Algunos estudios indican que en tiempos de crisis uno de los sectores que menos se resienten de la misma es el editorial. Tal vez no sea una realidad aplicable plenamente a las empresas del sector en nuestro país, pero sí que ha cuajado el concepto de que la crisis fomenta encontrar respuestas para entender mejor el contexto (de vulnerabilidad) en qué uno se mueve o simplemente dejarse deslizar hacia la pendiente del imaginario para sortear el efecto de ese bombardeo de noticias negativas que asoman en los telediarios, en la prensa escrita y electrónica, y en toda suerte de foros servidos en internet u otras plataformas. Puestos a colocar etiquetas la lectura se entiende como un «valor refugio» que mantiene a flote una armada naval atomizada en contraposicion con la visión dominante de los grandes trusts que habían surcado los mares editoriales años a. Siempre he entendido la lectura como un acto de escuchar una nueva voz; alguien nos habla a través de las páginas y extraemos, amén de un rato placentero, la capacidad de ir descodificando los misterios que conforman al ser humano, complejo y contradictorio por definición. Conozco un montón de personas en edad puente entre el florecimiento y la eternidad que no disponen de tiempo para dedicar a la lectura como sería su voluntad, pero en cambio reproducen con entusiasmo las emociones procuradas por ese inviolable placer privado. Si ocurre esta feliz circunstancia anoto en mi memoria ese libro merecedor de ser leído cuando la ocasión y la fortuna de encontrarlo lo requiera. Para alguien como un servidor que tiene en el horizonte esperemos que cercano publicar su primera novela, la sola idea que puedan ser cientos, miles las personas que me escuchen desde el rincón más íntimo de sus hogares sencillamente me connmueve y me llena de satisfacción. Puedo dar fe que escribir una novela es uno de esos ejercicios en que el conocimiento sobre la naturaleza humana computa de una manera harto elocuente. Sin estos mimbres deviene imposible crear un cesto por mucho que la trama goce de una óptima salud. Quizás persuadido más que nunca que merece la pena el acto de escribir historias liberadas del corsé de la realidad cotidiana, es tiempo para decantarse por la compañía de esas personas con las que puedes aprender —como en los libros— no tan sólo de sus conocimientos sino de su forma de ser. Los otros, aquellos que se adivinan en mi pensamiento un eco del pasado, únicamente conjugan el verbo estar. Individuos que hacen de la rutina su dogma de fe; su calendario vital se presenta programado para dar cancha a sus propios intereses, y que parecen escritos en sus ADNs un destino de inquebrantable vacuidad donde el Edén se presenta bajo sus pies alfombrado de papel moneda. Es fácil detectarlos: la lista de las cosas que no les gusta es kilométrica, incrementándose a año vencido; sus compromisos para con la causas perdidas o, en concreto, la causa de los más desamparados es nula, y sus lecturas de ocio se formulan en un número determinadamente bajo pero suficiente para cumplir ese expediente de un destino que parece trazado y escrito de antemano. Puede que tengan incluso en perspectiva el color y la tipografía que presidirá su lápida en el día y hora que sus cuerpos, cuál replicantes, se desprogramaren. Advertido de estos peligros mundanos, prefiero moverme por esas carreteras zizagueantes, orlada de individuos que sienten y piensan, se emocionan y reflexionan; en definitiva, que anteponen el verbo ser al estar.
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