viernes, 24 de septiembre de 2010

EL DISCRETO DESENCANTO DE LA «BURGUESÍA» DEL ROCK-SINFÓNICO

En el número 28 de Scifiworld, en una de sus últimas páginas  se reproduce un cuestionario al cineasta Mick Garris (un fiel y prolijo adaptador del universo literario de Stephen King) —avanzadilla a la excelente entrevista que se publicaría en el número posterior, el correspondiente a julio de 2010— en que presumo muchos de los lectores de la revista debían fruncir el ceño. A la pregunta «¿Qué música escuchas habitualmente?» Garris respondía: «rock sinfónico». ¿rock sinfónico? Algunos volverían a mirar la foto de Garris y se debían interrogar para sí mismos: pues no parece tan mayor como para escuchar una música que, a los oídos de la plana mayor de la progenie fanatizada por el fantastique de curso legal, esto es, el macerado con dosis de gore a golpe de Heavy o Trash-Metal, sería sinónimo de música de hace un millón de años y para un buen número de ellos les debía sobrevenir un enorme interrogante en forma de «¿qué diantres es eso?»
Hubo un tiempo que, como los dinosaurios, el planeta musical anglosajón estaba dominado, en buena medida, por esas formaciones del rock-sinfónico. Cierto es que esa extinción ocasionada por un meteorito en forma de radio-fórmulas (temas de un cuarto de hora o veinte minutos con los que solían deleitar a la parroquia los del progresivo no tenían cabida en este formato herziano) que impactó sobre el planet music en las primeras estribaciones de los años ochenta, dejó tocado de muerte a muchas bandas del espectro sinfónico, cuando no hacía demasiados años atrás llenaban estadios con la misma facilidad que el Barça de Pep Guardiola lo hace en los últimos años, mal que les pese a esos videoblogeros de marca. Algunos de los grupos de esta índole supieron verlas venir y mutaron a otra especie que desplegaría sus alas sobre la esfera del pop-rock, más acorde con los vientos que empezaban a soplar —Genesis—; unos cuantos ya habían procedido a la muda con suficiente antelación como para que ni tan siquiera gran parte de sus fans repararan en sus orígenes —Queen—; y otros siguieron aferrados a unos «valores supremos» que han ido marcando un tránsito hacia la agonía hasta alcanzar su práctica desaparición —Yes, Pink Floyd, Camel, Emerson Lake & Palmer, King Crimson, etc. Como todo fenómeno de desaparición lleva implícito un efecto de resurgimiento, éste se dio en el entorno del rock sinfónico con Marillion, pivote de una nueva hornada de formaciones —Pendragon, Asia, etc.— que para no llamar a la suspicacia entre la remozada cúpula de promotores musicales, extendían sus tarjetas de visita figurando con riqueza tipográfica el de «practicantes de pop-rock de calidad». Ese camuflaje a menudo cobraba hechuras de realidad, y aquellos devotos del rock-sinfónico más primitivo acabaron por batirse en retirada, buscando un botón de anclaje con otros estilos, tales como la world music de la que Peter Gabriel (en la foto), padre espiritual de la mejor cosecha de Genesis —Nursery Crime (1971), Foxtrot (1972) Selling England By the Pound (1973), The Lamb Lies Down On Broadway (1974): raro es el año que no vuelvo sobre esos pasajes que emanan creatividad y genialidad compositiva-acústica a raudales—, a través de su proyecto Real World, tripulaba con un horizonte tan incierto como estimulante.
La música, como el cine, en tanto que artes relativamente jóvenes, ha vivido periodos de una extraordinaria fertilidad creativa. Gabriel, un músico del que poco ha trascendido que su salida de Genesis tuvo mucho que ver con su interés por hacerse un nombre en calidad de director de cine, ha formado parte de dos de esas oleadas creativas de aupa, primero en el sinfónico, y luego en la World Music. Los que todavía tenemos la certidumbre de que una buena porción de la mejor música contemporánea —la reproducida fuera de las salas de concierto y/o de las cinematográficas— se dio en los años setenta y, en forma de destellos, en los años ochenta, debemos reparar en esa lenta agonía de aquellos forjadores de obras de indudable categoría que, como restos fosilizados, permanecen ocultos a los oídos de las nuevas generaciones. El ciclo natural empieza a cerrarse para personalidades como Peter Gabriel, que prorrogan su vigencia encima de los escenarios (cada vez más despoblados: cuatro mil almas en el recinto del Sant Jordi barcelonés en el pasado 23 de septiembre de 2010) sobre la base de versiones de temas de otros grupos o cantantes. Scratch My Back (2010) responde a ese acto-reflejo por buscar las respuestas musicales en el pasado en forma de versiones de temas de Paul Simon (Boy in the Bubble), Neil Young (Philadelphia) o Lou Reed (Power of the Heart), entre otros. En eso coincide con el músico que le reemplazó en el liderazgo de Genesis, Phil Collins, que con Goin Back (2010) rinde pleitesía al sonido Motown. Señales de humo visibles para la tribu de amantes del rock-sinfónico confinada en esas reservas de la espiritualidad musical en los tiempos en que los tambores de guerra se dejan sentir con fiereza desde los coches tuneados con un sonido atronadoramente... plano, buscando plaza en algún aparcamiento cercano de unas multisalas del extrarradio para degustar —acompañados de palomitas, faltaría plus— la última producción gore con sus correspondientes números romanos a modo de rúbrica para un título bien llamativo.  

domingo, 19 de septiembre de 2010

VICTOR HALPERIN EN SCIFIWORLD (Nº 30)

En mi tercera contribución a la revista especializada en cine fantástico Scifiworld he publicado en su número 30, el correspondiente a septiembre de 2010, un estudio sobre Victor Halperin (1895-1983), director al que el buen aficionado al género de terror asocia de forma inmediata, a modo de acto-reflejo, con La Legión de los hombres sin alma (1932, White Zombie), protagonizada por Béla Lugosi. Este artículo, salvo desconocimiento de un servidor, es el primero que se publica en lengua castellana en papel, tratando de extender el radio de acción de la contribución de Victor Hugo Halperin a otras producciones, si acaso menores en comparativa al que sigue siendo el primer film oficial sobre «muertos vivientes» de la historia del cinematógrafo. Aparte de su producción fantástica que tuvo en su hermano mayor Edward Halperin un apoyo diría que imprescindible, Victor Halperin participó en bastantes films ubicados en el campo de la comedia y los relatos de misterio, pero su contribución más significativa se daría en un género en que trató de innovar a través de un tratamiento visual que muy pocos coetáneos se atrevieron ni tan siquiera a imaginar. De ahí que la revisión de La legión de los hombres sin alma, rodada en el corazón de Haití, me haya permitido prestar atención a una escena en que la pantalla se fragmenta para dar cabida a escenas que suceden en espacios distintos. Podríamos, por tanto, hablar de una primitiva muestra de split screen («división de pantalla»), que en los años sesenta y setenta cobraron notable importancia en manos de directores como Richard Fleischer (El estrangulador de Boston), John Frankenheimer (Grand Prix), Norman Jewison (El caso de Thomas Crown) o Brian de Palma (El fantasma del paraíso).
Vaya por delante que nunca he comulgado con el cine de zombies —los fans de este subgénero se pondrán las botas con este monográfico editado por Scifiworld— pero siempre he procurado ver aquellas producciones que, en mayor o menor medida, han sido clave para la evolución (o involución, según se mire) del cine fantástico. La conclusión sobre tentativas de resucitar éxitos de antaño, llámese clásicos o piezas de culto, en forma de remakes, precuelas o spin-offs generalmente me ha llevado a la desazón y rara vez los números romanos que se sitúan a continuación de un meritorio título me llama la atención. Más bien, suelo desconfiar, como en el caso de Saw (2004), de la que ví en el momento de su estreno casi sin proponérmelo pero luego desistí de seguir un filón que en tan sólo un lustro ha generado... seis secuelas!! y un buen puñado de sub-sucedáneos. En la época en que los Halperin se encontraban en activo estas operaciones por rentabilizar el éxito de un determinado producto también estaban a la orden del día, pero con un sentido más sutil —a la par que engañoso— al jugar con la credulidad del espectador. De ahí que, por ejemplo, White Zombie conociera una suerte de remake, Revolt of the Zombies (1936), que más bien es un pálido reflejo de las excelencias del film seminal y su continuidad argumental brilla casi por su ausencia. Eso sí, entre una y otra producción Victor Halperin rodaría Superatural (1935), una película a descubrir que encuentra alianzas con la obra maestra de Edmund Goulding El callejón de las almas perdidas (1947), en la presentación de individuos que esconden tras de sí una ruindad moral en el ejercicio de visionar presuntos espectros en el curso de sesiones de espiritismo. Gobernada por la categoría interpretativa de Carole Lombard —en un desdoblamiento de personalidad—, Supernatural invita a pensar que el talento de Victor Halperin no quedaría confinado únicamente a White Zombie, una adaptación libre y parcial de la novela La isla mágica: un viaje al corazón del vudú (Valdemar Ediciones, 2005), de William B. Seabrook, un personaje de lo más pintoresco del que me ocuparé en un futuro post en el Mundo de Haldane.

domingo, 12 de septiembre de 2010

ETA 2010: LA VERSIÓN VASCA DE LA BANDA BAADER-MEINHOFF

Vencida la etapa de los pioneros, cada uno de los serial killers que consagraban su «otra» vida —la oculta— a realizar sus actos de puro delirio, causando estragos sobre todo en la década de los setenta y principios de los ochenta, buscaban diferenciarse entre sí con un modus operandi que captara especialmente la atención de los media. Pero al cabo surgirían imitadores que, a los ojos inoculados de sangre cuál vampiro de algunos de ellos, echaría por tierra la «autoría», la firma de sus respectivas actuaciones situadas fuera de los límites del principio vector que debe guiar a la condición humana. A otra escala, no menos siniestra, las organizaciones terroristas siguen patrones similares en cuanto a la voluntad de diferenciarse, de ser únicos en su «especie». Para la sociedad en general, pero para el mundo del terrorismo en particular, el ataque a las Torres Gemelas el 11-S de 2001 marcaría un punto de inflexión que, observado en retrospectiva una vez transcurridos exactamente nueve años desde aquel atroz atentado, ha procurado lecturas sumamente reveladoras del status quo de organizaciones con la mirada puesta en crear un estado de zozobra y de terror en la población. Una década que ha propiciado para organizaciones como ETA observar una curva descendente en su cuenta de resultados al saberse que esas aguas en forma de partido abertzale —bajo la denominación de origen Herri Batasuna o sus distintas «marcas blancas»— en las que podían nadar las pirañas que operan bajo el eufemístico nombre de gudaris («soldados»), empezaban a contaminarse y crear un medio anaeróbico. La razón de esta situación de falta de oxígeno en la pecera del conglomerado etarra se debe, en buena parte, a que los Estados Unidos, ajenos hasta entonces —salvo situaciones excepcionales— al fenómeno del terrorismo, se sintieron obligados a actualizar sus listados de organizaciones, agrupaciones, partidos y demás susceptibles de apoyar grupos armados. De ahí que Herri Batasuna acabara en estas «listas negras», abandonando el terreno de la impunidad y quedando en evidencia ante todo el mundo que eran una corriente de transmisión de las espúreas intenciones de su brazo armado, esto es, ETA. Con las Fuerzas de Inteligencia norteamericanas dispuestas a cambiar el chip, el factor de cooperación tan necesario entre instituciones paragubernamentales de esta naturaleza, pronto daría sus frutos: el blindaje de ETA en materia de información arrojaba numerosas vías de agua que provocarían un goteo constante de capturas registradas entre sus pistoleros, extorsionadores y demás personajes de nulo calibre moral. La eficacia policial ha sido la principal «hoja de ruta» en que se han amparado los gobiernos de distinto sesgo ideológico (PP y PSOE, por este orden) para legitimar un modelo de actuación que tuvo en la Ley de Partidos un frente válido capaz de colocar contra las cuerdas a esa parte de la izquierda abertzale decidida a preservar sus cargos públicos en ayuntamientos sabedores que de esos fondos económicos se proyecta un chorro de agua direccionado a la pecera de ETA. Pero el grifo proveniente de los fondos del estado se ha cerrado y tan sólo la capacidad de extorsionar a los empresarios por parte de ETA procura que los niveles de agua sigan haciendo posible que los «funcionarios del terror» puedan garantizar unas pagas mensuales o anuales para no ausentarse de sus puestos de trabajo. Cualquier persona mínimamente informada sobre el tema sabe, sin embargo, que una organización terrorista tiene los días contados si su presupuesto anual se basa en el principio de la extorsión entre la clase empresarial por muy fogueada que esté —por desgracia— en estas dinámicas.
A través de esta lectura puede entenderse mejor el porqué ETA tiene una necesidad imperiosa de que Batasuna o sus «marcas blancas» no se vean privados de sus cargos en los ayuntamientos. Por ello emiten comunicados —el último reproducido en primera instancia por la cadena británica BBC— que amagan en el sentido de ofrecer un cese de la lucha armada con la intención de capear el temporal sabedores que, a la vuelta de la esquina, se convocan unas elecciones municipales en el País Vasco. Con una importante porción de la izquierda abertzale fuera de las instituciones, simplemente su presupuesto básico para seguir manteniendo a flote la nave de ETA se va a la deriva. La historia de esta organización nacida hace más de medio siglo traza, en los últimos años, cada vez más un perfil similar al GRAPO o sobre todo la Baader-Meinhoff. No hace demasiado tiempo, cuando se sacaba a colación que el fin de ETA estaba cerca, algunos esgrimían —incluso desde instancias policiales— que «hay lista de espera para entrar en la Organización». Vista la realidad de hoy en día, cabría decir que «hay lista de espera en las prisiones para el ingreso de etarras». Allí acabarían sus días parte del núcleo duro de la Baader-Meinhoff, toda vez que Alemania cerró literalmente dos días sus carreteras  para capturar a las puntas de lanza de la organización terrorista. Asimismo, el círculo para ETA se estrecha. Ahora sabemos con más precisión donde se encuentran sus colmenas y que en su interior se cuentan tan sólo unas decenas de abejas enrrocadas en su fanatismo de gudaris. La historia de ETA, por tanto, está condenada a escribir sus últimos capítulos si atendemos más a los paralelismos (al margen de exhibir en sus respectivos anagramas una estrella de cinco puntas) que en la actualidad merece para con la Baader-Meinhoff que con la realidad del IRA, cuyo componente religioso —de mucho menor calado en el contexto social del País Vasco— era vital para entender el porqué del enquistamiento de la lucha armada durante más de un siglo.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LAURENT FIGNON (1960-2010): MUERTE DE UN CICLISTA


Quien haya practicado el ciclismo aunque tan sólo sea desde el plano amateur sabe de la exigencia de este deporte, que podríamos catalogar de agonístico. Una dureza que los organizadores de la pruebas de dos o tres semanas sitúan en su grado extremo cuando diseñan las etapa de altas montañas que representan todo un via crucis si los ciclistas no llegan con la preparación óptima para enfrentarse a superar puertos que, como decía Jopp Zoetemelk, «parecen abiertos solo para nosotros». Esfuerzos titánicos que suelen concentrarse en el campo profesional en edades comprendidas entre los veintidós y los treinta y pocos años, con la salvedad de los velocistas, que vendrían a ser por su longevidad, el equivalente de los guardametas en el fútbol (léase, Alessandro Petacci, Eric Zabel o el cántabro Óscar Freire, entre otros) debido a su menor desgaste (ya se sabe que para ellos las etapas de alta montaña se las toman en plan cicloturista porque sus físicos no están diseñados para este tipo de esfuerzos de máxima exigencia). No es tanto lo que pueda suponer subir puertos de primera o fuera de categoría con tramos del 10 al el 13 % de desnivel, sino la proeza de realizarlo a una velocidad de crucero en contraste con el ritmo de los cicloturistas que, como un servidor, podemos ir contemplando el paisaje sin apremio a cumplir un determinado registro para llegar a coronar el puerto de marras. Evidentemente, este grado de competividad y exigencia extrema tiene sus contraindicaciones en forma de un dopaje que azotó, cuál plaga bíblica, al ciclismo profesional a finales de los años noventa, llegando incluso a plantearse la anulación del Tour de 1998, salpicado por continuos escándalos que comprometían a la salud de la ronda francesa pero también de sus participantes. Un escándalo que estallaría como una espoleta de efectos retardados por cuanto el caldo de cultivo del dopaje se había dado en los años ochenta.
Como un servidor, queremos cubrir con un velo de nostalgia, de fascinación por una época una realidad que, a buen seguro, tuvo algo menos de idílica, de juego limpio de lo que se alardeaba por aquel entonces. Y en todo este baile de intereses, espejos de realidades y de fición, L’Equipe, en calidad de copatrocinador del tour jugaría su rol a la hora de facultar una rivalidad entre dos figuras del ciclismo mundial de nacionalidad francesa: el veterano, el Caimán Bernard Hinault, y el aspirante a conquistar el trono, Laurent Fignon. Por mi parte, no puedo esconder mis preferencias por Hinault, máxime cuando en la Vuelta a España de 1983, cuando recibía ataques por todos los lados, en una etapa librada en la meseta hizo una demostración de orgullo, portento físico, fortaleza mental y, en definitiva, invulnearbilidad. No era el Hinault de su explosiva juventud, sino alguien al que se le había colocado fecha de caducidad, sobre todo atendiendo a la llegada en el seno de su propio equipo de un ciclista cuyo cuerpo rocoso no casaba con su rostro tocado por unas gafas al estilo John Lennon —un tributo más para el icono de la música que encontraría la muerte a la salida del edificio Dakota en diciembre de 1980— que le daban un aire intelectual y progre, además de lucir una media melena rubia que, al recogerla en una coleta, dejaba al descubierto la profundidad de sus entradas. Hubo algo de impostura, de vanidad en la forma cómo Fignon irrumpió en el panorama ciclista profesional, dejando sentir en cada pedalada que los días de gloria de Hinault iniciaban la cuenta atrás. Ley de vida que llevarían a Fignon a enfundarse el maillot jaune en los Campos Elíseos —1983 y 1984—, situándose un peldaño por encima del Caimán del que se anunciaban vientos de retirada. Pero Hinault se resistía y emplazaría al debate de las preferencias de los aficionados cuando conquistó su quinto y definitivo tour en 1985. Un registro que parecía al alcance de Fignon dada su juventud, pero una serie de infortunios desdibujaron cualquier posibilidad de hacerle ni tan siquiera sombra en el palmarés del Caimán. Greg Lemmon daría la estocada definitiva a Fignon cuando este último perdió frente al norteamericano un tour —el de 1989— que tuvo en la palma de la mano y que se le escaparía por los siete segundos que marcarían la gloria de la decepción. Se cerraría, pues, un amplio capítulo del ciclismo, el relativo a la década de los ochenta, que medido desde la objetividad, sin apasionamientos, muestra más zonas de sombras que las que podamos formular en nuestros corazones. Muchos de aquellos han decidido tirar la llave al mar y practicar la ley del silencio sobre aquel periodo en que los patrocinadores veían sumamente rentable financiar a equipos que se exhibian en el tour, el giro o la Vuelta a España, al margen de las clásicas de un día. Otros, como el espigado Steven Rooks denunciaron que aquello no fue un camino de rosas y el dopaje estaba a la orden del día. Han quedado por el camino muchos juguetes rotos de esa década prodigiosa del ciclismo que alumbraría un montón de corredores excelsos, sin ir más lejos, en suelo patrio —Perico Delgado, Marino Lejarreta, Fede Echave, Álvaro Pino, etc.—. Volver la mirada sobre la realidad actual de aquellos estandartes del ciclismo puede llevarnos a la desazón, al descubrimiento de una verdad menos amable de la que desearíamos. En cierto sentido, toda aquella realidad difrazada ya parecía intuirse, al menos para un servidor, cuando Gert-Jan Theunisse, compañero inseparable de Rooks (siempre pensé que subian los puertos en tándem), estuvo vetado por el tour supuestamente por sus elevados índices de testosterona registrados en su organismo. Ese espigado escalador, de figura filiforme que cuando veía las primeras estribaciones de un puerto se le iluminaban los ojos, asistía a su ocaso cuando los nubarrones se proyectaron sobre él. Eso, para mí, significaría el principio del fin de la inocencia del ciclismo. Una perspectiva que toma cuerpo estos días al conocer la noticia del fallecimiento de Laurent Fignon, de quien ya tuve supe hace un año del cáncer que padecía. Entonces, Fignon, en un acto de constricción, esgrimía que los médicos le aseguraban que la enfermedad que padecía no guardaba relación con la ingesta de sustancias prohibidas que no figuraban en las listas de la UCI. De sus palabras, se entreveía que el parisino todo aquello le generaba enormes dudas. En el fondo, solo él podía calibrar el alcance de sus actos fuera de la legalidad, y ya sin fuerzas al seguir un programa de quimioterapia, nunca se decidió a escribir sus memorias. Sí lo hizo, en cambio, la madre de Marco Il pirata Pantani (1970-2004) en Era il miu filgio (2008), testimonio duro y demoledor que buscaba respuestas sobre la muerte de un escalador de tronío que no había podido escapar de ese mundo donde las exigencias físicas al límite requieren de pócimas mágicas para calmar el dolor o potenciar el rendimiento en aras a cosechar una meta que les ofrezca el reconocimiento soñado. Jornaleros de la gloria que sentirían el aliento de la fama cuando su destino parecía depararles un anonimato en sus(pequeños) pueblos de nacimiento. Historias recogidas en obras versadas sobre ciclismo, algunas de cuyas figuras aparecen en las páginas de los obituarios de los periódicos en un tiempo que no les correspondía en modo alguno dado su prematuro fallecimiento por distintas causas: a la esquela de Pantani le antecedieron la de Alberto Fernández (1955-1984), fallecido en un accidente automovilístico junto a su esposa, y José María Jiménez Sastre, apodado el Chava (1971-2003), y precedería a la del belga Frank Vanderbrouke (1974-2009). La noticia del deceso del profesor Fignon viene a cubrir nuevamente de un manto de dolor a un deporte que enseña su cara más amarga cuando sus héroes inician a temprana edad su última escalada... la que les conduce a un cielo eterno. Monsieur Fignon, descanse en paz y gracias por amar este deporte.