El consenso general es que la última temporada de una
serie marca la valoración que, al cabo, puedas extraer sobre la misma. Una
verdad relativa por cuanto la decepción sobre la elección de un determinado
final no debería hacernos perder de vista las virtudes que concurren en las
temporadas precedentes. En cierta manera, los seguidores de la serie A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2005) podríamos colegir
que la quinta temporada viene a resultar un compendio de los aciertos que
atesoraban los cuarenta y un capítulos anteriores. Más, me atrevería a razonar
que la evolución de los personajes ha permitido que corriera en paralelo con la
exigencia interpretativa, al punto que asistimos a un auténtico recital actoral
en su fase final. Se advierte casi una pulsión shakespeariana en el corazón de
ese drama, cuando no "maldición" familiar de los Fisher, que tiende sus tentáculos en el devenir de otros grupos
o unidades familiares de su entorno. Cierto que en el caso de los Chenowith
ya venía de “fábrica” —en no pocas ocasiones Billy (Jeremy Sisto) y Brenda (Rachel
Griffiths) ironizan sobre el asunto—, dando por descontado que son un “modelo”
de familia disfuncional, agravada por
la entrada de Olivier Castro-Staal (Peter Macdissi) conforme al nuevo compañero
sentimental de Margaret (Joanna Cassidy) después de enviudar, y por otra parte,
Claire Fisher (Lauren Ambrose) —la novia en fuga del, “redimido”, en apariencia,
hermano de Brenda—, que va de flor en flor hasta acabar a los brazos de un treintañero (Ben Foster), compañero de trabajo y a las antípodas de su pensamiento ideológico. Con estas cartas sobre la mesa, parecería razonable que la serie televisiva se desplazara invariablemente hacia la realidad de los
Chenowith y de su entorno afectivo, pero A
dos metros bajo tierra seguiría siendo fiel, hasta el último suspiro, a las
extrañas desdichas de los Fisher. Para esta parte final, el “contrapeso” de
importancia por lo que compete a los Fisher en relación a Chenowith se concentra
sobre todo en la persona de George (James Cromwell). Ruth (Frances Conroy)
siente como propio el sufrimiento de George cuando debe ingresar en un hospital
psiquiátrico para tratar una patología que trabaja a pleno rendimiento en una
mente quebrada por un estado paranoide. A la vuelta al hogar del espigado profesor de geología,
Ruth inscribirá de nuevo en el casillero de los fracasos de pareja el nombre de
George Sibley, con quien se había casado por la iglesia —en una toma de decisión que, en
retrospectiva, se advierte todo un error— con la asistencia de la hija de éste,
Maggie (Tina Holmes). El sostén del afecto se revela insuficiente para que la
relación entre Ruth y George se mantenga en pie, y por tanto, consensúan la
decisión de que éste trate de encontrar su propia estabilidad en un piso de
alquiler, alejado de la convivencia con otro ser, pero manifestando su deseo de
seguir en contacto con su (aún) esposa y Maggie. A fin de cuentas, la necesidad
de los artífices de A dos metros bajo
tierra por seguir ofreciendo el relato emocional de Ruth se debe a que, a
estas alturas de la serie, saben que un porcentaje significativo de
espectadores han creado una especial “empatía” con esa matriarca que se desvive
por su entorno pero que, al observar
en su interior, se va vaciando progresivamente. La culminación de esa realidad íntima
se manifiesta en Ruth tras la pérdida de Nate (Peter Krause), uno de los
pilares fundamentales de la serie. El fallecimiento del primogénito de los
Fisher lleva aparejado un cuestionamiento de orden moral que implica a Maggie y
Brenda. Al respecto, el antepenúltimo capítulo “All Alone” muestra el escenario
del hospital angelino donde ha ingresado Nate, al que acude en primera
instancia Dave (Michael C. Hall) para luego reunirse con otros de los miembros
de la familia (su novio Keith/Matthew St. Patrick, recién estrenado su papel de padre "dominante" de dos hermanos de raza negra con una mochila demasiado llena de sinsabores vividos en casas de acogida) y la propia Maggie. Por su parte, Brenda, embarazada de varios meses, llega con retraso porque no estaba enterada de lo ocurrido. En el cruce
de miradas sostenido entre Brenda y Maggie se lee el pensamiento de cada una de ellas. Pero Brenda entiende que
la infidelidad debe quedar en un segundo plano cuando está en juego en la mesa
del quirófano la vida de Nate. La mayor de los hermanos Chenowith vuelve a protagonizar
otra de las escenas más sutiles y, a la vez, duras cuando sugiere a Nate, postrado en la cama del hospital —que acabará convirtiéndose en su lecho de
muerte— que «superamos esto juntos». Nate niega la mayor y sin
verbalizarlo anuncia una separación definitiva. Quizás, en su fuero interno Nate se sabe muy cerca de la muerte y, por consiguiente, nada tiene que perder.
Una muerte con la que ha convivido a diario desde que asumió, junto a Dave, la
herencia del negocio familiar. Como no podría ser de otra manera, Dave acaba
siendo cliente de Fisher & Diaz, una sociedad limitada que se tambalea
merced a la inestabilidad emocional que padece Dave. Un escenario ideal para
que Rico Díaz (Freddy Rodríguez) saque tajada y quiera comprar las acciones de
Dave y de Brenda. Así, el ascensor de ese arribista llamado Rico (un
diminutivo, por tanto nada ocioso) se proyecta hasta la última planta del
negocio funerario. Una aspiración legítima si se quiere, pero cuestionable en
todo caso en su fundamento moral. Todo ello queda refrendado en uno de los
tramos del último capítulo, “Everybody’s Waiting”, en que Alan Ball vuelve a
tomar las riendas de la dirección (firmaría un total de la seis a lo largo de la misma) que había creado un lustro antes. Más largo
que la media —superando de forma excepcional la hora de duración— el título “Everybody’s
Waiting” hace referencia a su epílogo. Para la elaboración del mismo, Ball debió tener fresca en la memoria títulos
como Magnolia (1999) y Big Fish (2003), dirigidas por Paul
Thomas Anderson y Tim Burton, respectivamente. Asimismo, un desenlace que no
sorprende en el firmante del guión de American
Beauty (1999), cuyo final da un giro de 180º. El de A dos metros bajo tierra también lo hace, siendo fiel a esa idea
que la muerte puede ser una prolongación de la vida. Allí donde habitan ángeles y demonios.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
martes, 22 de octubre de 2013
«A DOS METROS BAJO TIERRA» (2005) (QUINTA TEMPORADA): ÁNGELES Y DEMONIOS
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