sábado, 26 de junio de 2010

LA «CAZADORA» Y EL «ÁNGEL» CAÍDO

Story of My Life (1988) de Jay McInerney no debía figurar entre las lecturas de John Edwards  (1953, Séneca, Carolina del Sur), por aquel entonces demasiado ocupado al frente de su bufete de abogados en el estado que le vio nacer. Una labor, la de Picapleitos a tiempo (casi) total, que le haría prosperar en la escala social y formar parte de ese infinito club de self made men que pueblan por doquier la geografía estadounidense. La fortuna sonreía a Edwards a medida que las demandas interpuestas en nombre de sus clientes prosperaban. Edwards estaba escribiendo la historia de su vida cuando pasó de una condición humilde, en la linde de la pobreza, a una prosperidad que le situaba en la parcela de los nuevos ricos del Sur de Carolina. Puestos a elucubrar sobre su futuro, la abogacía le daba suficientes réditos pero, al parecer no los suficientes para ahogar sus penas tras la muerte de uno de sus cuatro hijos —fruto de su relación con Elizabeth Ananay— en un accidente automovílistico. Una vez más, la biografía de un self made man que se escribe con algún que otro renglón torcido producto del infortunio personal o la tragedia familiar antes de concitar el interés mediático. El suyo se debería a su decisión por abordar una carrera política con garantías a partir de postularse como senador demócrata por el estado Sourth Caroline. En un cuatrienio el ascenso de John Edwards fue tal que su tocayo Kerry, ex combatiente en Vietnam, receloso en un principio dado la bisoñez de éste, hizo una apuesta para que ambos contrarrestaran el avance en los sondeos de la dupla republicana George Bush Jr-Dick Chenney en los comicios electorales de 2004. La apuesta quedaría en tentativa pero John Edwards, lejos de claudicar, en los siguientes comicios se perfilaba como uno de los firmes candidatos del Partido Demócrata en las primarias con vistas a disputar la plaza por la Casa Blanca. El fenómeno o el efecto Barack Obama no explicaba por sí solo el porqué de la frenada en seco la línea en progresión que parecía haber mantenido Edwards desde que capitulara y empezara a trazar paralelismos con la ejecutoria profesional de Robert F. Kennedy. Pero, al parecer, Edwards seguía sin leer a McInerney y el libro que le había situado en el mapa de la vanguardia literaria estadounidense, ni que fuera por esa necesidad perentoria de algunos críticos del New York Times Magazine y otras publicaciones de tirada nacional por escarbar a la búsqueda y captura de presuntos talentos con los que rendir pleitesía a una nueva generación de auteurs.
Hubo un tiempo (breve, eso sí) que pensé en John Edwards como el político que aglutinaba lo mejor del kennedismo, un término del que participan indistintamente John F. Kennedy y Robert F. Kennedy. Pero, al cabo, todo quedaría en un mero espejismo, ensombreciéndose la imagen del ex senador de Carolina del Sur hasta límites insospechados. Lo haría a costa de dinamitar una campaña de imagen que tuvo en el asunto de una infidelidad conyugal su primer y mortífero torpedo en la línea de flotación del buque portador de la campaña electoral al poco de salir del puerto demócrata con destino Washington DC. El hundimiento de ese navío trajo consigo un inevitable divorcio con la esposa y madre de sus cuatro hijos, que había pasado por el trance de librar una ardua batalla contra el cáncer. Los telespectadores de Oprah Winfrey no le perdonarían semejante afrenta moral, pero quien debía estar frotándose las manos era Jay McInerney, cuya heroiía y, a la sazón, narradora de Story of My Life, Alison Poole, se inspiraba en la mantis religiosa que había atendido a las requisitorias del acaudalado abogado en el backstage de la campaña electoral demócrata no tan sólo en calidad de documentalista. Tras su frustrada aspiración por convertirse en actriz, Rielle Hunter, la alter ego de Alison Poole, daba sentido a su apellido cuando movió los hilos necesarios para someter a un chantaje a Mr. Edwards: el silencio de la paternidad de éste se compraba por no menos de cinco mil dólares al mes. John Edwards, para salir del paso, construyó su propia mentira implicando en el affaire a su amigo Andrew Young, al punto que se falsificaron pruebas de ADN para negar cualquier vinculación del aspirante a la Presidencia de los Estados Unidos con Quinn, la hija biológica de Rielle Hunter. McInnerney supo que la realidad le servía un plato en bandeja para modelar Penelope On the Pond («Penélope en el estanque»), como punta de lanza de su colección de relatos breves, The Last Bachelor and How It Ended (2008). El fin en tantos sentidos de Edwards parecía haberlo anticipado McInerney. Ese John Edwards, al que muchos señalaban o señalábamos como un continuador de la doctrina del kennedismo, quedaría atrapado en el lodazal de la mentira y de la impostura moral. Más bien, echando la mirada hacia atrás, pienso en John Edwards en términos de esos embaucadores que produce a expuertas la política y la religión en los Estados Unidos, a la manera de esos personajes pintorescos que asoman en los relatos de Robert Penn Warren, Sinclair Lewis o Mary Flannery O’Connor. Pero presumo que estas referencias tampoco le digan demasiada cosa porque la lectura de ficción no ha debido ser el punto fuerte de Mr. Edwards y de sus asesores. De haber sido así, alguna que otra «cazadora» con el objetivo de su cámara apuntando hacia su bello rostro, se hubiera ahorrado.

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