En octubre
de 1998, a las puertas de conmemorarse el centenario del nacimiento de Vladimir
Nabokov (1899-1977), su único hijo Dimitri anunció, a través de sus abogados,
una querella ante los tribunales de justicia estadounidenses para evitar la
publicación de Los diarios de Lolita,
de Pia Pera. En su defensa, la editorial dispuesta a publicar el manuscrito de
Pera alegó que se trataba de historias distintas y que incluso se habían
cambiado el nombre de los personajes manteniendo, eso sí, el de la ninfa nacida de la pluma de Vladimir
Nabokov. Así pues, además de traductor del ruso al inglés de las novelas o
relatos que su progenitor había
pergeñado en su patria de origen antes de trasladarse a vivir a Norteamérica,
Dimitri Nabokov (1934-2012) se consagró a la salvaguarda de su patrimonio literario. Fallecido a
los setenta y ocho años en el mismo país que lo hizo su padre —Suiza—,
Dimitri, a buen seguro, hubiese abierto otro frente judicial a la publicación
en este pasado mes septiembre del ensayo The
Real Lolita: The Kidnapping of Sally Horner (2018), en que su autora Sarah
Weinman abona la tesis que el secuestro real de Sally Horner por parte de un
paedófilo llamado Frank LaSalle, en Candem (Nueva Jersey) en junio de 1948,
marca diversos puntos de contacto con la ficción literaria de Vladimir Nabokov
que cursó categoría de longseller. A
modo de ejemplo de semejante catalogación, en el sello Anagrama han alcanzado
veintitrés ediciones de Lolita y no
parece detenerse en esta cifra. Mucho más modesta, pero asimismo harto
significativo del interés que sigue despertando el genio literario de Vladimir
Nabokov, deviene la cuarta edición de El
hechicero (1939), la nouvelle que
indefectiblemente figura en el cuerpo de análisis de aquellos dispuestos a bosquejar
en los orígenes de una pieza suprema de la literatura universal como Lolita. La “divina providencia”, pues,
ha querido que tras la publicación del ensayo de Weinman, el sello barcelonés
ha “contraprogramado” una nueva edición de El
hechicero que coloca los puntos sobre las íes en la medida que las apenas setenta páginas de las que consta la última de las novelas rusas de Vladimir
Nabokov anticipa la principal línea argumental de Lolita. En la mente de personalidades abocadas al ejercicio de la
escritura en prosa el “principio de linealidad”, en que «A» conduce a «B», y así
sucesivamente, no tiene sentido aplicar, más aún si cabe en la mente de un
creador de la singularidad de Vladimir Nabokov que no concedía a la adecuación
de una trama bien armada de principio a fin el andamiaje básico para construir
una pieza literaria capaz de quedar perpetuada con el devenir de los años.
El favoritismo que he mostrado durante
lustros por la obra de Vladimir Nabokov me ha llevado a atender a la lectura de
El hechicero con fruición. El propio afamado escrito la dio por perdida hasta que figuró entre el material que, tras un complejo traslado, "domicilió" en los Estados Unidos. A su muerte, su hijo, ya instalado en Ithaca (Grecia) se consagró a traducirla guiado "espiritualmente" por su progenitor. En el palpitar de sus páginas parecen desprenderse
las sombras de las imágenes de Lolita,
así como los temas que marcarían el “itinerario” de una propuesta tan desafiante
para la moralidad estadounidense de la época como milimétrica en su dispositivo
narrativo. Bien es cierto que las diferencias entre sendas piezas literarias —un
aspecto que Dimitri Nabokov recalca en su particular ensayo Sobre un libro titulado El hechicero fechado en abril de 1986, a modo
de complemento de la presente edición con una sublime ilustración de la portada
a cargo de Hemm Klim y traducción de Enrique Murillo— resultan palmarias en cada uno de los frentes que se
quiera indagar con la salvedad de su esqueleto argumental. Con todo, en los
pliegues de esa literatura pautada por el aliento poético inherente a Vladimir
Nabokov reconocemos la huella primigenia de Lolita Haze plenamente afincada en
el imaginario colectivo sobre todo a partir de su “representación” en la gran
pantalla de la mano de Stanley Kubrick en 1962. En esa misma década, Dimitri Nabokov, compaginó el ejercicio de traductor y fiel escudero de la obra paterna
con el bel canto, aquel que le llevó
a subirse en los escenarios donde llegó a compartir cartel con la recientemente
desaparecida Montserrat Caballé y Jaume Aragall. Pero, sin duda, donde su voz se dejó sentir con mayor fuerza fue
al enfrentarse a traducir textos que, en ocasiones, obedecían a auténticos
ejercicios de equilibrismo con la mente orientada a no traicionar el espíritu –en
ocasiones un tanto burlón— de su insigne progenitor.