Rise and Fall. Como en tantos órdenes de la vida, indefectiblemente los intérpretes y los directores están sujetos a describir esa curva en sus respectivas trayectorias que presenta una punta de crecimiento artístico para luego ir declinando. Esas fases agudas de esplendor artístico suelen localizarse para los actores en la orquilla que va desde los treinta a los cincuenta años mientras que para las actrices se suele acortar esta franja temporal; con la llegada de la menopausia, por desgracia, se marca el ostracismo profesional para la mayoría de ellas salvo que la cirugía plástica obre pequeños milagros liofilizando rostros que reclaman formar parte del «Museo de la Eterna Juventud». En el caso particular de los directores, una racha de producciones que se anunciaran como el no va más en circuitos de festivales basta y sobra para «canonizarlos» entre un sector de la crítica y del público enrrocado en la idea de que cada temporada toca preservar la moda de descubrir «algo» o «alguien». Señales inequívocas de esa modernidad que bebe de las fuentes de lo efímero mientras que no pone en valor la importancia de que las obras de los artistas se pueden ir sedimentando con los años, con los lustros, con los decenios... Este sería el caso de Robert De Niro —uno de mis actores de cabecera, dicho sea de paso—, que durante los primeros meses de 2011 ha participado en el rodaje de Red Lights, dirigida por Rodrigo Cortés, y que me temo lleva camino de ganarse plaza en lo que he dado en denominar «la (con)sagrada familia de los cineastas en el cementerio de los elefantes». Esos paquidermos de la profesión, sobre todo aquellos que se han colocado tras las cámaras (De Niro lo ha hecho en dos ocasiones hasta la fecha) que tienen en la Ciudad Condal uno de esos destinos que enciende el dispositivo del piloto de alarma si supieran el fatalismo que envuelve a Barcelona y sus alrededores cuando toca montar una producción cinematográfica de cariz internacional en periodo finisecular o en el tramo que llevamos de siglo XXI. Cuando se certificó que De Niro vendría a rodar a Barcelona, me dije: «otro más.. y van...». Lamento este fatalismo que envuelve a mi ciudad, pero un somero repaso de lo acontecido con estos rodajes de proyección mundial, vendidos a bombo y platillo a través altavoces gubernamentales, de city halls con membrete socialista in ilo tempore y medios de comunicación acólitos a los poderes políticos de turno, deja al descubierto que las cosas no son las que parecen. Veamos. Susan Seidelman se descubría como adalid de una nueva generación de mujeres cineastas en los años ochenta hasta que decidió fijar su cámara en la Ciudad Condal para su Tardes con Gaudí (2001). A partir de entonces no ha levantado cabeza, refugiándose en las tvmovies. Whit Stillman paseaba palmito de auteur por Barcelona manufacturando obras para la middle class culta y refinada a partir de su ópera prima en que mostraba a la ciudad cosmopolita post-olímpica. Bastaron dos producciones más para que Stillman, instalado en territorio catalán, desapareciera del mapa cinematográfico. Esa misma osadía intelectual que acompañaba al bueno de Stillman se contagiaría en el ánimo del galés Peter Greenaway, quien se las prometía felices con su proyecto multimedia Las maletas de Tulse Tupper. Las maletas acabarían por extraviarse en la Estación del Norte y del Greenaway-cineasta (sic) poco más se ha sabido desde entonces. Pero el mayor «mérito» se lo lleva Filmax. A modo de la historia de Los diez negritos de Agatha Christie, la Factoría Fantastic Fantasy se llevaría por delante a Jack Sholder, Stuart Gordon y Brian Yuzna. Toda esa operación de prestigio contratando directores norteamericanos (si bien Yuzna es filipino de nacimiento) que habían tenido sus puntas de éxito —a las que me refería en la entradita de este post— en los ochenta, caería en saco roto al medio plazo porque aquellos productos manufacturados con sede en Barcelona, fuera de la península ibérica, eran directed to DVD, un mercado insuficiente a la hora de generar dinero con el propósito de poder tapiar esas vías de agua abiertas en el Titanic de la producción-exhibición catalana, que una vez colisionado con ese iceberg en forma de entidades bancarias dispuestas a ajustar cuentas, se va irremisiblemente a la deriva. Eso sí, antes del juicio final tienen previsto estrenar Copito de nieve. Mientras los veteranos visitantes al Zoo de Barcelona siguen imaginando al gorila albino en su particular «jaula de oro» años después de su muerte, a unos pocos kilómetros de este espacio adyacente al parque de la Ciudadela el cementerio se va llenando… de elefantes cinematográficos, algunos de ellos, pesos pesados de la industria como Robert De Niro en un declive más pronunciado que el Salto del Ángel donde rodó La misión a mediados los años ochenta cuando aún no le había perdido el gusto por el disfraz. Red Lights, sin duda, deviene un título profético de lo que se otea en el horizonte cinematográfico del italoamericano, si bien su inmenso talento le puede redimir en forma de un papel o varios papeles que hagan justicia al desarrollo profesional de Robert De Niro en esa franja de edad a la que aludía con anterioridad. Pero difícilmente esta circunstancia se da en las personas de Sholder, Greenaway, Seidelman, Gordon, Yuzna, Stillman…que han enfilado camino del «cementerio de los elefantes» después de haber estampado en sus respectivos «pasaportes» destino Barcelona, la que sigue siendo para un servidor una de las ciudades más extraordinarias que conozco. Lo cortés (con minúsculas) no quita lo valiente.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
domingo, 27 de febrero de 2011
«LA (CON)SAGRADA FAMILIA» DE CINEASTAS EN EL «CEMENTERIO DE LOS ELEFANTES»
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