Viendo recientemente un magnífico film británico dirigido por Edward Dmytryk, The Hidden Room (1949), el segundo punto de giro, el que nos proyecta hasta el final de la historia, guarda mucha relación con el uso del lenguaje. Al cabo, reparé en que el uso idiomático había sido el principal argumento para que Ehrich Weiss, más conocido por su nombre artístico de Harry Houdini (1874-1926), destapara al entramado de farsantes y embaucadores responsables de organizar sesiones de espiritismo, que invitaron al escapista e ilusionista para que entrara en contacto con su difunta madre. Ella, húngara de pura raza, jamás aprendió el inglés y, por tanto, aquellos mensajes cifrados del más allá con la lengua de John Milton por bandera, levantaron la liebre de la indignación en Houdini, quien a partir de entonces consagraría buena parte de sus esfuerzos a desemascarar a los «Moriarty» de turno practicantes de una pseudociencia especialmente sembrada para ser recolectada por mentes tocadas por la ingenuidad, cuando no la desesperación.
Guardo un recuerdo intermitente de la primera vez que confié a mi memoria el nombre de Harry Houdini, pero de lo que estoy plenamente convencido es que éste cobraba vida (eso sí, con las prerrogativas a morir en diversas ocasiones a lo largo de la función fílmica) en la persona de Tony Curtis, otro actor que enmascaraba su origen judío —nacido Bernard Schwartz— con el nombre que le daría celebridad a escala internacional, sobre todo a raíz de propuestas que cautivaron al espectadores de la época y de posteriores como El gran Houdini (1953). Y digo actor porque Houdini tuvo una partipación activa en media docena de producciones de los años veinte, llegándose incluso a triplicarse en productor y guionista en The Man from Beyond (1921) con la intención de hacer de Howard Hillary un personaje a su medida. Dentro de ese espacio difuso al que aludía, brillaba con especial nitidez la secuencia en que Houdini desafiaba las gélidas aguas del Río Hudson, encontrando in extremis un punto de luz en forma de salida a la superficie en medio de esa prisión de agua sellado por caplas de hielo. En realidad, esa secuencia surgiría del imaginario del guionista Philip Yordan porque Harry Houdini se embarcó en numerosas gestas que le colocarían en el frontispicio de la muerte, pero ninguna de ellas le convocaría en un río helado en la ciudad de Nueva York, al menos, a tenor de la documentación recopilada a lo largo de la pasada centuria. Fuera o no producto de la imaginación de los responsables creativos de El gran Houdini, esta producción Paramount me cautivó durante buena parte de mi adolescencia y, a partir de entonces, mi fascinanción por el personaje de Houdini me ha movido a distintas lecturas sobre su obra, vida y milagros, al visionado de documentales y alguna que otra aproximación, más o menos cercana, al personaje en la oscuridad de las salas, concretamente, en El último gran mago (2008). Al calor de las apuestas por dar cancha al tema del ilusionismo —El ilusionista (2006) y El truco final (2006)—, se debió desenpolvar un guión que debió dormir el sueño de los justos en algunos cajones de las productoras, dando vía libre a este El último gran mago, en que las expectativas pronto se diluyeron para un servidor cuando se sitúa al personaje de Houdini (un imposible Guy Pearce; la directora aussie Gillian Armstrong barrió para casa) en su ocaso profesional y su combate se dirime —en tierras escocesas— con esos espiritistas de tres al cuarto más que con cadenas, cubas de aguas selladas herméticamente o camisas de fuerza que no dejan extender las alas colgado de lo alto de un edificio neoyorquino. De esta proeza final dan fe los documentales que se conservan y que Milos Forman adecuaría para el prólogo de Ragtime (1981), aunque poco más se sabría a lo largo de sus dos horas de metraje de Harry Houdini, un personaje con un mayor desarrollo en ese crisol de individuos que se dan cita en el Monumento literarío por excelencia de E. L. Doctorow. Sinceramente, pienso que Doctorow es el escritor más capacitado para trazar un relato, a la manera de Homer y Langley (2007), en que la ficción biográfica se desenvuelva en un contexto histórico que él conoce al dedillo. A la espera que algún día el novelista neoyorquino de ascendencia rusa se anime a ello, sigo persuadido con la idea de encontrar la llave que abra ese baúl en forma de un guión lo suficientemente atractivo para adecuarse a la gran pantalla en relación a un personaje al que el cine no ha hecho la justicia debida. Paul Verhoeven —al igual que Dmytryk, el otro licenciado en Ciencias Exactas del «planeta Cine»—, según recoge uno de los capítulos de la monografía sobre el director holandés subtitulada Carne y sangre (2001, Ed. Glenat), y escrita por mi buen amigo Tomás Fernández Valentí, intentaría desarrollar el script de un biopic (parcial) sobre Houdini, pero se quedaría en una tentativa. Por mi parte, a lo largo de ese 2011 que se anuncia en un horizonte muy cercano, me procuraré las lecturas de Houdini!!!: Career of Ehrich Weiss (1997) de Kenneth Silverman y The Secret Life of Houdini: The Making of American's First Superhero Mystery (2007) de William Kaush y Harry Sloman con el propósito de llegar a determinadas conclusiones sobre la viabilidad de un proyecto que podría caminar de la mano del guión de El enigma Haldane ya escrito, cuya novela homónima se materializará en las librerías a partir del próximo mes de marzo de 2011. En este mundo de la producción, que me animo a lanzarme con la enmienda a reinventarme —pero sin abandonar la nave que he ido pilotando a lo largo y ancho del decenio que está a punto de tocar a su fin—, siempre es mejor tener uno o varios guiones alternativos bajo el brazo. El enigma Haldane —seguramente destinado al mercado anglosajón— será uno, y el otro, de momento, tiene ciertos números de formularse en la persona de Harry Houdini, quien curiosamente dirigió su único film —en 1923— con el título... Haldane of the Secret Service…Casualidades terrenales o del más allá... quién sabe.
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