos que en las fechas de su estreno me
situaría sobre la pista de otro gran cineasta, Peter Weir— hace pocos días, me
he vuelto a percatar de la importancia del desarrollo creativo de Alan Splet.
No en vano, en el capítulo de extras de Dead
Poets Society se dedica una sola pieza a glosar la tarea profesional de
Splet, siendo el propio Weir quien introduce al personaje en cuestión para
luego Lynch tomar el testigo y, a través de una locución grabada, hacer un somero
repaso de una colaboración que se había iniciado de una manera un tanto
fortuita en 1968. Aquel año Robert Cullum, el técnico de sonido del corto The Grandmother, acumularía demasiado trabajo e
invitaría a Lynch para que empleara a su ayudante, Alan Splet. El recelo
inicial pronto se transformaría en una colaboración franca y evaluada desde la mutua admiración.
Allí están los resultados de El hombre
elefante (1980), Dune (1984) y Terciopelo azul (1986) para levantar
acta de la importancia del sonido en el tejido
orgánico de sendas producciones que desprenden incluso en la actualidad un
aroma distinto a lo que están acostumbrados nuestros paladares. Al igual que Lynch, Weir, Carroll Ballard o Phillip
Kaufman accedieron al gigantesco archivo sonoro para acoplar las imágenes o un
sonido definido desde el valor de lo singular, imprimiendo ese relieve
insondable que vamos descubriendo en la medida que desentrañamos los misterios
ocultos en el corazón de sus propuestas cinematográficas. A los cincuenta y
cuatro años, Alan Splet se iría de este mundo por la puerta de atrás, sin hacer
ruido. La Industria
cinematográfica le honró con un Oscar al Mejor Sonido por El corcel negro (1979) —producida por la Zoetrope de Francis Ford
Coppola, otro director que concede al sonido una importancia vital— , pero él no acudió a
la ceremonia y así pasaría a engrosar la nómina de ausencias encabezada por
George C. Scott y Marlon Brando. Óbviamente, ni por asomo el nombre de Alan
Splet suscita el (re)conocimiento que merecen Scott y Brando, pero entre los coineusseurs de una disciplina imbricada
con lo que sugiere las imágenes deviene sinónimo de leyenda. Y en el abecedario
de Lynch, al llegar a la altura de la «S» podemos leer «Sonido» y «Splet», «Splet» y «Sonido». Tanto monta, monta tanto.
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