De un tiempo a esta parte el apellido Bosch viene resultando cada vez más familiar para esas ventanas mediáticas que representan la televisión e internet con proyección esencialmente hacia los hogares de Catalunya. Los caprichos del destino han querido que tres de las personas portadoras del apellido Bosch cuyas cuotas de popularidad han crecido vertiginosamente en los últimos años, sino meses, tengan como denominador común haber nacido a lo largo de la década de los sesenta y sobre todo cultivar el arte de la escritura, eso sí, moviéndose en distintos géneros y con aspiraciones literarias más bien disímiles. Así pues, el periodista Xavier Bosch (Barcelona, 1967), el presidenciable de Esquerra Republicana de Catalunya, asimismo profesor, ensayista y novelista Alfred Bosch (Barcelona, 1961), y el empresario y aventurero —al más puro estilo «Iron Man»— Albert Bosch (1966, Sant Joan de les Abadesses, Girona)— han contribuido sobremanera a que este apellido —cuyos orígenes cabría buscarlos en el judaísmo— se relacione en la actualidad con el ser catalán. Dada la notoriedad que han alcanzado en los últimos tiempos en sus distintos cometidos profesionales o semiprofesionales, han desfilado por los platós televisivos bajo la férrea dirección de Josep Cuní, quien ha sabido extraer de cada uno de ellos más de un titular con el que vestir carátulas promocionales y/o destacados diarios con prospección a ser recogidos por la «agencia Madre», esto es, la EFE.
Particularmente inspirado, sagaz y porqué no decirlo, brillante estuvo Cuní cuando se le dio la oportunidad de entrevistar a Albert Bosch, pocos días después de que éste hubiera cumplido la hazaña de cruzar en solitario unos 1.200 kilómetros con punto final en el centro geográfico del Polo Sur. Conociendo de antemano que Albert Bosch no obedece al prototipo de aventurero con un discurso manido y trinchado ad nauseum, Cuní orientaría su entrevista hacia ese lado humano que compromete al ego personal, pero también que razona sobre la forma cómo viven estas descomunales gestas el entorno familiar más cercano. A Bosch se le veía cómodo en este envite, en esa especie de partida de ping pong Q & A («Questions and Asnwers») que se desplegaba sobre la superficie de los estudios de 8tv. Pero el tiempo, una vez más, dictó sentencia. La reflexión no conoce de silencios en el marco de las televisiones públicas y privadas, y toda aquella interesante entrevista se quedaría en la punta del iceberg de lo que hubiera podido ser y no fue. Cuní, consciente de la buena sintonía con el entrevistado, lanzó el guante para que su «soferta dona» («sufrida mujer») aceptara venir a los platós y contara la otra «realidad», la de alguien que permanece al amparo de la divina providencia y, si las cosas se tuercen, quedar al cuidado de tres niños, el mayor de los cuales no supera los nueve años de edad.
No conozco el detalle de la biografía personal de Albert Bosch para tratar de descifrar el motivo del porqué esa constante interpelación a la aventura extrema pero, sin duda, subyace ese factor determinante —generalmente localizado en la infancia o en la adolescencia— que se da en estos casos de superación, de colocarse retos «fuera de categoría» de manera continuada. Sea cualesquiera el factor que ha impelido a Bosch a tamañas proezas, de la entrevista que tuvo con Cuní y de algunas declaraciones que le leí en los periódicos —especialmente llamativa su desapego, por ejemplo, al balompié porque «no me gusta ser espectador, si no protagonista»—, se desprende que el aventurero gerundense ha hecho del individualismo su patria chica. Un individualismo, a todas luces, muy particular que busca en la profesión que le garantiza mantener a su prole la razón por la que interpreta el organismo humano conforme a una «empresa» reglada para ser administrada de la forma más «rentable» posible, minimizando riesgos. Solo desde esta mentalidad se puede entender que un par de meses antes de emprender la aventura en el Polo Sur, Alfred Bosch decidiera someterse a una experiencia quirúrjica para evitar en pleno esfuerzo sufrir un hipotético ataque de apendicitis que le dejara sin capacidad de respuesta en un escenario dominado por el color blanco. Como el patrón de su propio cuerpo, Bosch libera de la cadena de «montaje» un organismo que no desarrollará una función específica y más bien puede desbaratar los planes de la «empresa». Una «empresa» que mide a cada paso dado el cumplimiento de un objetivo que apela over and over a un individualismo que no conoce límites. Su gesta es de aquellas dispuestas para sacarnos el sombrero. Esperemos que ese carácter individualista que acuna al espíritu aventurero de Albert Bosch no ceda a esas barreras invisibles que nos trasladan a ese barrizal de la egolatría. Allí donde muchos talentos quedan embarrados y solo alzan el cuello para contemplarse a sí mismos y empezar las frases con un «yo». Del individualismo al ego a veces solo hay un paso. Únicamente cabe asomarse a determinados Facebooks para darse cuenta de esta realidad mundana. De las declaraciones de Bosch se extrae que sabe manejar su individualismo sin ocupar plaza entre los ególatras que se van consumiendo en su propio ser sin dejar huella alguna. Albert Bosch, el gran Albert Bosch, en su nueva gesta, no solo ha dejado unas cuantas huellas sino millones de ellas en su recorrido por ese níveo escenario donde el noruego Roald Amudsen abrió hace cien años una nueva vía inexplorada por los confines del planeta Tierra.
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