Durante mi estancia en Gijón con motivo de la celebración
del Festival de Cine capitaneado por José Luis Cienfuegos que lleva el nombre
de la segunda ciudad de Asturias (la primera en orden balompédico), varias anécdotas
se agolparían en el casillero de los recuerdos pero uno especialmente curioso.
Con la desazón por bandera tras asistir a varias sesiones de la programación
oficial en que tributaría el mal llamado cine indie, me refugié en la (re)visión de clásicos o repesqué títulos con
aliento de cult movies como Libertad condicional (1978). Programada
en horario nocturno en un Teatro Jovellanos al que le urgía un «plan renove» (finalmente acometido al cabo de los años), me
acomodé en su vetusto patio de butacas y mientras contemplaba la cinta
protagonizada por Dustin Hoffman —las
malas lenguas hablaron que asimismo se encargaría de la dirección soto voce, en virtud de su
disconformidad con el planteamiento artístico de Ulu Grosbard— tuve presente en todo momento que a mi espalda se
encontraba Edward Bunker (1933-2005). Lo irónico del asunto es que Bunker había sido el
autor de la novela No hay bestia tan feroz (1972), inspirador del relato fílmico que Hoffman, en posesión de una
carrera en ascenso, quiso convertir en otro de sus one man show. Allí estaba él, invitado por el certamen astur, para
levantar nuevamente acta de las bondades o defectos de Straight Time, primero de sus encuentros con el mundo del cine
donde las sombras de su personalidad errante forjada a golpe de internamientos
en centros penitenciarios desde muy temprana edad, se podían intuir en el
panorama de tramas policíacas de signo fatalista, léase Heat (1995) —Jon Voight brindándose para el rol de Nate a un
ejercicio mimético de un look que enfatiza su rudeza merced a un bigote a lo
Pancho Villa— o Reservoir
Dogs (1992), la opera prima de Quentin Tarantino en la que incorpora él
mismo al personaje de Mr. Blue. Ese mismo día en que ambos asistíamos a la
proyección —presumo en una copia de 16 m/m; de
estos ardides estuvo minado el
Festival— de Libertad
condicional le pude realizar una entrevista pero ésta nunca llegaría a
publicarse. Independientemente de ello, recuerdo haberle formulado una pregunta
sobre los títulos de ambiente carcelario a los que Bunker daba más crédito.
Entre las producciones que citó se me quedaría grabado Cool Hand Luke, La leyenda
del indomable (1967) en su traducción para el estreno en nuestro país. Fue el año
que nací. Por aquel entonces, Bunker contaba con cuarenta y cuatro años, y aún
no había publicado una sola novela. Estaba “ocupado” en ir dando forma a su
particular leyenda de un indomable «condenado»
a los pocos años de su existencia a saberse sin otro hogar que el de los
correccionales e incluso instituciones psiquiátricas que frecuentaría
preferentemente en el estado de California. El destino le había arrancado de un
zarpazo el valor de la inocencia privativa de la infancia y de la adolescencia.
Little Boy Blue (1981), la pieza
autobiográfica que vio la luz en tiendas con el cambio del decenio que había
significado su toma de contacto con el celuloide, habla en primera persona de todo
aquel tramo vital. Lo hace a través de su alter ego, Alex Hammond, limando las
aristas de un relato que hubiera podido balancearse hacia un enfoque
dickensiano, procurando que su texto se aparte del tremendismo y busque asidero
en el calor humano, aunque fueran simples destellos, que asoman en el interior
de recintos penitenciarios donde el vocablo libertad es una vaga ilusión o
aspiración.
Treinta años
después de su publicación en los Estados Unidos, Little Boy Blue ha aparecido en el mercado editorial en lengua
castellana de la mano del sello Sajalín. En su firme propósito de articular una
«Biblioteca Edward Bunker» dentro de la Colección Al margen, iniciada con la publicación de la susodicha No hay bestia tan feroz, a la que seguirían
Perro come perro (2010), Stark (2010), Animal Factory (2011) y hace pocos meses Little Boy Blue, Sajalín puede vanagloriarse de contar entre su catálogo
con un excelente narrador que encontraría en la lectura el refugio necesario
para evadirse de una realidad marcada por la ausencia y, por ende, la falta de
afecto de sus progenitores. Procaz lector, al cumplir la treintena, Bunker ya
era un tipo culto al amparo de la infinidad de obras que, a muy largo
plazo, acabarían operando un efecto redentor en su persona. Merced a esas horas
de vuelo acumuladas en su inviolable pasión por la lectura, se encuentra la
llave maestra para entender el porqué Little
Boy Blue podría ser proclamada, sin ambages, como una de las más altas
muestras de creatividad literaria articuladas desde el conocimiento de la
realidad penitenciaria de los años cuarenta en los Estados Unidos a través de
la mirada de un chico. Su capacidad descriptiva de una cruda realidad no entra
en conflicto, como apuntaba, con un tono amable en las formas de un discurso
surgido al dictado de una voz interior
incapaz de dejarse dominar por el negativismo. Bunker borda un relato hilado de
recursos alegóricos —impresionante su capacidad de
sublimar la negrura que se respira en los espacios por donde transita Alex, léase
las prisiones de Whittiers o Preston, correccionales para menores de edad o
manicomios—, propios de alguien que domina el
arte de escribir con un pie puesto en la tradición literaria a la que había
rendido pleitesía en la soledad de su celda. En sus últimas páginas, Bunker se
reserva una puerta a la esperanza toda vez que su tía Ava y el marido de ésta,
Ray —ambos regentan un pequeño
bar-restaurante en la soleada California— le ofrecen un hogar. Pero el
instinto de Bunker —al igual que tantos de los chicos
que conocería por distintos centros penitenciarios, incluido Max Dembo, el
personaje sobre el que pivota el relato de No
hay bestia tan feroz—
le conducirá nuevamente por la senda del
delito, situándose en «el lado salvaje de la vida». Sobre ese alambre
se balanceará el cuerpo y el alma de
Bunker en Mr. Blue: Memoirs of a Renegade
(1999), que amplía el horizonte autobiográfico consagrado en primera instancia
para ese «pequeño niño triste». Alba Editorial estuvo diligente al publicar la
obra finisecular de Bunker bajo el título La
educación de un ladrón (2003). Pero lejos de que este título quedara consignado
a modo de oasis en el panorama de publicaciones en lengua castellana referido a
su autor, Sajalín lleva tiempo empecinado en sacar a la superficie una obra que
solo el paso del tiempo calibrará en su justa medida, la de un portento de la
narración que supo ponerse en pie después de recibir cuatrocientos golpes. A medio camino entre el cine de François
Truffaut y el de Tarantino estaría el punto medio conforme a aquilatar un
proyecto para la gran pantalla que adaptara Little
Boy Blue, una de las mejores novelas leídas por un servidor en los últimos
años.
2 comentarios:
Estupenda entrada, y a mi me has descubierto a este señor. Lo apuntaré en la larga lista de títulos que leer antes de palmarla.
Saludos.
Roy
Gijón, no es sólo la primera ciudad por orden balompédico, tiene mar , cosa que no tiene oviedo, y no tiene figuras de botero ni de Allen en sus tan asquerosas resplandecientes calles.
Abrazo.
ROY
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