Descontado el libro El original de Laura —publicado
a título póstumo en nuestro país por el sello Anagrama en 2010—,
cuya edición no hubiese merecido la aprobación de su autor al tratarse de una
pieza aún «en fase de construcción»,
¡Mira los arlequines! (1974) pasa por
ser considera la última de las novelas escritas por Vladimir Nabokov (1899-1977)
en el ocaso de una existencia gobernada por su dedicación a la escritura desde
distintos ángulos, incluido el de la docencia. En ese ejercicio (casi) natural
al que se suelen plegar artistas de distintas índole cuando toman conciencia
que el fin de sus días se revela cercano —máxime en alguien que padeció dolor
crónico durante algunas etapas de su azarosa vida—, Nabokov
prorrogaría, en cierto sentido, su segundo libro autobiográfico —Habla memoria (1967)— pero
desde una perspectiva que abona el terreno a confundir al lector al hacer
acopio de imaginación dentro de una narración en la que parece interpelarse a
sí mismo en una suerte de ejercicio biográfico (en parte) ficcionado. ¡Mira los arlequines! representa un festín para todos aquellos adscritos a
la narrativa de Nabokov, arbolada de referencias cultas, expresiones en francés
(con su correspondiente traducción en el haber del profesor Enrique Pezzoni, en
lo que podríamos colegir una tarea suplementaria) y en su lengua materna —el
ruso—, todas ellas al servicio de una
narración que orilla la importancia de una trama sólida y/o consistente.
Inequívocamente, esta forma de operar forma parte del estilo de Nabokov, cuya
fama y notoriedad se incrementarían de manera exponencial con la
(controvertida) publicación de Lolita
(1955) y su posterior adaptación al celuloide —con
guion propio— servida por el talento de Stanley Kubrick. Entre los pliegues de ¡Mira los arlequines! tienen cabida referencias más o menos veladas
a una de los Opus magna del escritor
de ascendencia rusa, como la que localizamos a la altura de cubrir las primeras
cincuenta páginas del volumen que nos ocupa —«Tal derivación nunca se me había ocurrido
en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me
reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en prostituta»— o
una vez superado con holgura el umbral del ecuador de la narración —«Tuve suficiente presencia
de ánimo para escribir la dirección más absurda que se me ocurrió: Dumbert,
Dumbert, Dumberton»—, el correspondiente a la tercera parte,
la más breve de las que consta el canto del cisne (literario) de Nabokov. Esta
última alusión mostrada bajo una luz un
tanto difusa sirve de ejemplo de la
afición de Nabokov por los juegos de palabras —«dumb» en
inglés equivale a «tonto, estúpido»—,
algo consustancial a un estilo que no encontraría parangón entre sus coetáneos,
pero tampoco entre posteriores generacionaes de escritores que, como Martin
Amis, alaban su magisterio literario, en su caso, reflejado en la contraportada
del presente volumen.
Novela refractaria o, cuanto menos, de
difícil digestión para los que no sean mínimamente coineusseurs del refinamiento y de la exquisitez literaria sembrada
de múltiples (auto)referencias —de la que no escapa La verdadera vida de Sebastian Knight (1941), donde la ficción y la
realidad van de la mano— que procuraba a sus escritos Vladimir
Nabokov, ¡Mira los arlequines! cumple con creces las expectativas de los
amantes de su prosa trenzada (en
ocasiones) de poesía, a pesar de enfrentarnos a una «ceremonia
de la confusión» cuando tratamos de seguir el hilo de un relato biográfico en el que
constantemente nos asaltan las dudas.
Para ello, podemos requerir del comodín
de una consulta rápida de las fuentes bibliográficas autorizadas con el fin de despejarlas.
Eso sí, poca duda genera el talento literario de Vladimir Vladimirovich
Nabokov, un exiliado ruso que vivió sus años de vino y rosas en su destierro estadounidense y en el viejo
continente, empadronándose en el tramo final de su existencia, el que para
muchos artistas de pedigrí (Charles Chaplin, Patricia Highsmith, James Mason,
etc.) se convirtió en un auténtico «cementerio de elefantes)»,
tocados en una elevada proporción por los «Dioses del Olimpo creativo».
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