Envueltos en la vorágine diaria pocas veces hacemos el ejercicio de salir fuera del «cuadro» y observar, como si de un Carl Sagan se tratara, el mundo que nos ha tocado vivir. He intentado hacerlo recientemente para tratar de entender lo que ocurre en nuestro bendito país con ese segundo o tercer poder que se suele situar en los aledaños de esa política omnipresente: la justicia (sic). Hasta la fecha, los asuntos pendientes con la justicia en sus múltiples derivaciones no han formado parte de mi agenda, pero ello no obsta para seguir con incredulidad la sangría de despropósitos judiciales que cualquier terrícola tocado por el sentido común le debería provocar arcadas de repulsa para con una institución que pierde credibilidad a marchas forzadas. Esa Transición Democrática que había servido como modelo para países de América del Sur o de Centroamérica empiezan a ser evidentes las costuras de un traje que parecía a medida de una renovada justicia para reemplazar ese saco de la vergüenza con el que España se mostraba al mundo durante el franquismo, en su sistemático incumplimiento de los más elementales derechos civiles e individuales. Treinta años más tarde, los hilos cuelgan de la pernera, las mangas cobran vida propia y el color verde esperanza empieza a desteñirse. El descrédito del mundo de la judicatura ha llegado a unas cotas de paroxismo tales que el ciudadano de a pie se aplica la «vacuna» de la indiferencia, aunque vaya marcando en su tablero mental imaginario una muesca más de estupor cuando las noticias recogen el enésimo caso de desaguisado judicial. Cada x tiempo nos podemos desayunar con alguna perla recién horneada en los juzgados de lo civil o de lo penal, en los órganos de dirección del Tribunal Constitucional o del TSJ, pero me limitaré a señalar unos pocos que han hecho replantearme si esa legislación es obra de personas con sus facultades mentales en óptimas condiciones. De Juana Achaos, ese «asesino en serie» que sigue militando en ETA —las muestras de arrepentimiento brillan por su ausencia— y que se llevó por delante a veinticinco personas, tras cumplir un tercio de la condena impuesta fija su residencia en Irlanda del Norte y, al cabo de un año de permanencia en Belfast, toma las de Villadiego con la presunción de alimentar la maltrecha retaguardia de la organización terrorista vasca. Crónica de una huida anunciada que a las autoridades judiciales competentes sobre el caso parecieron soslayar, dando por válido que Juana Achaos purgaría todos sus «pecados» con un comportamiento modélico que pasaba por obedecer pies juntillas a los requerimientos de la judicatura. Otra de las comunidades históricas de la que un servidor tiene a gala haber nacido pero sin enarbolar la bandera del nacionalismo (determinados -ismos me producen urticaria), ha sido en el último año motivo de zozobra judicial. El buen nombre del Palau de la Música ha pretendido ser mancillado por la ejecutoria delictiva de Félix Millet, nada menos que el nieto del fundador de tan honorable institución catalana. Pues nada, después de haber esquilmado parte del patrimonio —la cifra ronda los veinte millones de euros— del Palau para engrosar sus fortunas personales, Millet y su cómplice Jordi Montull —con sus respectivas santas haciendo de testaferros— se pasean por la Ciudad de la Justicia pero viajando cómodamente en los automóviles de sus abogados, en lugar de verse privados de libertad no por riesgo de fuga sino simplemente para evitar mandar un mensaje a la opinión pública que el dinero todo lo puede cuando se trata de sortear la cárcel. Pero ya se sabe que esa balanza símbolo de la justicia anda más tuerta que la rama de un olivo. Una justicia que devora a sus propios hijos, sometiéndoles en la plaza pública catódica a un via crucis en forma de una sesión programada de causas abiertas concentradas (oh casualidad!) en un mismo espacio temporal. Desde fuera del mundo judicial alguien se debe preguntar si ese mismo Baltasar Garzón, al que tantos rendían pleitesía por su labor desempeñada en numerosos frentes en la Audiencia Nacional —con especial predicamento por desmantelar el entramado etarra— tiene algo que ver con el juez al que pretenden arrinconar de su práctica profesional mediante una orquestada estrategia medida desde las fuerzas oscuras que operan en la extrema derecha del país. Ya no me sirve el latiguillo exculpatorio «la ley debe cumplirse para todos. Todos somos iguales ante la ley». Como diría George Orwell, «todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros». Si el país heleno se ha declarado en bancarrota por una política económica sostenida sobre un descomunal engaño, y la Unión Europea, con el auxilio del FMI (Fondo Mundial Internacional) han ido a su rescate, cabría la posibilidad de plantearse que España fuera declarada en bancarrota su sistema judicial y empezara a hacer un ejercicio de revisión legislativa a fondo desde el sentido común.
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