En un relativo corto espacio de tiempo uno de
los episodios clave en el devenir de la Segunda Guerra Mundial, el que tuvo
lugar en las aguas que bañan Dunkerque, ha sido tratado, en mayor o menor
medida en una serie de propuestas cinematográficas. Fruto de mi pasión por el
cine británico y todo lo relativo a la Historia de las Islas Británicas he
accedido al visionado de Dunkerque (2017),
Su mejor historia (2016) y El instante más oscuro (2017), cuyo
denominador común deviene la batalla de Dunkerque que tomó lugar entre mayo y junio de
1940. Completado el acceso a los contenidos de sendas propuestas
cinematográficas, muy distintas entre sí en sus enfoques y pretensiones, al
cabo, reparo nuevamente en la alusión a Dunkerque en las páginas de A la deriva (1979), publicada por el sello Impedimenta, en que uno de las “protagonistas”
de la novela (semi)autobiográfica de Penelope Fitzgerald (1916-2000), la Grace, se sumó a la petición del gobierno
británico liderado por Winston Churchill para que contribuyeran a abortar el
diabólico plan de las fuerzas navales nazis, prestas a causar decenas de miles
de bajas entre la flota marina británica. Pasados casi veinte años de aquellos “servicios
prestados”, la Grace forma parte del paisaje de Battersea Reach. Una vivienda
flotante situada a la ladera del curso del río Támesis que sirve a los
intereses de la canadiense Nenna James y de sus dos hijas. Todas ellas forman
parte de una comunidad atípica en el contexto de la Inglaterra de principios de
los años sesenta, una referencia temporal que la autora de A la deriva nos ofrece a través de citas a los discos de Cliff
Richards —el frontman de The Shadows,
todo un fenómeno de masas en aquel periodo de efervescencia cultural en el
mundo anglosajón— o de series de televisión como Bootsie and Snudge o El
doctor Kildare.
Ciertamente, los más de quince años que
separan la experiencia vivida a bordo de una barcaza por parte de Penelope
Fitzgerald y sus dos hijas de la publicación de A la deriva en los estertores de los años 70, nada a favor –valga el
símil marino— de obra el sentido del valor de la reflexión, medido en ocasiones
con un poso de amargura. Un sentimiento que podemos detectar en algunos de los
pasajes de la novela, en especial cuando Penelope Fitzgerald hace referencia a
su primer marido (a través de un trasunto del mismo, Edward), que la abandonó y con el
que quiso volver a reconciliarse pero sin conseguirlo. En esta tesitura, se
vehiculan pensamientos que Fitzgerald plasma en el tapete literario: «Si hubiera ahorrado algo, hubiera sido una
señal que su carácter había cambiado, de que ya no era el hombre que ella amaba».
Fustigada por el recurrente pensamiento en forma de pesadillas de cómo afectan
las decisiones propias en la vida de los hijos, en uno de los capítulos finales
del libro, por su cuenta y riesgo se presenta en la vivienda de su ex pareja Edward,
pero éste la recibe con cartas destempladas. De vuelta al hogar fluvial, a altas horas de la madrugada, una apesadumbrada Nenna
observa la silueta de Richard, el patrón del Lord Jim, un barco situado muy cerca del lugar de amarre del Grace. En ese encuentro en la noche
entre dos almas perdidas (él acaba de ser abandonado por su esposa), la veta
poética, teñida de amargura, alcanza sus cotas más altas en esta preciosa
novela con valor terepéutico para la propia Penelope Fitzgerald: «Aunque era muy improbable que molestaran a
nadie, hablaban casi en susurros, y el último comentario de Nenna, que apenas
merecía respuesta, se perdió en el aire, ahogándose en el oleaje de la marea
alta». Una voz omniscente capaz
de mostrar las distintas caras de una experiencia vital alejada de la
ortodoxia, que en el caso de Fitzgerald se localiza en una de las zonas valle
de su existencia, sabiéndose presa de toda una serie de contradicciones que el
paso del tiempo ayudaría a ordenar de una manera precisa sobre un lienzo narrado en prosa de manera
exquisita. La palabra precisa, la inflexión aguda, el guiño al lector bregado
en la convivencia conyugal o de pareja… Todo ello lo podemos localizar en A la
deriva, completada por Mrs. Fitzgerald al final de un periodo de enorme fertilidad
creativa (la segunda mitad de la década de los 70), sabiéndose que su condición de viuda, en cierta manera, la permitía
soltar lastre y dirigirse mar adentro con ella al mando del timón de una vida
repleta de experiencias de distinto signo, el carburante necesario para que funcionara una maquinaria literaria
casi hasta el último suspiro.
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