A raíz de la querella interpuesta por la Fiscalía de Barcelona (bajo la acusación de incitar a la pornografía infantil) y otro juzgado con sede en Vilanova i la Geltrú (localidad vecina y rival de Sitges, dicho sea de paso) por parte de asociaciones en pro de la defensa de los menores a la persona de Ángel Sala, como responsable máximo a la hora de programar A Serbian Film (2010), el revuelo ha sido mayúsculo creando una polémica que favorece a la formación de dos trincheras: aquellos que defienden a capa y espada al director del certamen catalán amparándose en la libertad de expresión, y los otros que apelan al «no todo vale», hay una legislación en defensa de la protección de los menores —obviando el propósito de ficción de la cinta de marras— que debe ser respetada. Todo ese tipo de polémicas, por consiguiente, se acaba polarizando pero creo que no se ataca el problema de fondo, el meollo de la cuestión. Digamos que la pregunta preceptiva a hacer si tratamos de distanciarnos de esta espiral crítica sin fin es ¿el porqué un director y el resto de su equipo de programadores de un festival con solera internacional tienen que echar mano de la programación de un film que saben les podrá generar una agria polémica? La respuesta, a mi juicio, tiene diversas explicaciones y me aventuro a compartirlas con todos vosotros.
En cualquier orden de la vida personal o profesional, las rutinas favorecen a buscar cambios, perseguir nuevos propósitos, porqué no, acudir al baúl de los «tesoros prohibidos» o los private pleasures. Es más que probable que un director de un festival de cine recién nombrado en el cargo en un solo año pueda ver desfilar por sus retinas del orden de trescientas-cuatrocientas películas al año en salas cinematográficas, sin contar aquellos títulos que visionan en la comodidad de sus hogares. Un porcentaje importante de estos visionados se deben a aquellos títulos de otros festivales subsceptibles de incluirse en la programación del suyo propio, y otros visionados proceden de otros canales, esa búsqueda de la aguja en el pajar con enmienda expresa a ser los primeros en dar a conocer al gran público el nombre de determinado diamante en bruto en forma de novel director. Esas personas que, al cabo de una semana, en sus respectivas adolescencias podían haber visto una o dos películas a la semana —como válvula de escape a los estudios que cursaban por aquel entonces— muchos años después, inmersos en la vorágine de asistencia a festivales y una vez entrada a formar parte de ese mundo —algunos con cargos óptimamente remunerados pero con la espada de Damocles de la temporalidad amenazando en el horizonte— se transforman en cinéfagos, capaces de devorarlo todo. Con este hartazgo de visionados se va apagando el buen gusto de antaño, aquel que les llamaba a seguir por su cuenta y riesgo la filmografía de un determinado director cuyo nombre figuraba en caracteres muy pequeños en el cartel de la película. Además, los interruptores de la sensibilidad, de la capacidad de emocionarse, de alentar al humanismo que reposa en cada uno de nosotros se bloquea, provocando que estos cinéfagos se muestren indiferentes ante un torrente de imágenes y situaciones escabrosas, de pésimo gusto y de peor catadura moral. Los controladores aéreos cobran auténticas fortunas, pero pagan sus peajes en forma de bajas laborales generadas por cuadros de estrés, además de lidiar con horarios que no favorecen ni al equilibrio personal ni familiar. Los programadores de películas de determinados festivales como el de Sitges pueden presumir de una buena remuneración, pero asimismo encuentran en la obligatoriedad —más o menos acentuada en función del sentido de la responsabilidad de cada uno de ellos— de ver decenas de producciones a la semana, centenares de films a lo largo de un año. A medida que se van acumulando los años y el cargo/responsabilidad sigue siendo el mismo, la ecuación resultante es que moverse por la mente de estos sufridos programadores se me antoja de diván. Ya no saben relacionar que con quién, quién con que… Puestos en la tesitura del programador, lo que el cuerpo mejor asimila es todo aquello que queda fuera del alcance de los clichés, de los lugares comunes. Comprendo la reacción inicial de Sala exculpándose de que no había visto A Serbian Film. Seguramente ni tan siquiera recordaba el detalle simulado de la violación a un bebé. En el momento que la vio (si fue así) hasta que declaró en el juzgado doscientas, doscientas cincuenta películas habían desfilado ante unos ojos que imploran colirio como una medicina reparadora. Me atrevería a poner la mano en el fuego que Ángel Sala, que distingue los veinte tonos de rojo sangre, del hammeriano al made in Paul Naschy —a imagen y semejanza de los esquimables que saben diferenciar veinte tipos de blanco—, nunca pensó en términos de moralidad a la hora de proponerla para su programación. Simplemente dio por bueno un film que debía satisfacer —esa es otra—a la parroquia de Sitges, aquella que mantiene en su gran mayoría los niveles de asistencia a las salas y que luego los políticos locales enfilados en los puestos de poder se ufanan a mostrar cifras frente a la oposición en los plenos del ayuntamiento o del patronato. A este público no les vengáis con sutilezas; demandan la sangre como si les fuera la vida en forma de transfusión intravenosa. Cuanto peor, mejor. Frente al televisor casero exhiben su insensibilidad cuando aparecen los signos evidentes de destrucción provocado, a modo de ejemplo, por un tsunami (algunos deben ver recreados sus experiencias virtuales con la consola); jalean los muertos en las que ellos consideran películas de risa-alagarabía; se sienten acompañados por la lectura de los cómics manga; se mueven por las redes sociales (sic) como por el pasillo de su casa, y lo de las historias-tipo «chico-encuentra-chica» les traen al pairo. Ángel Sala y su equipo no han hecho más que plegarse a los designios de esos fans de Sitges que buscan en la gran pantalla experiencias al límite. Sus deseos son órdenes. Programar películas de calidad ya es una entelequia en Sitges y en otros tantos festivales. Y claro está, por una cuestión de mera supervivencia, de no perder la oportunidad de seguir encaramado en una plaza tan codiciada como la de director de un certamen de renombre internacional, Ángel Sala seguirá dando la tanda de terror visceral, saguinario, de baja estofa al que por desgracia nos tienen acostumbrados desde hace años. Por mi parte, las visitas al festival de cine de Sitges, por prescripción médica, se limitan a unos pocos —dos, tres visionados— avisado que de ese empacho de que las películas maceradas en los estómagos de sus programadores no pueden salir precisamente gemas de diáfana luminosidad. Más bien se imponen las excrecencias que, por el hedor que desprenden, atraen a una gran cantidad de público que luego les preguntas por Mancini y les suena únicamente a entrenador de la Premier League.
Mi conclusión a todo ello es que tenemos los serbian films que el público afín a este tipo de festivales demanda. Ángel Sala no es más que un cabeza de turco de un status quo que se va rescabrajando por la base, provocando una falla del orden de 7-8 en la escala Richter. Claro que es ficción A Serbian Film (estos días he tenido ocasión de verla o padecerla, mejor dicho, para no hablar sin conocimiento de causa) y que lo de incriminar penalmente a Sala es un disparate. Sí, pero lo que no es ficción es lo otro: esos individuos existen, pasan cortas temporadas en la Blanca subur luciendo sus camisetas de Los Ramones (debe ser el grupo que ha vendido más T-Shirts que discos o compactos de toda la historia) y venden sus principios éticos y morales por el precio de un manga. Saben citar de corrillo la filmografía de Takashi Miike pero son incapaces de enumerar tres películas de Luchino Visconti. Pena, penita, pena. Con un público como este no me extraña que se hagan películas de ínfima calidad (Saw ya va por la VII) y puedan haber sentencias como las que pueda dictar dentro de unos meses los juzgados de Barcelona o Vilanova i la Geltrú.
http://www.ipetitions.com/petition/contralacensurasitges/
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