No soy ningún estudioso de las estrategias bélicas pero he oído y/o leído en infinidad de ocasiones a los puestos sobre el tema que una guerra o un conflicto armado se gana merced a una acción terrestre y aérea bien coordinada. Para muestra, la caída del régimen libio de Muamar El Gadafi, quien hasta la entrada de las fuerzas aéreas de la OTAN parecía prometérselas felices, con su fiel (poderoso don dinero) ejército, abastecido de «soldados de fortuna» de raza negra, creando un anillo de fuego para protegerlo en su fortaleza. Una avioneta no tripulada de la OTAN acabaría por dar el toque de gracia a Gadafi en los dominios de su ciudad natal, Sirte, cuando un proyectil impactó en el corazón del convoy que debía conducirlo a una nueva «madriguera». A partir de ahí, la historia se cuenta como la enésima muestra de que el mundo de los humanos se asemeja al de los animales… depredadores que se ufanan exhibiéndose al lado de una presa moribunda ya dispuesta a enfilar el camino de la morgue. El peor de los villanos (y éste ha hecho méritos para figurar en la lista de los más indeseables) merece, al menos, un juicio con todas las de la ley.
Ese mismo 20 de octubre que Al Gadafi era «despellejado» para algarabía del ejército de «Pancho Villa» que combatía contra su régimen instaurado durante cuarenta y dos años, otra noticia saltaba a los teletipos de las agencias de prensa con origen en algún lugar indeterminado, se presume, del sur de Francia. Tres tipos encapuchados con la escenografía espartana a la que nos ha tenido acostumbrados ETA en sus comunicados de vídeo, mandaban un mensaje al mundo que la organización terrorista de la que forman parte cesaba su actividad armada para siempre. Por lo general, nunca presto atención a las palabras de esos desalmados que cubren sus vergüenzas con las capuchas, pero en esta ocasión reparé en cada gesto, detalle, frase por dos veces. Alivio. Alegría. Esperanza. Ilusión… y de soslayo rabia porque esta pesadilla etarra haya durado una eternidad…Siempre lo he dicho: odio a ETA y todo lo que significa. Crecí con ese sentimiento de bien pequeño en esos denominados «años de plomo» —del 78 al 80 (el dato es aterrador: en el año que se votó la Constitución Española se registraron ochenta y cinco muertos)—, vi el horror dibujado en los rostros de aquellos mutilados y malheridos saliendo de la nada de un manto de humo que todo lo cubría en el atentado de Hipercor de Barcelona —un fatídico 19 de junio de 1987—, y sintiéndome consternado por la ejecución de Miguel Ángel Blanco —en 1997— y el vil asesinato —en 2001— a Ernest Lluch, un hombre bueno, sabio y que amaba como pocos a los vascos, residiendo en Donosti desde hacía muchos años.
A partir de ahora en las grandes o medianas editoriales de nuestro país, intuyo que estarán recibiendo montones de monografías que glosen la historia (negra) de ETA toda vez que se ha cerrado el último capítulo de su macabra vida y tan sólo quedaría un epílogo (el de una supuesta reconciliación) que aún le queda recorrido para colocar el punto final definitivo después de varios puntos seguidos y puntos aparte. No cabe duda que la suma de diversos factores ha acabado por las expectativas criminales de los etarras pero, a mi juicio, el principio del fin de ETA se fraguó a la mañana siguiente del 11 de septiembre de 2001. Recuerdo con claridad una charla con un grupo de personas, aún anonadados por lo ocurrido en Nueva York y Washington unos días antes, interrogándonos: «¿Y ahora ETA, qué?». Los terroristas vascos con sus acciones criminales querían llamar la atención no tan sólo en clave local sino también a escala internacional. Algunos países como los Estados Unidos, por ignorancia y desdén, los habían tachado de grupo revolucionario o separatista. La historia empezaría a cambiar porque Estados Unidos sufrió un atentado terrorista sin precedentes y en su anhelo de venganza —con la administración George Bush Jr. al frente— debía buscar alianzas en el sur de Europa —los «cuarteles de invierno» de un hormiguero de yihadistas prestos a autoinmolarse por Alá— para derrotar a Al Queda. En algunas de esas reuniones silenciosas que comprometían a los gobiernos de los USA y de los países de España y Francia, se llegaría a un pacto de caballeros. Quid pro quo. Mientras los aliados europeos impedían que el sur de Europa se convirtiera en un «santuario» para las células durmientes de Al Queda, Estados Unidos colocaría a disposición de los servicios de inteligencia español y francés sus nuevos «juegos de la guerra» en forma de satélites que todo-lo-ven. Uno de ellos apuntaría las veinticuatro horas del día a las «madrigueras» de ETA. Mes tras mes, semana tras semana, caían como conejos los etarras y la «legendaria» capacidad de regeneración de ETA se intuía que tenía un tope. Los dirigentes de ETA y sus taldes («correos» que ayudaban a pasar la frontera a savia nueva como relevo o apoyo para los que operaban en el país vecino) eran sometidos a un control por tierra y por aire. Una vez más, se cumplía esa máxima militar aplicada a un conflicto armado, en este caso, muy desigual: los unos combatían con las armas y los otros con la defensa de unas ideas. Las ideas han vencido a las armas y de ello nos debemos de congratular todos aquellos que hemos confiado en el estado de derecho que ha sabido jugar con maestría sus bazas en estos últimos diez años… En sus respectivos discursos del pasado jueves día 20 ni José Luiz Rodíguez Zapatero ni Mariano Rajoy hicieron mención a los Estados Unidos en el capítulo de agradecimientos. Sabían que era materia reservada y de haber mencionado al «tío Sam» sabían que las suspicacias lloverían por sí solas entre los habitantes del país. Cobardes de raza, que disparaban por la espalda o accionaban a distancia un dispositivo para luego emprender la huída, los etarras eran conscientes que con esa sangría constante de bajas con pasaporte directo para ingresar en la cárcel, sus meses o semanas estaban contados. Ya no se fiaban de nada ni de nadie. Algún «Objeto No Identificado» les estaba haciendo la Pascua desde el cielo. El resto, cae por su propio peso: cada vez más los de la izquierda abertzale tenían más familiares y amigos en las cárceles españolas y no es plato de buen gusto pasarse los restos con ese «plan de vida», pisando territorio, para ellos, enemigo no precisamente para tostarse al sol. Y al final se acabaron quemando y pensaron que quizás les iría mejor defender las ideas en lugar de las pistolas a través de un partido democrático «no contaminado» por personas con las manos manchadas. Allí los jueces debieron hilar fino y el resultado, después de varias tentativas abortadas, fue Bildu.
Desde ahora, poco o nada me importa lo que puedan decir los etarras. Seguramente, por parte de algunos de ellos llegue un arrepentimiento… matizado. Pero lo que estoy convencido es que no habrá paz para los malvados que atentaron o colaboraron al atentar contra personas cuyo delito fue pensar, a nivel ideológico, distinto que ellos, o simplemente por la desgracia divina de encontrarse en el lugar «inadecuado» en un día cualquiera. La pesadilla ha terminado y doy gracias al comportamiento de las víctimas del terrorismo etarra durante todo este tiempo porque han elevado a la enésima potencia la categoría humana de los habitantes de este bendito país con la excepción que confirma la regla en forma de esa serpiente enroscada en un palo que ya no morderá ni escupirá más veneno.
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