Dentro de su incipiente colección reservada a
títulos clásicos de alcance internacional, Ático de los libros se suma a la
extensa lista de editoriales que han acogida en sus respectivos catálogos una o
varias obras del escritor inglés Thomas Hardy (1840-1928). Poeta antes que
novelista y autor de cuentos, Hardy representa un ejemplo paradigmático de
hasta qué punto cuestiones en nada relacionadas a su calidad narrativa
erosionaron su condición de prohombre de las Letras en sus años de mayor
actividad volcado en el noble arte de escritor. Estas cuestiones “extraliterarias”
fueron las que sometieron al dictado del olvido su primera novela publicada
(bajo seudónimo), Remedios desesperados
(1871), que el sello Ático de los libros ha tenido la intuición, cuando no la diligencia y la habilidad
de publicar por primera vez en lengua castellana, en una traducción impecable
de Claudia Casanova.
Recientes aún las lecturas de Tess
de los d’Ubverville (1891) y Jude el
oscuro (1895), en sendas ediciones a cargo de Alba, el acercamiento al debut literario “oficial” —puesto que el
manuscrito de The Poor Man and the Lady
(1867) se da por desaparecido— me coloca nuevamente sobre la pista de un
escritor de primera magnitud, abonado al detallismo y con una clara decantación
a la hora de “aliarse” con un paisaje natural en que trata de capturar a través de las páginas de sus
voluminosas novelas esos sonidos propios que emanan de la fauna y de la
vegetación circunscrita a Wessex, región inventada del sur de Inglaterra que
atiende a las características geográficas y a la idiosincrasia propia de los
habitantes de su Dorset natal. Pero el sostén narrativo de Remedios desesperados se fundamenta en un personaje como el de
Cytherea Graye, un esbozo a carboncillo de futuras (anti)heroínas que pueblan
la literatura de Hardy y que alcanzaría sus cotas más altas de desarraigo de
los convencionalismos sociales la Sue Bridehead de Jude el oscuro y Bathsheba Everdene de Lejos
del mundanal ruido (1874). Tras su tentativa frustrada con The Poor Man and the Lady, Thomas Hardy cinceló un retrato
costumbrista que mereció la reprobación de los sectores más conservadores de la
sociedad victoriana, al punto que fue tildada de escandalosa al colocar en el disparadero
al personaje de Aeneas Manston, atribuyéndole un perfil propio de maltratador a los ojos de hoy en día. Por aquel entonces, empero, este tipo de
semblantes masculinos, ociosos de comportamientos degradantes para con sus
cónyuges (ese fue el caso de Cytherea, casada en segunda nupcias siete días
antes de la Vieja Navidad) o amantes contadas veces se registraban en la Literatura
Inglesa, siendo en este aspecto Hardy un avanzado a su época con frases del calibre «a pesar de la costumbre, hoy arraigada, que
sostiene que la mujer no es menos que un hombre, sino distinta, el hecho es que
las mujeres pertenecen a la humanidad y, en muchos sentimientos de la vida, la
distinción sexual es una mera diferencia de grado» (pág. 217), consignadas en el ecuador de una novela que avanza inexorablemente hacia un final cubierto
de un velo de tristeza y resignación. Anticipo, pues, de la plantilla emocional al que se amoldarán
la docena de novelas que Hardy llegó a escribir en un periodo de un cuarto de
siglo. Tiempo suficiente para aquilatar una obra literaria que vale su peso en
oro merced a esa sabia combinación de retratista de la condición humana y de
fino observador de las infinitas formas que adopta la Madre Naturaleza,
aquellas prestas para que las alegorías sublimen
el texto hasta el extremo de hacer que cada página vencida deje en el lector un
poso, un aroma de placer indescriptible. Virtud de un escritor que experimentaría
con Remedios desesperados la opción
del juego epistolar —librado entre Cytherea y su hermano Owen, afectado de una
extraña dolencia en una de sus piernas que le lleva ser apartado de su puesto de trabajo y, en paralelo, a un largo periodo de
convalescencia—, a imagen y semejanza de propuestas literarias coetáneas, caso
de Jane Eyre (1847), de Charlotte
Brontë, con la que no pocas veces se la ha equiparado. En cierta manera, Jane
Eyre y Cytherea beben de las mismas fuentes, aquellas deudoras de un pasado que
las atenaza y las predispone continuamente a proyectar una sombra de duda sobre
los aspirantes a conquistar sus afligidos corazones.
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