sábado, 7 de mayo de 2011

EL CÍRCULO DE LA VIDA: TAN LEJOS, TAN CERCA

Pese a los avances evaluados en el campo de la medicina y de la biotecnología, sigue prevaleciendo el concepto de que el cáncer forma parte del patrimonio genético de la humanidad, registrándose algún miembro (lejano o no) de nuestras familias que ha sufrido o sufre las embestidas de esta enfermedad que tiene mil caras, por ventura, cada vez menos equivalente a expedir un certificado de sentencia de muerte. No obstante, de un tiempo a esta parte otra gran red en forma de enfermedad se extiende entre la población, en especial la relativa a los países del primer mundo, en virtud de una esperanza de vida que se cobra un peaje, a menudo, tan difícil de asumir: el Alzheimer. Sociedades cada vez más longevas, pero que en paralelo crecen exponencialmente los casos de una enfermedad neurodegenerativa que arrastra consigo un cisma moral y emocional difícil de sobrellevar para el entorno familiar que convive con la persona afectada de Alzheimer. Intuyo que en estos microcosmos se percibe con mayor tino ese sentido de vuelta a los orígenes en no pocos comportamientos que dan la medida de ese círculo vital que va tocando a su fin. Es en la necesidad de reprogramar lo aprendido como terapia o ejercicio diario para hacer frente al Alzheimer donde se puede pulsar la tecla que la vida da vueltas sobre un mismo eje hasta acabar de trazar una circunferencia. Fuera de este entorno, al asomarnos a la realidad de nuestros padres, amigos de nuestros padres o abuelos que han podido sortear (no sabemos hasta cuando) la crudeza de una enfermedad como el Alzheimer o la demencia senil, observamos que convive la sabiduría que da la experiencia acumulada con un egoísmo que se ha ido incubando hasta explosionar en las fases terminales de un largo recorrido vital. Ese es, en esencia, uno de los trazos del ser humano que gana volumen a partir de la creencia que nuestra realidad es única e indivisible; pensamos que el mundo rota sobre nuestro eje personal o familiar. Muy posiblemente, el egoísmo mórbido que se ha apoderado de las personas más mayores de nuestras familias ya se habían manifestado, quizás de una manera aislada, en esa etapa en la que cada uno de nosotros hacemos un balance de situación, en que ponemos en valor los logros cosechados pero no dejamos de lamentarnos por aquellos objetivos no alcanzados. A los cuarenta y tantos empezamos a hacer de lo selectivo un dogma de fe; el tiempo pasa ser uno de los «patrimonios» más preciados que disponemos. Haciendo un símil referido a la conducción, solemos mirar por el retrovisor de nuestra izquierda, el que tenemos más cercano a nuestra propia persona, para mantener a raya las amenazas o las cargas que hemos ido adquiriendo años, meses atrás (hipotecas, créditos al consumo, hijos, compañeros de trabajo, etc.); observamos de soslayo el retrovisor rectangular que preside el interior del turismo (el equivalente a esos amigos o familiares que no nos resignamos a perder el contacto, o esas señales de alarma que nos advierten de evitar tropezar en la misma piedra en lo afectivo o en lo laboral), y por último, nuestra cabeza se vuelve hacia el retrovisor de la derecha ubicado al lado del copiloto. Desde ese retrovisor observamos una infancia y una adolescencia que ha marcado a fuego, como un hierro candente, lo que acabamos siendo. Ya situados en el ecuador de ese círculo vital, mientras el egoísmo prosigue su proceso de fermentación las visitas al retrovisor de la derecha se hacen más frecuentes e intensas. Nuestros ojos, como el de los niños, se humedecen al evocar la pérdida de un ser querido, de un amigo o de un familiar, o de alguien a quien admiramos por su valor humanista. Ese espíritu solidario que acompañaba nuestros días de juventud, donde la amistad confraternizaba con la llegada del solsticio de verano, va quedando varado en nuestro pensamiento y dejando que arraigue el componente primigenio de recolector para proteger al clan familiar, sobre todo en época de vacas flacas.
   Con la llegada del siglo XXI se ha propiciado el milagro de conectar a personas que llevaban lustros, décadas sin saber las unas de las otras por efecto de las denominadas redes sociales. Pero Facebook, como modelo paradigmático, evidencia una realidad que habla que la cercanía a menudo es sinónimo de lejanía. Las paradojas de una realidad humana observada desde la ventana de Internet que nos abre al conocimiento que esas personas a las que conocimos en nuestras infancias y adolescencias seguimos llevando grabados en nuestros discos duros sus nombres y apellido(s). Pero nos cuesta dar el paso para saber qué ha sido de sus vidas en todo este largo camino, ni siquiera a modo de un brochazo que despeje el interrogante sobre si esas habilidades innatas han tenido traducción en el ordenamiento profesional. Como decía Borges, "pudo más la curiosidad que el miedo". He llamado a la puerta de esos amigos del Facebook a los que pongo cara de alevines más que de personas instalados en la cuarentena. No en vano, ellos forman parte de mi vida. Una vida lejana, pero que fue la semilla de lo que soy: publiqué una revista escolar ciclostilada con dibujos de cosecha propia y luego, al cabo, vino Seqüències de cinema; veíamos desde la litera de la habitación de los hermanos películas en super 8 m/m y más tarde llegarían los libros de cine; esas visitas culturales a museos o centros de divulgación científica mutaron en forma de mi interés por cursar estudios de Biología... Sé que la respuesta, en algunos casos, tardará en llegar. Unos cuantos habrán quitado definitivamente el retrovisor de la derecha; otros aguardan a que la carretera se ensanche después de haber transitado por vías secundarias. Mientras tanto, desvío el pensamiento en más de una ocasión sobre ese mundo personal de la infancia y de la adolescencia que es uno de los tesoros más grandes que conservo y al que no quiero renunciar.

Invitación a escuchar tema de To Kill a Mockingbird de Elmer Bernestein en Youtube, mi composición favorita evocadora del mundo de la infancia.

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