Las distintas campañas que se celebran a diario en cualquier punto del planeta con el fin de recaudar dinero para una noble causa como la de la investigación de enfermedades demasiado desconocidas para que sea posible revertir un pronóstico, a menudo, letal, tienen en algunas personas que las sufren una suerte de símbolos, de estandartes. Por ejemplo, en el caso de Stephen William Hawkins su tesón y su dedicación hacia el estudio científico ha provocado un beneficio a la causa de la ELA (acrónimo de la Esclerosis Lateral Amiotrófica) que anima sobremanera a persistir en la lucha que mantienen los familiares y amigos de las personas que padecen esta enfermedad neurodegenerativa. Aunque se ha puesto en tela de juicio por parte de algunos especialistas que, en realidad, Hawkins sufra una de las variantes del ELA debido a que sigue vivo después de casi cincuenta años de habérsele diagnosticado —algo ciertamente infrecuente por cuanto la existencia media es de un lustro desde las primeras manifestaciones de la misma—, el físico británico ha permanecido hasta la fecha asociado a este acrónimo y a la lucha diaria que representa para muchas familias del planeta tierra. Digamos que el ELA tiene un valor universal en relación a Hawkins mientras que en Francia —chauvinismo habemus— se la conozca como la enfermedad de Charcot (1823-1893) —en honor del fundador de la psiconeurología y el primero en hacer un detalle clínico riguroso de la enfermedad— y los Estados Unidos para ciertas generaciones nacidas en el siglo pasado su conocimiento proviene del jugador de béisbol que la padeció, el fuera de serie Lou Gehrig (1903-1941). Ver a aquel formidable primera base acabar sus días postrado en una silla de ruedas y con un rostro que era una sombra del pasado debió resultar impactante para los millones de aficionados estadounidenses que admiraron sus proezas en las canchas de juego de los estadios de uno de los deportes Rey del país. Curiosamente, el origen de haber contraído semejante enfermedad podría encontrarse... en el terreno de juego. Ese «Expediente X» de la medicina quedaría archivado hasta que décadas más tarde la lista de ex deportistas que, al cabo de poco tiempo después de haber ejercido su actividad profesional al aire libre, sufrían el ELA o la enfermedad de Charcot, se disparaba. Razones poderosas para la preocupación tendrían las autoridades que rigen los destinos del calcio cuando un estudio impulsado por la Fiscalía de Turín advertía que cuarenta ex jugadores de un censo total de 50.000 futbolistas se les había diagnosticado el ELA. Al tratarse de una enfermedad que afecta a 1-2 de cada 100.000 habitantes, esta alta incidencia —casi 7 veces superior a esa proporción— en la población de la División de Oro del fútbol italiano activaría las alarmas, especialmente entre el colectivo de ex futbolistas, significándose al frente Massimo Mauro y Gian-Luca Viali, aquel jugador díscolo que llegó al estrellato a finales de los años ochenta, afianzándose en la punta izquierda de la squadra azurra en el Mundial celebrado en el país transalpino en 1990. Hace un par de años, la afición de la Fiore –el histórico equipo que parece volver por sus fueros esta temporada en la Premier League— tributaba un homenaje a Stefano Borgonovo (Ver foto) que, como Viali, había conocido sus años de gloria en un periodo similar. Sus otrora compañeros del Milan —Marco Van Basten, Franco Baresi (en la foto con la camiseta rossonera), Ruud Gullit, Roberto Donadoni, etc.—, uno de los diversos equipos en los que militó, arropaban, no sin evitar contener el aliento, a un Borgonovo afectado de la ELA en su fase terminal, pero aún con la lucidez suficiente (una de las características de la enfermedad es que no afecta a las capacidades cogniscitivas) para articular un discurso coherente que apelaba a combatir la stronza (la «gilipollas», la «estúpida»). Con esta expresión Borgonovo calificaba a ese enfermedad que le estaba carcomiendo por dentro. De entre aquel grupo de ex compañeros de Borgonovo presumo que algunos fijarían su mirada en el césped del Artemio Franchi en aras a tratar de buscar respuestas a la fatalidad que padecía Borgonovo. Por aquel entonces, ya circulaban ciertas hipótesis que abundaban en que algunos herbicidas utilizados en los campos de juego de los estadios italianos contenían unas sustancias, las cianobacterias, entre cuyos compuestos presumiblemente se les podría relacionar con la ELA.
Estamos aún en una fase muy preliminar para llegar a conocer al detalle los mecanismos moleculares que intervienen en la activación de la Esclerosis Lateral Amiotrófica. Pero confío en la comunidad científica para que lleven a cabo un trabajo de campo —nunca mejor dicho— que progresen hacia una paulatina erradicación de una enfermedad devastadora para quien la sufre y para sus familiares. Quizás el fútbol sea la clave para combatir esta enfermedad neuromuscular en los próximos decenios. En ese tapiz verde rectangular, pues, parece reposar el futuro para, cuanto menos, calibrar un mejor diagnóstico para los afectados del ELA.
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