En 2015 el Festival In-Edit, a la altura de su
13 edición, decidió programar una retrospectiva sobre Tony Palmer (n. 1941),
uno de los cineastas más prolíficos versado sobre todo en el campo del
documental. Entre los once largometrajes seleccionados para dar acomodo a la
retrospectiva figuraba una pieza que había dormido el sueño de los justos por
espacio de treinta y seis años: Bird On a
Wire (1974). Con el asentamiento de las nuevas tecnologías, Palmer se
involucró a la hora de recopilar material filmado susceptible de ser “procesado”
en una suerte de remontaje y, de esta forma, dar salida a largometrajes que
habían quedado “varados” en la orilla
en tiempos de la era analógica, que tuvo en la década de los setenta uno de sus
periodos más florecientes en lo creativo por lo que compete a la música de
rock, pop y/o folk. Géneros que, en mayor o menor medida, sirvieron para que
Leonard Cohen (1934-2016) hilara un discurso
musical recorrido por una poética que, a día de hoy, sigue siendo materia
para estudiosos dispuestos a indagar más allá de la superficie de las palabras,
de esas estrofas que los espectadores cantan a coro, a modo de salmos, mientras
el creador de las mismas, Leonard Cohen ejerce de “profeta” sobre los
escenarios.
La
canción Bird On a Wire da nombre al
documental dirigido y (re)montado por Palmer sobre la gira europea celebrada por
Leonard Cohen en la primavera de 1972, con punto de partida en Dublín y destino final en tierra santa, Jerusalén. Diecinueve conciertos precedieron a ese
cierre de gira en un enclave especialmente significativo para un hombre de raíces
judías, parte esencial de una educación recibida en su Montreal natal. Sin
duda, Tony Palmer fue consciente en todo momento de la importancia que cobraría
la presencia de Cohen en Israel, con una legión de seguidores capaces de
recitar su cancionero como si se tratara de salmos
aprendidos en una sinagoga. La cámara de Palmer, asistida por Les Young,
escruta en el rostro de un artista de ojos verdes, llenos de luz cuando los
astros son propicios y se produce una conexión de naturaleza místico-espiritual
para con el público. Por aquel entonces, el músico y poeta canadiense ya había firmado
tres discos de estudio —Songs of Leonard
Cohen (1967), Songs from a Room
(1969) y Songs of Love and Hate
(1971)— que le habían granjeado una proyección internacional. Atraído desde
temprana edad por poetas europeos —en singular, Federico García Lorca—, a sus
treinta y siete años Leonard Cohen entendió la necesidad de concebir una gira
en el viejo continente, rodeado de un cuerpo de músicos —Jennifer Warnes, Donna
Washburn (voces), Ron Cornelius, David O’Connor (guitarras), Bob “Duke”
Johnston (órgano) y Peter Marshall (bajo)— que conformaban una especie de
familia a lo largo de varias semanas fuera del hogar canadiense. En plena treintena, aún candente el éxito de su
tercer disco editado bajo el paraguas de la Columbia Records, Leonard Cohen se
muestra a cámara conforme a una persona frágil, sensible, en permanente
búsqueda de una paz interior que choca inexorablemente con las presiones
inherentes a una gira en que el foco mediático lleva incluso a ser protagonista
involuntario de escenas tan absurdas como la invitación a recitar uno de sus poemas musicales nada más bajarse del
avión, con un avispero de periodistas al pie de la escalinata del jet privado en un aeropuerto de Europa
Central. No menos pintoresca deviene la escena en que el propio Leonard Cohen
devuelve el importe de las entradas de un concierto que ha sido cancelado en
medio de la actuación por problemas con el sonido de los altavoces. El animal herido, superado por los fallos técnicos (se lamenta en petit comité que tan solo el concierto de Glasgow funcionó a pleno rendimiento la
acústica) no reacciona con la ira como moneda de cambio, al más puro estilo de
las estrellas de la música de (pop)rock que saborearon las mieles del triunfo
preferentemente en los años sesenta y setenta. Su carácter acrisolado de
espiritualidad hace activar la maquinaria de la razón frente a esos
sentimientos encendidos cuando factores externos imposibilitan ejecutar una
velada, a priori, mágica, mostrando esa faceta humana definitoria de Leonard
Cohen, aquella que quedaría impresa en las letras de sus canciones. No
obstante, a pocos metros que la gira llegara a la estación final, la magia
sobrevolaría el recinto donde Leonard Cohen dio un concierto en Jerusalén. Las
lágrimas cobraron protagonismo en el rostro del astro canadiense cuando la
canción “So Long, Marianne” brotaron
de sus cuerdas vocales. La canción había prendido, una vez más, en el corazón delator de Leonard Cohen,
llevando consigo la necesidad de replegarse al backstage para meditar sobre la
posibilidad de detener su actuación o volver a los escenarios. Con un público
entregado, el Mesías Leonard Cohen
regresó para dejar constancia de una nota de agradecimiento. No hubo bises,
sino una despedida silenciosa, todo ello captado por la cámara de Palmer,
flirtreando a lo largo del metraje con imágenes en blanco y negro como la
escena que recoge la presencia de Leonard Cohen obsefvando el Muro de las lamentaciones.
La puesta de largo en Inglaterra de Bird
On a Wire («pájaro sobre un alambre») coincidiría con la
proeza sustanciada por Philippe Petit, al ejecutar un ejercicio de
funambulismo de elevadísmo riesgo, cruzando con un alambre de punta a punta
(varias veces) la distancia que separa las Torres Gemelas de Nueva York. En la
Ciudad de los Rascacielos sería precisamente donde Leonard Cohen, tras su
fracaso en calidad de poeta —sus obras no pasaban de los dos millares de copias
vendidas en sus ediciones primigenias— alimentó la posibilidad de cultivar una
carrera musical, colocándose sobre ese alambre
invisible en que resulta tan fácil caerse al vacío y desaparecer para siempre.
Empero, Leonard Cohen logró permanecer en el alambre sin la necesidad de artificios y trucajes hasta el fin de
sus días. De la pureza del artista levanta acta, a modo de testimonio visual y
sensitivo para los anales, esta gema llamada Bird On a Wire, esculpida por Mr. Palmer.
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