Reabierto, una vez más, el debate sobre la aplicación de la cadena perpetua al albur de los asesinatos acaecidos en los últimos años en nuestro país que han levantado una polvareda mediática y han creado una cierta alarma social, he regresado estos días sobre la historia de Robert Franklin Stroud (1890-1963). Su vida transcurrió entre barrotes la práctica totalidad de la misma si descontamos su infancia, adolescencia y parte de su juventud que pasó entre su ciudad natal —Seattle, en el estado de Washington— y Alaska, donde acabaría siendo acusado del homicidio de un individuo quien, al parecer, agredió a la que era su compañera sentimental, Kitty O’Brien, corista y prostituta a tiempo parcial. Desde su confinamiento en prisión en 1909, Stroud no abandonaría la vida carcelaria, aunque ya en su vejez, con la salud maltrecha (padecía, entre otros males, la enfermedad de Bright, que afectaba a su aparato renal) gozaría de una cierta libertad en el Centro Médico para Reclusos de Springfield, en el estado de Missouri. En ese punto de la historia teñida de tragedia se inicia el relato fílmico que United Artists construyó en torno a una de las estrellas de la compañía, Burt Lancaster —en el papel del propio Stroud— quien exhibía sus galones de mando no tan sólo al dar su aprobación al guión sino que se mostró inflexible a la hora de substituir al británico Charles Crichton y confiar en John Frankenheimer (uno de mis directores de cabecera) para hacerse cargo de la dirección de El hombre de Alcatraz (1962). Tanto en el prólogo como en el epílogo de la cinta Edmond O’Brien —curiosamente con el mismo apellido de origen irlandés de la primera mujer del preso (la otra sería Della Mae Jones, con la que llegaría incluso a contraer matrimonio)— adopta el rostro de Thomas E. Gaddis (1908-1984), cuya investigación sobre el personaje de Stroud le facultaría para elaborar una novela con un título impreso de inequívoco marchamo a bestseller: Birdman of Alcatraz (1955). Una de las prisiones de máxima seguridad de los Estados Unidos —conocida en tiempos como «la isla de los pájaros»— fue el último de los recintos penitenciarios que pisaría Stroud, en el que también recalarían Baby Face Nelson y Al Capone, entre otras (tristemente) celebridades de la primera mitad del siglo XX. Pero contraviniendo la lógica que dicta el título original escogido tanto para la novela como para el film para su estreno estadounidense, allí Robert Stroud no pudo dedicarse en cuerpo y alma a la pasión que había alimentado desde su primera fase de confinamiento en Leavenwoth, en el estado de Kansas: los pájaros. En realidad, Stroud debió haber sido conocido a escala internacional por el sobrenombre de «el pajarero de Leavenwoth», la prisión donde cultivaría una afición que le condujo a ser una verdadera eminencia en el campo de la ornitologia, llegando incluso a publicar —tras miles de horas plegadas a la investigación pese a condiciones de precariedad absoluta— una serie de obras de referencia, entre las cuales figuran Diseases of Canaries y Stroud’s Digest on the Diseases Birds. Éstas tuvieron traducción a la lengua de Dámaso Alonso pero su dificultad por hacerse con un ejemplar corre pareja a la suerte de hallar una copia de El hombre de Alcatraz. Por fortuna un buen amigo me hizo llegar una vieja edición (bien conservada, pese a que data de agosto de 1969) de éste, sabedor de mi vena bibliófila, máxime tratándose de incunables cuya lectura sirve para desnudar ciertos equívocos y poner en perspectiva la verdad sobre un personaje de estas características. En la página de introducción del libro publicado por Círculo de Lectores, Gaddis se refiere al propósito de escribir una obra en la que «persiste el sentimiento de que este preso y su vida están tratando de decir algo acerca del hombre». Invariablemente de la lectura de El hombre de Alcatraz se extrae una poderosa conclusión: cualquier persona puede dejar aflorar un talento que ha permanecido dormido y que algún día despierta, se manifiesta sin más. Existen infinitas posibilidades en forma de arte, naturaleza, deporte... para que una persona abandone la idea de que su función en la vida obedece a un mero impulso mecanicista, gregario, y atienda a una pulsión que nace desde su interior, una llamada que para Robert Stroud tendría el sonido del trino de un canario. Para este acusado de un doble homicidio —el segundo lo cometió en Leavenworth, cobrándose la muerte un guardia— que batió records de estancia en prisión —un total de cincuenta y tres años con sus días y sus noches—, no pudo contemplar su vida reflejada en la gran pantalla por el filtro mágico del celuloide que velaría no pocos pasajes y personajes con cierto peso en el desarrollo de la misma —por ejemplo, la ausencia de su hermano menor Marcus—. Aquella mañana soleada del día 23 de noviembre de 1963 en las cafeterías situadas en las inmediaciones de la Plaza Dealey de Dallas (Texas) algunos aguardaban la presencia de John F. Kennedy —acompañado de su esposa Jackie Kennedy—, leyendo en la prensa la noticia del fallecimiento de Robert F. Stroud. El uno conocería su ascenso a los cielos de la inmortalidad y de la mitología, y el otro ocuparía un puesto de mérito dentro de la historia de la ornitología que tan sólo alzaría el vuelo de la popularidad verbigracia de la primera novela escrita por Gaddis y de la película que dirigió con mano maestra John Frankenheimer y que, desde su filmación ya se intuía como un clásico. En paralelo, Thomas Gaddis tuvo crédito durante una larga temporada hasta que el futuro le depararía ocuparse de la vida de otro preso, Carl Panzram (1891-1930), cuyo «material» humano daría para otra novela, convenientemente traspasada al cine —El corredor de la muerte (1997)— pero con un decalaje de más de un cuarto de siglo desde la fecha de publicación hasta el estreno de la producción interpretada por James Woods.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
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2 comentarios:
Muy bien estos dos últimos textos. Respecto a la fallecida Simmons, qué excelente papel el de "Cara de ángel"... Para mí, quizás la más memorable "mala" del cine negro.
Respecto al pajarero, no sé si habrás ido, pero es absolutamente recomendable la visita a la prisión de Alcatraz, impregnada de cine por doquier.
Hola Tomás:
Gracias. Bueno, es difícil quedarse con una "femme fatale": Barbara, Stanwyck, Lizabeth Scott, Lauren Bacall... y claro, Jean Simmons.
No he podido visitar Alcatraz pero la gente que ha ido llegan a la misma conclusión que tú: puro plató cinematográfico. Por cierto, para "El hombre de Alcatraz" a Frankenheimer le negaron el permiso para rodar en "la isla de los pájaros"; se ven algunas tomas al principio y al final del film pero son desde el exterior y a una considerable distancia.
un saludo,
Christian
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